David Bestué, el artista que quiere alejar El Escorial de la ultraderecha
Desde una mirada crítica e inteligente y buceando en lugares como el vertedero de Valdemingómez, el artista propone otra visión del monasterio en ‘El Escorial: Imperio y estómago’
Un fraile abre una puerta. El espacio está completamente vacío salvo por una vela en el centro de la estancia. El religioso se acerca a ella, se arrodilla y comienza a rezar algo ininteligible. Tras pasar unas horas, aparece otro monje y vuelve a pronunciar el mismo rezo. Mientras, el anterior se marcha. Y así ad eternum. Veinticuatro horas al día y 365 días al año. La acción puede recordarnos a algún capítulo de El cuento de la criada, la novela de Margaret Atwood publicada en 1985 y convertida en serie, pero esta oración perpetua la tenemos más cerca de lo que pensamos. “El Escorial es un poco desmesurado a todos los niveles”, rememora sobre su visita Carlos Coppertone, uno de los tres responsables de la editorial vascomadrileña Caniche y editor del último libro de David Bestué, El Escorial: Imperio y estómago. “Uno tiene la impresión constante de estar en una Bienal de Arte Contemporáneo del estilo de la Documenta de Kassel”.
Que un artista como Bestué, tan fascinado por las tensiones entre tiempos históricos, haya sido el encargado de narrar la historia de este edificio ―ideado por Felipe II a finales del siglo XVI como panteón, monasterio, seminario, iglesia y palacio― permite traer al presente muchos de sus interrogantes. A esto ha ayudado una editorial tan atípica como Caniche, una plataforma creativa que no solo se encarga de publicar libros de arte, sino también de realizar exposiciones. “Nos parecía muy interesante que David articulase desde el arte contemporáneo nuevas lecturas sobre El Escorial”, sugiere Coppertone, que ha acompañado al artista en la realización del libro desde su planteamiento hace aproximadamente dos años.
Un poco antes, Bestué ya tuvo en el punto de mira El Escorial. El edificio fue uno de los protagonistas de la muestra Rosi Amor, celebrada en el Museo Reina Sofía a finales del 2017. “Cuando hice aquella exposición quise centrarme en una visión binaria. El norte era la historia, el granito, la piedra, el poder; y el sur, el contrapuesto, que es como la montaña, la Escuela de Vallecas, la ensoñación, el barro, lo popular”, evoca el artista.
El ensayo que acaba de publicar se aproxima de modo muy crítico a esta figura, oscura y autorreferencial, que parece inamovible al tiempo. “Los libros que se han publicado hasta la fecha son poco autocríticos”, comenta. “Además, los de época tienen un lenguaje farragoso y carpetovetónico”. El acercamiento que emplea es muy diferente al de un tratado de historia al uso, aunque bebe de ellos. A él le gusta decir que es como un viejo tomo, que alguien ha agitado de forma vehemente y donde las fotos están así como medio raras.
Su primera visita al monasterio fue en 2005. “Ahí me di cuenta de que estaba tocando la historia viva del país, pero a la vez no era un monumento que te sorprendiera para bien. No tenía la frescura de una Alhambra, ni tampoco la presencia luminosa de las catedrales castellanas. Al contrario, tenía algo de austero. También de desagradable”, continúa comentando sobre unos recuerdos que se mezclan con otra edificación siniestra, el Valle de los Caídos, que visitó conjuntamente con 26 años. “En ese momento ya me di cuenta de que nos estaban escamoteando algo de información”, sentencia. Su ensayo hace un recorrido cronológico y vital por todas las vicisitudes de la construcción, también por muchos de aquellos reyes y personas que lo habitaron, sin hacer distinciones de mejor o peor entre una época u otra.
Felipe II y El Escorial: sátira y hermetismo
La revisión que acomete da comienzo con un ácido perfil de Felipe II, un monarca adulado y criticado en su época por creerse Dios. “El rey solo conoció siete meses sin una guerra abierta”, recuerda el escultor barcelonés. E incide en uno de los momentos que menos se mencionan cuando se quiere hablar del monasterio: El Escorial como el mayor símbolo del extractivismo y la colonización americana. Sufragado con el exterminio, esclavización y genocidio de aquellos a quienes saquearon al otro lado del Atlántico. Unos beneficios que no vivieron sus súbditos y que Bestué asocia “al atraso y decadencia que asoló la nación”.
