492 días en la vida del menor número 21

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492 días en la vida del menor número 21

El director del centro de menores seleccionó a cuatro internos para un reportaje de EL PAÍS, pero entre ellos recomendó a uno: “Hay chicos que llegan en el cero y se van con un 10. En este caso, está en un cuatro, pero es que llegó con un -20“. “Tiene una historia que contar”, advirtió, “y sabrá cómo hacerlo”. Este es el viaje de sus últimos seis meses hacia la libertad

El director del centro de menores seleccionó a cuatro internos para un reportaje de EL PAÍS. Pero recomendó a uno: “Hay chicos que llegan en el cero y se van con un 10. En este caso, está en un cuatro, pero es que llegó con un -20″. “Tiene una historia que contar”, advirtió, “y sabrá cómo hacerlo”.

Él es el número 21. Esa es la identificación de su taquilla, de su almohada y de toda su ropa. Muchos otros lo tuvieron antes que él y otro chico lo heredará cuando salga a la calle. Número 21. Ese es su dorsal aquí dentro, en el centro de menores, y también los meses de internamiento a los que ha sido condenado. 29 de abril de 2022 – 18 de enero de 2024, el día que entró y el que debería marcharse; el tiempo de vida que se le augura en el interior de estos muros y que, como si fuera una lápida, tiene anotados junto a su cama. Pablo es el número 21: autor probado de seis robos con fuerza en diversos establecimientos. Empieza su internamiento con 17 años, saldrá con 18.

En España hay 82 centros de menores, seis de ellos en Madrid, gestionados por la Agencia Para la Reeducación y Reinserción del Menor Infractor. El suyo tiene 24 plazas.

Su régimen es semiabierto, es decir, tiene derecho a permisos y a hacer actividades fuera del centro según su evolución. Pero las primeras semanas, hasta que se decide un plan específico para él y el juez lo aprueba, el menor no puede salir. Dentro no se habla de condenas, sino de medidas. Sus habitantes no son presos, sino menores infractores. No viven en celdas, sino en habitaciones individuales que se cierran con llave y tienen una ventanita en la puerta para que se pueda ver siempre desde fuera lo que pasa dentro. Las paredes están llenas de mensajes y palabras escritas por los chicos que han vivido en ellas. Él es el autor de algunas:

“Al principio es duro, pero el tiempo pasa. Nunca se congela, soldado”.

Con el propósito de proteger la identidad del joven y facilitar su reinserción, su nombre ha sido cambiado y su rostro permanece oculto. Todas las ilustraciones y las tipografías de este reportaje las ha realizado el menor. Las frases que acompañan a las fotografías son las que él escribió en las paredes de su habitación. El marco que rodea este especial es una réplica de uno que él pintó en su cuarto.

Pablo, sentado en la cama de su habitación tras recibir las nuevas sábanas y mantas limpias. La almohada de Pablo, etiquetada con el número 21 al igual que el resto de sus pertenencias y objetos.

El día que se presentó ante los periodistas, Pablo estaba sentado en la sala de videoconferencias de la primera planta del centro. Observó y analizó la propuesta de acompañarle semana tras semana “hasta que él quisiera”. “Ya veremos”, comentó. Al final, han sido seis meses, los últimos de su medida judicial, los que EL PAÍS ha acompañado al menor número 21.

El suyo fue un ingreso voluntario después de recibir su sentencia condenatoria. Acompañado de Mercedes —la madre—, y de dos amigos mayores, Pablo se bajó de un coche azul frente al centro de menores y llamó al telefonillo. El chico se alejaba de una vida que todavía le gustaba. Estaba asustado porque a los antiguamente conocidos como reformatorios uno sabe cómo entra pero no cómo va a salir. Estaba furioso porque no sabe vivir acatando órdenes de nadie. Pablo estaba, además, muy colocado. Madre e hijo traspasaron la puerta roja que da entrada al edificio. Se despidieron en el recibidor, sentados en unos bancos de madera con aspecto medieval. Él no derramaría ni una lágrima hasta quedarse solo en la celda de aislamiento. Fue una tarde fría.

A los pocos días, en la puerta metálica de la habitación de aislamiento escribiría una frase: “No veo, no hablo, no escucho”.

