El problema del lenguaje en ‘La isla de las tentaciones’: cuando tus sentimientos son más complejos que tu vocabulario
“No tengo palabras”, repiten de forma insistente los concursantes. Y es cierto. La distancia entre el lenguaje y la realidad se debate desde hace siglos en la filosofía y llega a los programas de máxima audiencia
“No tengo palabras”. Lo decimos cada día. A veces es solo una frase hecha, un cliché que equivale a: “Estoy asombrado o sorprendido”. En otras ocasiones, “no tengo palabras” significa precisamente eso: que uno carece de recursos lingüísticos para expresar cómo se siente o lo que le está sucediendo. El lenguaje está lleno de trampas, de huecos y de ambigüedades, que sorteamos y rellenamos con los materiales más a mano. Para reconocer estos obstáculos no es necesario remontarse hasta Lord Chandos, el personaje de Hugo von Hofmannsthal, atormentado porque había perdido “la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa”, ni dedicarse a la poesía, como Juan Ramón Jiménez, que suplicaba: “Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas”.
Por ejemplo, en La isla de las tentaciones los concursantes recurren cada noche a esa expresión. En torno a la hoguera, después de ver uno de esos vídeos que condensan los comportamientos más censurables de sus parejas, los presuntamente agraviados se desesperan, maldicen e, interrogados por la presentadora, lo confiesan: “No tengo palabras”. La tristeza, la rabia o la decepción desbordan lo que el concursante es capaz de decir. La realidad es tan intensa que no puede ser descrita ni, por tanto, compartida con los demás. El abismo entre las palabras, tan insuficientes, y las cosas, tan dolorosas, condena a los concursantes a sufrir en solitario.
No es algo exclusivo de este formato. En Sálvame, los colaboradores se pasan gran parte del programa intentando buscar las palabras adecuadas para relatar sus avatares, y no puede ser casualidad que Jorge Javier Vázquez, que tan bien sabe domar y guiar a sus polemistas, sea filólogo de formación. El primer gran reality de la historia de España, Gran hermano, dejó frases como “quién me pone la pierna encima para que no levante cabeza”, con la que un concursante expresaba su desolación ante un revés del destino, o “lo que hay entre tú y yo se llama simbiosis”, para expresar química y entendimiento entre dos de ellos. Una anécdota significativa: cuando a ese mismo programa llegó un filósofo con un vocabulario mucho más rico que el del resto de concursantes, el vasco Koldo, el resto se burlaba de él usando palabras como paralelepípedo, sin saber muy bien qué significaba.
Esta brecha entre lenguaje y realidad, tan antigua como el propio lenguaje y sobre la que se discute desde el Crátilo de Platón, está presente en todo proceso comunicativo. A veces nos afecta de una manera más dramática: los concursantes, incapaces de verbalizar, terminan pataleando. A veces, más leve: nos quedamos en blanco o tenemos que dar un rodeo para terminar una frase en mitad de una conversación. Pero nunca desaparece del todo. De hecho, cada intento de pasarla por alto, es decir, de mostrar las cosas como son sin las vacilaciones y defectos que arrastran las palabras ha sido, en el fondo, una maniobra para imponer una única manera de ver y leer el mundo.
Pero, ¿qué tienen que ver las palabras con las cosas?
Durante siglos se creyó que entre el objeto que se nombra y la palabra usada para nombrarlo existía una relación secreta. Es una hipótesis ancestral y sugerente, la naturalista, que Borges resumió en su poema El Golem: “Si el nombre es arquetipo de la cosa, en las letras de rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo”. Sin embargo, hoy los filólogos rechazan esta teoría, que sigue usándose como juego literario, y coinciden al señalar que la relación entre signo y objeto es arbitraria. Si las cuatro letras de rosa se refieren a una flor es debido a un hecho social: así lo hemos ido acordando los hablantes de nuestra lengua.
“El lenguaje no contiene significado, lo guía”, explica Marta Silvera, doctora en Ciencias Cognitivas, filóloga y especialista en neurociencia. “Es un camino de doble sentido, pero tendemos a dar demasiada importancia a las palabras. La cognición es prelingüística, aunque la abordemos con más lenguaje. El lenguaje no representa el concepto porque este no es un elemento estático; y no lo es porque un ser humano, como sus narrativas, es un sistema abierto. Cuando decimos que no tenemos palabras estamos aludiendo a una luminosa verdad: que no somos solo lenguaje”.
Otra hipótesis, la de Sapir-Whorf, aunque esté hoy desacreditada por varios académicos, dice que “la lengua es el molde del pensamiento”. O sea, que a partir de cómo hablamos, pensamos. Es el llamado determinismo lingüístico que ciertos conspiranoicos ponen del revés cuando sostienen que, mediante cambios en el lenguaje que se usa en los medios de comunicación, los poderosos estarían tratando de restringir el pensamiento libre. Silvera no la comparte: “El concepto precede al lenguaje. Hay pensamiento sin lenguaje y no todos los aspectos culturales son lingüísticos”. Tampoco Vicente Luis Mora, doctor en Literatura Española, crítico y escritor. “Descreo de cualquier tipo de determinismo”.