Sin embargo, la que peor parada sale de este relato es la propia edificación. Definida como de estilo clásico y sobrio, también se expone su carácter macizo, pesado y hermético. Sin ornamentación, sin arcos y sin columnas. Un uso del granito que “tampoco da pie a mucha filigrana”, según sus palabras. Esta aridez en la construcción de Juan de Herrera va mucho más allá de lo arquitectónico: “Un agujero negro en el que la visión y el lenguaje dejan de tener sentido”. Un desprecio a la mirada que ejemplifica, mejor que ningún otro en esos años, el cubrimiento del pene del Jesucristo de Benvenuto Cellini que hay en la basílica y que aún sigue tapado.
Los números para describirla también son desmesurados. Desde el precio que recoge fray José de Sigüenza, historiador del siglo XVI que tasa en 5.260.560 ducados el coste de la obra, hasta la capacidad extractiva de los diferentes elementos que se usaron: rejas de bronce de Zaragoza; estatuas de Florencia y Milán; campanas de Flandes; lámparas, ciriales y cruces de Toledo, azulejos de Talavera; hojas de piel de cabrito de Valencia; paños y sábanas realizados por las monjas de diversos conventos... En todo caso, lo más llamativo e hiriente es el fundido de objetos de oro inca y azteca para realizar los estuches de las reliquias santas. “Yo creo que hay más reliquias que en San Pablo, en Roma”, dice anonadado Bestué. “Que haya tantos cuerpos de mártires es algo que no se explica”.
En el libro se apunta que llegaron a reunirse 7.422 restos sagrados, diez cuerpos enteros, 144 cabezas, 306 huesos enteros de brazos y piernas, entre muchos otros. Uno de los momentos significativos tiene lugar cuando narra la invasión francesa del monasterio. A pesar del levantamiento del Dos de Mayo de 1808, las tropas del hexágono regresaron en diciembre y arrasaron con lo que allí quedaba. Unas 300 carretas, tiradas por 500 caballos, marcharon a la capital cargadas con cuadros, muebles y libros. Y nuevamente el oro sustraído a los incas, que había sido empleado para manufacturar estuches, alhajas y elementos litúrgicos, fue fundido para hacer lingotes y trasladarlo a Francia. “Antes de llevarse los relicarios, los soldados franceses extrajeron el contenido de su interior, huesos, pelos y dientes de santos y se esparcieron por el suelo de la iglesia”, escribe. Los objetos más apreciados de Felipe II se mezclaron entre sí y ya no se sabía qué eran. Se transformaron en despojos.
Aparataje simbólico
La conversación con el artista es lúcida como pocas. Su interés, ante todo, reside en las preguntas que debemos hacernos al saber la historia que ha rodeado a El Escorial desde su fundación. “Somos una generación que debemos rendir cuentas de todo este aparataje simbólico que nos envuelve. Es algo que yo venía viviendo en Madrid”, continúa explicando. “Cuando uno va al Museo Naval y al Museo de América, o a visitar lugares como Aranjuez o El Pardo, en seguida se ve que hay un trabajo que hacer. La consideración que tenemos del pasado ha ido cambiando”.
Bestué cree necesario que los estudios poscoloniales y de género, por ejemplo, se introduzcan en la manera que tenemos de abordar estos espacios que nos pertenecen a todos. Porque, como bien recuerda, lo que a nosotros se nos muestra actualmente es una visión puramente franquista del edificio. De algún modo hemos heredado, sin cuestionarnos en ningún momento, otros usos y otras maneras de vivirlo. “Parece que su uso no ha variado en todo este tiempo, pero no es así. Ya en el siglo XIX, durante el reinado de Isabel II, se discute si debía de seguir siendo monasterio. Parece que los monjes han estado ahí siempre y no es verdad. Después de la desamortización no estuvieron. Tampoco cuando lo invadieron los franceses”, comenta entre encendido y desilusionado, apuntando también que su patio fue utilizado como redil para ovejas. “Hemos de exigir que haya otro discurso. Un discurso que ponga en cuestión cosas que parece defender el propio edificio: el poder, la Iglesia, el dinero…”
El autor continúa desgranando sus impresiones de lo que se ha convertido en un símbolo de la ultraderecha, en sus propias palabras. “Transmite una idea de país incontestable y creo que debemos luchar contra ello. Me gustaría defender un país pluricultural, con múltiples sensibilidades, idiomas y formas. Y todo eso es lo que niega El Escorial actual. Nosotros debemos decidir cómo se explica esa historia y qué sucede en esos lugares”. El libro, página a página, se encarga muy bien de desmontar todo ese proceso inmutable que se nos ha querido transferir. Una muestra es la decoración escenográfica que se puede apreciar ahora mismo, heredada de los sesenta con lámparas de hierro forjado, banquetas barnizadas y muebles de apariencia antigua, “como de tasca o parador nacional”. Para contraponer esta figura utiliza el vertedero de Valdemingómez, al sur de Madrid. Una construcción atornillada y reciclable con una vida útil de 25 años.