Su primera reacción fue común y previsible: encerrarse en sí mismo. Aunque hay una serie de normas comunes, cada menor tiene un plan más o menos personalizado que se irá adaptando según avance por las cuatro fases del internamiento: observación, inicial, medio y avanzado. Todos cuentan con la figura del tutor, educador, psicólogo y trabajador social. Algunos estudian la educación secundaria durante el tiempo que dura su medida, otros hacen cursos o empiezan a trabajar. Los educadores y psicólogos saben que ponen unas herramientas, en un ambiente controlado y estable como es el centro, pero que, al finalizar la medida, los chicos regresan a su hábitat natural, donde todo depende de ellos. Los menores siempre tienen cerca a varios miembros de seguridad. Un centro no es una guardería ni una cárcel. El desayuno se sirve en tres turnos separados entre las 8.00 y las 8.30. Las luces se apagan a las 00.00. Entre medias, hay ataques de ira, desencuentros, peleas, pero también abrazos y estallidos de risa.

Según los informes iniciales, Pablo es un joven complicado, impredecible y volátil que responde sobre todo a sus instintos. Sin embargo, goza del carisma natural de quien solo sabe ser auténtico. Es delgado y esbelto. Un flequillo rubio y lacio endulza su rostro juvenil poblado de acné mientras en sus ojos marrones y achinados que se clavan como dagas puede percibirse toda la tensión de sus pensamientos. En la calle siempre estuvo mejor que en casa, y la calle está en cada una de sus palabras y de sus silencios.

Pablo, en su habitación del centro de menores, ordena algunas camisetas en la estantería.
Pablo, en su habitación del centro de menores, ordena algunas camisetas en la estantería.David Expósito

–¿Eres un delincuente?

–Aquí me llaman menor infractor. He sido y soy un poquito delincuente. Si estoy preso, ¿qué voy a ser? Pero soy una persona igual que todos. Además, puedo ser un trabajador, sé hacer de todo, cosas buenas y cosas malas. Diría más que soy un trapichero nato, eso sí.

Llegó al centro con un altísimo nivel de consumo en sustancias estupefacientes. El síndrome de abstinencia jamás le ha abandonado del todo. Estrés, ansiedad, depresión y un trastorno en su carácter feroz provocados por el mono acrecientan su violencia a causa del encierro ininterrumpido durante los primeros meses.

Pablo deambula despistado por la habitación tras recibir una sanción de una semana después de un enfrentamiento con una educadora. Durante estos días hace todas sus actividades separado del grupo. Resignado en su soledad, camina con pasos pequeños para que el trayecto de pared a pared le parezca más largo. Unas veces lo hace descalzo, otras en chanclas y, en alguna ocasión, por darse el gusto, luciendo unas Nike TN de color negro con las que se siente “potente”.

Por momentos se detiene, aparta las cosas del suelo y realiza unas 30 o 40 flexiones en tandas de 10 que va contando en alto. Vuelve a caminar de esquina a esquina en la “celda” donde sus ideas giran sin descanso. Luego volverá a tumbarse en el colchón, pensando, oyendo los ruidos, los pasos que se alejan y vuelven a acercarse; viendo cómo los días van y vienen alrededor de este lugar donde el tiempo, sin expectativas, es eterno. En ocasiones, como anoche, reza un par de veces el Padre nuestro “por ver qué sale”. “Si Dios existe de verdad, aquí también tiene que estar”, afirma.

Pablo realiza flexiones en su habitación del centro de menores.
Pablo realiza flexiones en su habitación del centro de menores.David Expósito

Tiene una frase en la cabeza que no es suya: “No existe libertad sin cárcel ni cárcel sin libertad”. Pertenece al libro que tiene abierto boca abajo en la encimera para no olvidar por qué página se ha quedado. Es La cárcel, de Jesús Zárate, premio Planeta en 1972. Será a la postre una de sus mayores compañías.

