En el mundo hay dos clases de personas: las que empiezan el segundo piso de la caja de galletas sin haber terminado el primero y las que no

Están las que planifican cada viaje de la mesa a la cocina y de la cocina a la mesa con tal de aprovecharlo y, de una tacada, llevar todo lo necesario. Otras van y vienen cien veces

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

El mundo se divide en dos clases de personas, las que tiran a la basura el bote de salsa de tomate a los dos días de verlo abierto y dando vueltas por la nevera y las que creen que la existencia misma de las fechas de caducidad es un mito y que la comida está buena hasta que no lo está; las que palpan y voltean todos los melocotones de la cesta para comerse el que está más maduro y es más susceptible de estropearse antes, y las que eligen el primero que pillan sin mirar; las que tienen dispensadores a juego para jabones y detergentes y los mantienen siempre relucientes, llenos y con los pitorros bien enjuagados, limpios de rebabas resecas, y las que simplemente dejan la botella verde acabada de comprar al lado de la pica, junto a la vieja, que reposa bocabajo, apoyada contra el cesto de los estropajos, esperando a ser llenada con un chorrito de agua y sacudida para apurar las últimas gotas. Unos tienden siempre la bayeta, limpia y bien desplegada, en el escurridor, para que se seque entre uso y uso, otros la dejan apretujada, goteando, babosa, hecha un ovillo, encajada entre el grifo y la pared.

Los hay que parecen ser capaces de perseguir durante horas y con alevosía las últimas cuatro lentejas del plato dando golpecitos insistentes con la cuchara contra la loza, otros dejan el plato limpio sin que nadie se haya podido dar cuenta siquiera de que han comido; algunos se ensañan con el tarro de cristal del yogur con tal fervor que el repiqueteo suena a las noventa y ocho campanas del carrillón de la Catedral de San Romualdo, otros tiran el tarro a la basura sin mirar después de la tercera cucharada sopera, dejando la mitad de yogur en el envase. Al echar sal, los hay que parece que asusten moscas y mueven la mano compulsivamente para terminar soltándola toda en un pequeño montoncito en el centro de la tostada; hacen lo mismo con las aceiteras. Otros, en cambio, parecen tener la virtud de repartir los aliños a la perfección mediante una sola grácil pasada o, en cualquier caso, de no preocuparse demasiado por esto.

Medio mundo guarda en el armario rinconero del extremo de la cocina todas y cada una de las sartenes viejas, abolladas, ralladas, maltrechas, que ha tenido a lo largo de su vida, por si un día viene la guerra y les pilla con sartenes nuevas y ninguna vieja; el otro medio se rige por el dogma de la ligereza estricta de Robert de Niro en Heat, y no se ata a nada que no pueda dejar atrás en menos de treinta segundos cuando la poli te pisa los talones. Unos viven colmados de cacharros, compran cada nuevo artilugio culinario electrónico que sale al mercado y renuevan el ajuar de cacerolas y la goma de la cafetera cada seis meses; otros llevan toda una vida alimentándose guardando una sola sartén en el horno y, en el primer cajón, poco más que una puntilla oxidada, dos bolígrafos promocionales secos, un amasijo de gomas de pollo, migas de pan, un par de pinzas de tender y tres cuchillos de sierra desparejados; baten las claras a punto de nieve con un tenedor en un plato hondo, y los pasteles les salen bien.

Para algunas personas, la ley que prohíbe empezar el segundo piso de galletas de una caja antes de haber terminado con las del primero es sagrada; para otros, la vida es abrir la caja, coger las que más les apetezcan, y preocuparse por cosas importantes, y no por nimiedades. Los primeros suelen dejar su parte favorita de un plato para el final; los segundos no encuentran ninguna razón que justifique postergar un placer que tienen al alcance de la mano.

Hay gente que sale de casa con la idea de comprar cuatro plátanos, que va al mercado, coge sus cuatro plátanos, los paga, y se marcha. Otros van a por plátanos, pero al ver unas ciruelas vistosas y jugosas al lado de unos plátanos demasiado negros, cambian de parecer. Los hay quienes planifican cada viaje de la mesa a la cocina y de la cocina a la mesa con tal de aprovecharlo y, de una tacada, llevar todo lo necesario. Otros van y vienen cien veces, ahora a por el cucharón de servir, ahora a por el pan, ahora a por el agua fresca. Unos abren el paquete de plástico de macarrones con unas tijeras, minuciosamente, con cuidado de no estropear la pegatina del autocierre, para poder volver a cerrarlo después de verter al agua la cantidad justa de pasta; otros tiran de las juntas termo selladas de cualquier manera y, si el envoltorio queda inservible, bien lo guardan dentro de una bolsa de plástico del supermercado anudada, bien cuecen toda la pasta del paquete de un tirón, que, total, por lo que queda.

Hay quien guarda la ensalada sobrante de la comida en la misma fuente de servir, a la intemperie, en la nevera, colocada en equilibrio encima de las botellas de champán. Hay quien hace un esfuerzo extra para evitar que la ensalada sobre o quien la vierte en una fiambrera y la deja bien tapada en un estante a la vista, para que sea lo primero en salir a la mesa para la cena.

Yo me siento incapaz de abordar grandes conflictos mundiales. Mi compromiso para con el mañana es no irritarme por sandeces o, al menos, por una sandez menos que hoy.

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