Herencia franquista
Otra de las cuestiones que aborda El Escorial: Imperio y estómago es la pervivencia de su estilo. Unas formas que se expandieron por todo el país a partir de 1940, cuando Franco decide emular a Felipe II y perpetuar el trabajo de Herrera. “Cualquier edificio construido durante esa época (delegaciones de gobierno, estaciones de autobuses, sedes bancarias) fue susceptible de contener algún detalle arquitectónico deudor del monasterio”, observa el escritor, quien cada vez que viaja a alguna ciudad española se topa con este tipo de réplicas. “Por ejemplo, en Navarra, la delegación del Gobierno es como un pequeño Escorial. Pero vas a Santander y ocurre lo mismo. O al Vall d’aran, donde el Ayuntamiento tiene detalles escurialenses”, describe con sorna sobre esta diseminación y multiplicación a modo de fractales.
El análisis de esta estética, asociada a un momento muy concreto de nuestra historia, es lo que permite que Bestué siga haciéndose preguntas. “Tenemos que saber de dónde procede todo esto que nos rodea”, apunta alrededor de una normalización donde Madrid fue la que más sufrió la irradiación. Las palabras de Alain Badiou que cita en el texto son terriblemente certeras: “Cualquiera que trabaje para la perpetuación del mundo que hoy nos rodea es un adversario”.
Patrimonio (no) real
Mientras, los reyes desfilan por sus menos de cien páginas —diseñadas por el estudio Setanta— como un elemento decorativo más. A Carlos II lo define como “un trampantojo de sí mismo”, en el que “los rasgos de antepasados se dibujaban en su rostro como una anamorfosis”. Resulta reveladora toda la documentación que hay detrás —a pesar de que Bestué no ha querido elaborar una bibliografía y tampoco quiera hacer alarde de ello—, se nota un trabajo muy cuidado. ¿Un ejemplo? Sobre Carlos II recoge las palabras de Mateo Jareño: “Por lo común tiene un aspecto lento e indiferente, torpe e indolente, pareciendo estupefacto. Se puede hacer con él lo que se desee, pues carece de voluntad”.
El estudio continúa con los Borbones, la aristocracia y la Iglesia, a los que dibuja como instituciones que a finales del XVII vivían de las rentas y empobrecían el país. El Escorial, de algún modo, va ligado a esta época de lujo para unas minorías. “Como quien apura ciertos ahorros para aparentar normalidad”, expone. Su examen de los estamentos privilegiados llega hasta hoy y, nos informa de que el mausoleo espera la apertura de una nueva urna. “Esto es algo que pronto será noticia. Lo mismo va a ocurrir con el Museo de las Colecciones Reales. Tenemos que cambiar la manera de pensar y problematizar todo esto”, anota. “La historia de España no puede explicarse desde la monarquía, la riqueza o el poder”.
Para su editor, que ya había trabajado con él en la edición de Historia de la fuerza —un repaso a la evolución técnica, material y estructural en España, tomando como hilo conductor la historia moderna de la ingeniería—, El Escorial es un modelo sintomático de cómo la arquitectura también crea una imagen de autoridad. “Es un lugar del que es imposible abstraerse de su idea de poder cuando estás dentro de él”, dice. Hoy, su aspecto impecable y cuidado no debe llevarnos a pensar que no sucede nada dentro de sus muros. Según el escritor, “se traman en su interior y casi en secreto unas obras que transformarán el aspecto de su estancia principal”. Un relato que continúa vigente y parece no tener fin.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.