Pablo fue huérfano muy pronto, antes de nacer. Su progenitor se marchó y nunca regresó. Las ausencias han cincelado su carácter extremo. La del padre, al que ha tratado de localizar sin éxito en varias ocasiones, la encara desde la rabia y la frustración. “Este señor, ¿por qué no me quiere conocer? ¿Por qué no quiere saber de mí? ¿Qué le he hecho?”, se cuestiona. “Da igual, las respuestas que tú necesitas al fin y al cabo nadie te las puede dar. Puedes imaginar un por qué, te haces una idea, pero no sabes la verdad”, confiesa. “Es que eso no se le hace a un hijo. Creas un agujero en mí”, sentencia.

En cambio, a la abuela Rosa —fallecida cuando Pablo tenía siete años— la busca en sus recuerdos desde el amor incondicional que esta le profesó. Un viejo zapato ortopédico con motas de yeso incrustadas en el velcro le acercan a ella. Primero perteneció a la abuela, que sufría problemas en los tobillos; el verano pasado fue heredado por el joven tras una rotura en esa misma articulación. Hay días que el joven olvida su existencia. Muchos otros, en cambio, lo agarra fuerte con las manos, y con los ojos cerrados lo aprieta contra sus labios resecos para encomendarse así al que dice ser su ángel de la guarda. Es un objeto sagrado que nadie salvo él puede tocar. Ella es su foto de perfil de WhatsApp. Con ella durmió unos años en el sofá cama del salón. Unos días antes de la publicación de este reportaje se atrevió a visitarla por primera vez en el cementerio.

La madre de Pablo acumula deudas que no es capaz de saldar con su propio sueldo. Con frecuencia acude a las colas de los bancos de alimentos. Vive en un bajo que heredó de la abuela Rosa junto a sus tres hijos, cada uno de un padre distinto. Él es el mediano. La casa, de unos 50 metros cuadrados, casi siempre ha sido cobijo de más familiares. Allí vivió una tía con sus hijos, sus primos. De cuando en cuando, en mitad de la madrugada, aparecía otro tío, que pasaba por casa solo para saludar a Rosa. El hombre fue un atracador de bancos de cuyos robos se hizo eco la prensa de la época. Falleció en la cárcel de Zamora.

—¿Era este tu destino, la cárcel?

—Tú eliges ser este tipo de persona, pero claro que no es casualidad. Nada lo es. Hay situaciones que te obligan, o no ves otra salida en ese momento. ¿Cómo va a conseguir dinero un niño de 13 años si sus padres no se lo dan? ¿A qué se tira un chaval de mi perfil? Que yo iba al instituto con agujeros en las zapatillas… No soy malo, he hecho cosas malas, a veces porque te gusta y a veces por necesidad.

La sombra de Pablo se proyecta en la pared a última hora de la tarde.
La sombra de Pablo se proyecta en la pared a última hora de la tarde. David Expósito

A raíz de la muerte de Rosa, y sobre todo con el inicio del instituto con 13 años, su personalidad salta por los aires. Comienza a trapichear y a cometer los primeros hurtos. Poco a poco se atreverá con misiones más importantes hasta que a los 16 se asienta en un punto de venta de droga y desde ahí suministra a todo el barrio, incluidos los padres de sus amigos. No será la droga quien le condene. La obsesión por el dinero y la adrenalina del poder que le aportan los robos acabarán siendo sus verdugos:

—Robar es adictivo cuando te sientes capaz de ello. Será una semilla que crezca dentro de ti y no te abandone. Si te sientes capaz, siempre está el riesgo de volver a hacerlo. Te transformas por completo cuando tienes el poder. Ahí, yo soy otro. Otro que debe de estar dentro de mí. Eso sí, ahora me tendrían que rugir las tripas para hacerlo.

Desde la entrada al centro, la fidelidad de algunas amistades se tambalea por completo. Un mal común entre la mayoría de chavales, que se mueven en círculos donde las relaciones se sustentan en el interés. “El que te quiere te busca”, reconoce con aparente indiferencia.

