Baylón en plata: lo que de verdad importa
Madrid le debe al fotógrafo Luis Baylón una memoria urbana impagable, documentos poéticos de un mundo en extinción
En su libro Madrid en plata, Luis Baylón brindó su particular tributo a la ciudad que había fotografiado durante 30 años. Nadie preveía que este volumen, una mimada selección de secuencias de sus instantáneas callejeras hechas entre 1984 y 2017 —dos o tres disparos consecutivos en los que el azar y el ojo del fotógrafo muestran todo su misterio—, sería el último. Baylón falleció hace unos días en la ciudad en la que había nacido hace 65 años, la ciudad que le debe una memoria urbana impagable, documentos poéticos de un mundo en extinción, y no solo por la mutación de las ciudades, sino porque ya nadie mira las aceras como las miraba Baylón, a ras de suelo, o de alcantarilla, persiguiendo incansable y en solitario una identidad colectiva entre centenares de individuos anónimos.
El “rey de los gatos”, como lo definía con tino el escritor Andrés Barba en el obituario que publicó este periódico, deja un legado fotográfico conmovedor por su verdad, emoción y belleza. Escribía Baylón: “Publicar estas secuencias que han conformado este Madrid subjetivo responde al deseo de culminar una etapa que percibo concluida, una reflexión sobre una ciudad que ha cambiado tanto como la manera de captarla, revelada en un negativo que tiene los días contados”. El fotógrafo cerraba su texto con un agradecimiento final que es imposible invocar sin el recuerdo de su voz aguardentosa y su risa amplia y generosa: “Gracias a las personas que hacen que las calles tengan vida. Viva mi pueblo”.
Esas personas a las que Baylón dedicó su último libro eran en su mayoría personas comunes, viandantes despistados, mujeres y hombres con fisonomías heredadas del hambre y el frío de otro tiempo. O jóvenes náufragos, de la noche, de las drogas o de cualquier tipo de vieja o nueva supervivencia. Prostitutas, borrachos y manteros, señoras y escaparates, gatos y perros. Todos atrapados por la mirada de un fotógrafo furtivo y sin escuela, de “fino olfato callejero”, escribió el crítico Quico Rivas.
Entre mis secuencias favoritas hay dos, de junio y noviembre de 1990, en las que Baylón se acerca con enorme ternura y a la vez crudeza a una vieja mendiga que solía moverse por la glorieta de Atocha. Catorce años después, en 2004, hay otra secuencia más para el recuerdo, tomada un día de lluvia en plena Gran Vía. Allí, en Callao, frente al cine Capitol, una pareja de yonquis se besa y baila sin que nadie repare en ellos. Con la cabeza inclinada por el visor cenital de su cámara Rolleiflex, espantando cualquier tentación de banal sordidez, ahí estaba Baylón, bailando con ellos.
Pasear por las calles de la mano de Baylón no es un acto de nostalgia, sino de resistencia. Bajo el Madrid de turistas con maleta de ruedas o la Gran Vía deformada por feas franquicias comerciales persiste bajo cartones otra vida ajena a esa masa. Baylón le dedicó Madrid en plata a su admirado Joan Colom, el gran fotógrafo del barrio chino barcelonés, fallecido en 2017 a los 96 años y que definió su trabajo con una frase que se podría adoptar para el fotógrafo madrileño: “No hago paisajes o bodegones. Yo hago la calle”. Esa calle le debe a Baylón, que siempre fue por libre, que no olvidemos hablar de ella “en plata”, esa vieja expresión castiza que se refiere a lo auténtico, a lo que de verdad importa
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