Pero si el lenguaje no es capaz de desbaratar mecanismos tan profundos como los de la cognición o el raciocinio, sí que opera en el terreno de los sentimientos o de la ideología, así que el autor de Centroeuropa advierte: “A partir de cierta edad, uno también debería ser consciente de la ideología que supuran sus metáforas y elecciones de léxico. En mi obra hay campos semánticos enteros que no aparecen nunca, por decisión propia, para no mantener viva la resonancia de las realidades sociohistóricas que las generaron. Como dice la poeta Berta García Faet: ‘Toda educación sentimental es básicamente lingüística”.
“Las cosas, claras”
En La decadencia de la mentira, un diálogo de Oscar Wilde publicado en 1898, el personaje principal se queja de una “costumbre deplorable entre los jóvenes”: el “culto monstruoso a los hechos” y a la “facultad morbosa e insana de decir la verdad”. Con su ironía habitual, Wilde denunciaba que el exceso de realismo estaba acabando con la imaginación en el arte.
Algo similar detecta Mora en la literatura contemporánea. Él ha dedicado todo un ensayo al fenómeno, La huida de la imaginación. “Hay modas cíclicas en la literatura que oscilan entre dos polos: uno realista, introspectivo y documental, y otro imaginativo, social y ficcional. Por desgracia, nadamos en la noche oscura de costumbrismo de espejo”.
“La plaga de la autenticidad”, continúa, “va desde los traperos del extrarradio hasta algunos escritores en horas bajas; quien no domina la ficción prefiere venderse como producto o vender a su entorno familiar o afectivo, que es aún peor. El espectáculo sensacionalista vende, y eso ha llegado a los libros, incluso a la poesía, que se había librado hasta hace poco”.
Si esa “plaga de la autenticidad” estaría llenando la literatura contemporánea de narcisismo ensimismado, sus efectos en política, siempre muy relacionados con el lenguaje y la pretensión de decir las cosas como son, resultarían todavía más preocupantes. “Hay un empeño, digamos, popular, por la claridad expositiva, por llamar al pan, pan y al vino, vino; frente a tanta jerga técnica”, expone Nere Basabe, escritora, doctora en Historia de las Ideas y profesora de Historia Contemporánea en la UAM. “Existe cierto prejuicio o precaución contra el lenguaje político, que los franceses llaman langue de bois, lengua de madera, asimilado a una retórica hueca, especialmente en los partidos de masas. Frente a eso, nuevos partidos, digamos, populistas, se erigen como portavoces del pueblo hablando su propia lengua llana. Pero no nos engañemos: el vino puede que sea vino, pero se dirá que la botella está medio vacía o medio llena según la perspectiva”.
“Tal vez no haya mucha polémica en torno a lo que es una mesa”, continúa Basabe, “pero cuando se habla de nación, de libertad o de España, cada uno entiende lo que quiere. Hay tantos significados como usos de la palabra. Porque el lenguaje es una producción histórica, que evoluciona con el tiempo y, pese a que en cada momento exista un mínimo de consenso en torno a los significados, los márgenes para la controversia son también muy amplios”.
¿Manipular el lenguaje es manipular a la sociedad?
“Los discursos políticos tienen más que ver con la función apelativa del lenguaje, que busca lograr un efecto en el receptor, que con la función referencial, que informa dando simple cuenta de un hecho”, explica Basabe. “El lenguaje político siempre busca convencer, persuadir y movilizar a la audiencia. Y lo hace mediante una utilización subjetiva del lenguaje, emotiva e irracional, partidista, creando una cosmovisión propia a la que quiere atraer a cuanto más público, mejor”.
¿Hablamos de manipulaciones como las que Viktor Klemperer describe en La lengua del Tercer Reich, sobre lenguaje y nazismo? No única ni exactamente, porque, como insiste Basabe, “no solo el nazismo inventó una neolengua pervirtiendo, como se dice por ahí, el significado de las palabras”. La clave, según la profesora‚ está en que “no existe un uso neutro, verdadero, y otro manipulado, sino distintos usos en combate que persiguen fines distintos y atraer a una u otra audiencia. También se han hecho muchos estudios sobre el lenguaje de ETA, por ejemplo, que buscaba legitimarse a través de un vocabulario militar (’estamos en una guerra’) y que en buena medida, a través de los medios de comunicación, todos acabamos comprando, con términos como comando o tregua. Del otro lado, los terroristas asesinan, pero a los terroristas la policía los abate”.
Puede que, como saben los concursantes de La isla de las tentaciones y como sabremos la próxima vez que tropecemos y emitamos un gruñido y no una palabra, la lengua no pueda con todo. No es ese código sagrado que, como creían los cabalistas, permitiría convocar y dominar toda la sabiduría y las fuerzas del universo. Pero sí que es algo vivo que cambia, como cambian las comunidades de hablantes. Y, como concluye Silvera: “Tras cada intento de imponer un cambio u homogenización, tras cada corrector, ya sea uno pregrabado en un programa informático o desde un obseso de fijar, limpiar y dar esplendor, hay una intención: la llamada al orden que conviene. Hay miedo”. Hay veces que es mejor quedarse sin palabras.
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