Si Pablo se coloca en una esquina de la ventana del baño, puede asomarse y ver por un pequeño hueco entre los árboles del patio cómo algunos compañeros juegan en las pistas deportivas.
Si Pablo se coloca en una esquina de la ventana del baño, puede asomarse y ver por un pequeño hueco entre los árboles del patio cómo algunos compañeros juegan en las pistas deportivas. David Expósito

Saca de entre unos papeles arrugados cuatro cuartillas del tamaño de un DNI que cualquiera tiraría a la basura. “Es la carta de mi colega Alberto. Solo me han escrito dos personas desde que llegué. Él sabe por lo que estoy pasando. Y yo sé que es mejor estar aquí que donde está él: preso en una cárcel de Madrid”, explica. Antes de leer en voz alta la contestación que le tiene preparada, revela con osadía que no está dispuesto a pasar otro verano más encerrado, y está muy cerca de tomar una gran decisión: la fuga. Algo que supondría vivir con una orden de busca y captura o bien regresar pasado un tiempo y retrasar aún más el momento de pedir la libertad vigilada.

Escuchar la carta
Escuche la carta

A Pablo le sorprende formar parte de una estadística. Concretamente la que señala que en el año 2022, 14.026 menores recibieron una sentencia judicial condenatoria en España, de los cuales más de 2.000 corresponden a la Comunidad de Madrid. “Nos han pillado a un huevo”, apunta con sorna. El objetivo de estos centros es la reeducación. Muchos de los menores encuentran aquí por primera vez en su vida horarios que cumplir y rutinas que seguir. Pablo, por ejemplo, finalizó a finales de abril sus prácticas en un taller de motos en Entrevías y después se sacará el carnet de carretillero que le habilite para trabajar de mozo de almacén.

Geli es la psicóloga del centro que ha trabajado con Pablo desde el primer día. “Es uno de los chicos con el que hemos realizado una de las intervenciones más intensas. Se sale de todas las clasificaciones, habría que inventar un nuevo manual para él”, asegura. Para la experta, el chico tiene “altas capacidades que nunca se han diagnosticado”. Geli explica que hasta que llegó al centro, el chico nunca había tenido un éxito formativo y en su estancia en él ha ido encadenándolos. Primero en los talleres y los cursos y luego en las prácticas en el taller. “Pero ha sido a base de mucho trabajo, los primeros cinco meses apenas hubo avances”, recalca.

Hubo un hecho puntual que propició un cambio de rumbo. En su investigación sobre el entorno y el camino de Pablo hasta llegar aquí, Geli contactó con una orientadora que había trabajado con Pablo en su centro escolar desde los cuatro hasta los nueve años. Le contó que en ese tiempo había sido imposible trabajar con él en clase y que había llegado a pincharle las ruedas. “Y aun así, me lo habría llevado a casa sin dudarlo”, concluyó aquella llamada. Ese día, antes de la consulta con el psiquiatra, Geli le dio a Pablo recuerdos de su antigua orientadora. Esa conexión con la infancia fue fundamental. Fue el primer día en el que el chico reconoció que necesitaba tratamiento. Poco después fue admitiendo más cosas, como que a veces se encontraba triste o que le costaba mucho confiar en nadie. “Si él hubiera tenido desde el principio el apoyo que ha tenido aquí y la atención a sus altas capacidades...”, reflexiona la psicóloga. Se nota el cariño que ha cogido al chico en este tiempo, algo que confiesan otros trabajadores del centro. “Es mi favorito”, confiesa una educadora un día en voz bajita.

En su habitación, Pablo escucha música, sobre todo rap italiano, francés y las últimas canciones de los mejores chavales de su barrio, con un viejo MP3 cubierto de inscripciones a boli. El chico vuelca ahí su creatividad desbordante y los pensamientos que recorren su mente a la velocidad del rayo. Es capaz de improvisar versos que lanza al aire y rara vez deja por escrito. Algunos, sin embargo, sobreviven al olvido entre decenas de folios sobre su escritorio:

La calle me robó mi inocencia,

Se quedó con mi esencia.

Sin quererlo, tal vez,

Me empujó a la delincuencia.

El escritorio de Pablo, pintado con un Charles Chaplin que el joven dibujó inspirado en una imagen similar que encontró del artista. La televisión de la sala común del grupo II al que pertenece Pablo. Sus programas preferidos son los relacionados con investigaciones policiales y crímenes.

Tiene una lucidez que confronta con el sistema y sus códigos de justicia. “Aquí lo que pasa es que tienes que aceptar la autoridad por obligación. Acostumbrado a hacer y deshacer lo que me apetezca, aquí todo lo hago en contra de mi voluntad. Siempre voy acompañado, siempre necesito el permiso de alguien. No eliges nada, ni siquiera el silencio. Hay quien lo acepta antes y quien lo acepta después, como yo”, confiesa.

—¿Cómo te llevas contigo mismo?

—Ayer lo hablé con mi psicóloga. Que no estoy a gusto. ¿Por qué soy así?, le digo a veces. Tengo tristeza dentro de mí, estoy triste muchos días. También me medican por eso, por la depresión. Doy mi palabra de que es así. Aquí no estás bien. Encerrado en la habitación se te saltan las lágrimas. Aquí todos lloran, y el que diga que no, miente. Piensas, recuerdas, ves lo que pierdes. Yo qué sé. Aunque te obliguen las circunstancias, aunque no lo tuvieras fácil, eres el responsable. Soy el responsable.

—¿Existen aquí días felices?

—Bueno… Supongo que cuando te olvidas de dónde estás. El día que me sale un buen partido de baloncesto me voy más satisfecho. Sí que hay veces que me digo: “¡Olé tus huevos, Pablito!”

—¿Como cuáles?

— Pues aquí dentro cuando logro controlar la ira, que no pasa muchas veces. Ahí fuera me pasa si llevo dinero a casa… Sin hacer daño. Cuando entré no quería que nadie me tocara ni me mirara, pero les dije una cosa: “Quiero trabajar”.

A principios de junio, los días, las horas, los minutos pesan en la moral de Pablo casi tanto como el calor sofocante del exterior hasta socavar su aparente confianza en sí mismo. En estos momentos ya es el menor más veterano. “Estoy cansado de ver cómo llegan chavales que se van antes que yo. Todos te piden que progreses, que avances. Yo solo quiero avanzar hacia mi casa”, reconoce.

Pablo, entrando al centro de menores después de una salida.
Pablo, entrando al centro de menores después de una salida. David Expósito

Sin embargo, tras sacarse el carnet de carretillero y empezar una búsqueda de empleo a través de portales de internet, un destello de ilusión se percibe en sus ojos cuando cuenta la última conversación con Fernando, el director del centro. “En cuanto consigas un curro pedimos la libertad vigilada y te mando a casa”, le dijo. Pero las buenas noticias no llegan solas y a los días se le notifica una nueva vista judicial, lo que provoca varios episodios de crisis de ansiedad en el menor por el temor de que se amplíe la medida en base a nuevos robos de los que se le acusa.

Uno de los pasillos del centro. Las habitaciones quedan a la izquierda, los ventanales con vistas a la calle, a la derecha.
Uno de los pasillos del centro. Las habitaciones quedan a la izquierda, los ventanales con vistas a la calle, a la derecha. David Expósito

Dos silbidos al final de la calle avisan de que Pablo respira aire libre. Ha salido del centro para un fin de semana. Desbloquea rápido su móvil y al máximo volumen empieza escuchar a su rapero italiano de referencia: Baby Gang. En una pequeña mochila lleva algo de ropa “buena para el finde” y otro par de zapatillas.

—¿Sabes? He querido llevarme el libro, el de La cárcel, me está interesando. Pero casi no entraba en la bolsa y para que no se estropeara preferí dejarlo.

—¿En tu casa has leído alguna vez?

— Nunca lo había pensado… La verdad es que no. ¿Me imaginas con un libro leyendo en el barrio como un intelectual? Mis amigos dirían: “Y a este, ¿qué le han hecho?”

Debe vivir con prisas para exprimir el tiempo. “Estoy recuperando la velocidad de la calle, de cuando siempre había algo que cobrar o algo que pagar”, explica. Al bajarse en la parada de su casa, se encuentra por sorpresa en la acera con su madre. Comparte con ella un cigarro. Ella le avisa:

—Tu hermano está en casa, en el sofá.

Tuerce el gesto, entra al portal, deja su mochila en la habitación, coge 35 euros y vuelve a salir de inmediato visiblemente enfadado. El hermano mayor, que durante toda su vida ha desempeñado el rol del padre —pagándole incluso la cuota mensual del equipo de baloncesto— no está atravesando un buen momento. Algo que le aflige y desanima. “Es alguien que quieres y no quieres que le pase lo que le pasa. Ya estoy acostumbrado”, alcanza a decir.

Pablo, en uno de sus permisos para salir del centro de menores.
Pablo, en uno de sus permisos para salir del centro de menores. David Expósito

A 20 minutos caminando de su bloque se encuentra la zona donde se concentra casi todo el tráfico de drogas del municipio. Allí es donde mejor se mueve. Es viernes por la tarde y como el resto de chavales de su edad, se coloca en la cola de la peluquería y espera su turno en la calle. Por un momento, todo el allí presente lleva un porro encendido. A pocos metros, un control policial que tiene a 10 hombres retenidos les mantiene a todos en tensión. “Estoy de permiso, ¿nos vemos luego?”, le dice a un conocido que pasa por delante del local antes de que llegue su turno.

Le recortan las puntas del flequillo y le pasan la maquinilla. Sale de la peluquería para caminar sin rumbo. Comienza a realizar llamadas para ver quién está “activo” en la zona. Finalmente localiza a un amigo algo más pequeño que ha comenzado a pasar hachís. Ambos se emplazan a quedar de nuevo por la noche. La plaza es un desfile de rostros conocidos, un paisaje de establecimientos que Pablo atracó en el pasado. “El barrio no cambia, y yo no quiero ser el mismo”, comenta relajado. Cuando empieza a sentirse mareado, pide permiso para poner una base de rap en Youtube como si aún estuviera en el centro. Un deje que se le ha quedado grabado por lejos que esté del reformatorio. Cierra los ojos, da una última calada e improvisa versos y estrofas que por pudor prefiere que no se publiquen. Durante cinco minutos escupe sus pensamientos, creando metáforas e imágenes poéticas donde habla de la inestabilidad de la calle, del día que le detuvieron, de su madre, de su abuela, de las amistades que se rompieron. Una oda de pareados a su propia soledad que termina cuando la música llega a su fin.

Pablo, desde su banco favorito de la plaza, observa la calle en uno de sus permisos.
Pablo, desde su banco favorito de la plaza, observa la calle en uno de sus permisos. David Expósito

Estas últimas mañanas el pelo de Pablo huele a coco cuando sale de la ducha. Lo acaban de ascender a nivel medio por buena conducta y ahora sí puede decidir el champú que quiere utilizar. El 31 de julio le citaron para una entrevista de trabajo y en la jornada siguiente ya montaba palés en un almacén de mecánica de coches. Cuando vieron que apenas tardaba 20 minutos por cada bloque, todos le preguntaron dónde había aprendido a hacerlos. Estuvo tres días porque era temporal, pero rápido encontró otro empleo a media jornada en una nave del Alcampo de Alcobendas por 700 euros de los que una parte se los dará a la madre.

Durante su día de descanso, desde una sala común del centro, el chico esboza una media sonrisa de las cosas que se consiguen por primera vez. Se asoma a la ventana. “¡Mañana salgo!”, le grita emocionado a un compañero que va por la acera de enfrente. “Me veo más fuera que dentro. Como que me siento realizado. Estoy más en la calle que aquí, huelo un poco el final”, cuenta.

Pablo observa la calle desde la sala de videoconferencias.
Pablo observa la calle desde la sala de videoconferencias. David Expósito

— Y ahí fuera, ¿qué crees que te espera?

—Lo de siempre. El barrio es el mismo, las cosas solo cambian de manos, pero nada más. Yo quiero trabajar, seré un currela con mis trapicheos. Me gustaría grabar canciones, hacer rap. Habrá quien se lo hayan dado todo mascado, yo no he tenido esa suerte. ¿Tú ves a la madre de un pájaro cómo le da masticada la comida a sus hijos? Ojalá me la hubieran masticado a mí.

Un mes después, al comprobar que se estaba mostrando aplicado y responsable en su trabajo, el director del centro decide cumplir con su promesa de emitir un informe favorable para que se le conceda la libertad vigilada. La cita con el juez será el 18 de septiembre a las 11.40.

Pablo aparenta estar tranquilo los días previos. Desde el centro reconocen que se encuentra de los nervios. Prefiere no recoger nada, no preparar nada, no imaginar nada por si al final fracasa. Se ha levantado congestionado, lleno de mocos, y no para de pedir papel higiénico para sonarse la nariz. Ha desayunado dos yogures y un café, nada sólido como de costumbre.

Don Víctor, el juez de menores de Madrid, tiene vista con dos chicos antes de él.

La vista durará apenas unos minutos. Intervendrán la abogada de oficio, los técnicos y el juez, con la presencia del director del centro en la sala. Tras una fría intervención de don Víctor después de leer los informes, Pablo, sentado frente a la pantalla telemática, le pregunta:

—Entonces, ¿me puedo ir?

—Sí, Pablo, puedes marcharte—, responde don Víctor.

Hasta que lleguen los papeles, deberá almorzar con el resto de menores de su grupo en el segundo turno de comidas. Todos, compañeros y profesionales del centro, le despiden con felicidad y también la mirada escéptica de no saber qué puede suceder en el futuro cuando se asiente en el barrio.

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Sube a la habitación, mete todas sus cosas en dos bolsas, decide regalar algunas prendas a los chavales de su planta y, antes de cerrar la puerta metálica por última vez, le da un beso más al zapato de la abuela Rosa. A continuación enciende el móvil, que al recuperar la conexión le notifica el último mensaje que llegó anoche:

—Suerte hermano, llegó tu hora—, le escribió un amigo.

Pablo sujeta varias bolsas de ropa y pertenencias en la puerta del centro de reforma tras obtener la libertad vigilada.
Pablo sujeta varias bolsas de ropa y pertenencias en la puerta del centro de reforma tras obtener la libertad vigilada. David Expósito

Tras llamar varias veces a su madre y a su hermano mayor sin que ninguno se lo coja termina por desistir.

—¿Podéis llevarme?—, pregunta.

En el trayecto, Pablo vuelve a rapear. Baja la ventanilla. Respira. La semana pasada avisaba que estaba “preparado para marcharse solo”. Tal vez no fuera del todo sincero en ese momento o tal vez debajo de su armadura de guerrero esperara que la libertad fuera otra cosa —un poco más feliz—, pero de repente se muestra vulnerable como nunca y sorprende con un último pensamiento: “Tal vez lo vaya a echar de menos (el centro)”.

Por el cielo se cruzan dos aviones a baja altura que llegan al aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas. Pablo nunca montó en avión. Mientras tanto en los arcenes de la carretera se suceden los grafitis de antaño en las noches de adrenalina y acción. “¡Ahí, ahí!”, grita mientras los señala con el dedo. Por ejemplo, aquel en el contador eléctrico de una fábrica, ese otro en la valla del Maxi China o este de la última glorieta antes de llegar a casa. Dice que del barrio que ama y odia al mismo tiempo solo salen los que se marchan lejos.

Pablo trata de que el aire le de la cara en el trayecto de vuelta a su casa tras recibir la libertad vigilada.
Pablo trata de que el aire le de la cara en el trayecto de vuelta a su casa tras recibir la libertad vigilada.David Expósito

–¿Dónde te irías si pudieras?

Antes de ofrecer una respuesta, el chico guarda el móvil, revisa la riñonera, agarra las bolsas y saca las llaves de casa para bajarse cuanto antes del coche.

–Creo que a Estados Unidos. Sí, tal vez a Nueva York.

A día de hoy, Pablo vuelve a vivir en su barrio. Encadenó varios trabajos que expiraron a los pocos meses. Un amigo le ha preparado un sencillo estudio de grabación para hacer rap. “Vale mucho más que el resto. Si no lo intenta con ese talento, dejaré de hablarle”, comenta el colega. Hay otro miembro del grupo que, cuando Pablo tira a la basura alguno de sus dibujos, él los recoge y les hace una foto con el móvil. “Algún día valdrán algo”, apunta.

Créditos

Coordinación: Brenda Valverde Rubio y Guiomar del Ser
Diseño y dirección de arte: Fernando Hernández
Desarrollo: Alejandro Gallardo
Edición de vídeo: Julia Jiménez y Eduardo Ortiz
Edición: Luis Gómez y Berta Ferrero

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