José María, de bruja a aparcacoches de choque en San Isidro
Así trabaja el hombre que regenta una de las atracciones que más atención recibe durante las fiestas
José María López Alonso (56 años), dirige con puño de hierro la “autopista de coches Hollywood” —los coches de choque― de la feria de San Isidro. De hecho, niega el acceso a una niña porque todavía es “muy pequeña”. Nadie se cuela mientras él vigila, y, sin embargo, jamás grita, ni gesticula de más. “No tengo galones, pero hago lo que quiero”, explica. Sabe ganarse el respeto de los chicos que cada día acuden a la “plaza de los pillos”, como define con sus compañeros feriantes esta atracción mítica.
Viste de negro, vaqueros pitillo descosidos, camiseta ajustada, zapatillas retro de mercadillo y una gorra que cuando llega la noche le oscurece el rostro, curtido por los años y la feria. Es fumador empedernido, cada dos o tres viajes se prende un pitillo. “Empecé con el vicio a los 12 años”, comenta. Cuando descubrió en el verano de 1976 la feria en Avilés, su ciudad natal, y el Tren de la Bruja.
Presume de buena memoria. Describe como si fuera ayer el día que vio por primera vez esa atracción parecida al pasaje del terror en la que la gente monta en un tren, mientras dos personas disfrazadas de brujas les asustan durante todo el viaje. “Yo no podía subir, mi padre ganaba poco dinero y ninguno de mis hermanos mayores tenía trabajo. Así que me quedé apoyado en la valla toda la tarde”, recuerda. Hasta que el jefe del tren le dijo: “¡Qué! Vete a comer a casa, ¿no?”. Joselito, como por entonces le llamaban, contestó que no, que aquello le gustaba. “Pues ven para acá que te pongo una careta, un traje y te pinto la cara”, respondió aquel feriante andaluz que marcaría el resto de su vida.
Era un niño bajito y enclenque con una media melena repeinada. “Siempre me gustó bailar”, confiesa. “En casa me ponía música de la época y bailaba en el salón mirando a la pared para que mi madre me viera. Cuando me daba la vuelta, allí estaban todas las vecinas del edificio. Me aplaudían y me sentía bien”, recuerda con nostalgia. “Tú tienes que ir a la tele”, le decía su madre. “No, yo quiero ser bruja”, respondía él. Nadie le enseñó a actuar ni a pintarse, aprendió a base de prueba y error, muchas veces soportando burlas, aunque siempre se sintió protegido por el personaje. Se ganaba la vida de pueblo en pueblo, viajó por toda España y quedó atrapado hasta el día de hoy en este mundo de atracciones.
Fue bruja hasta los 20 años, cuando se casó con su primera mujer. “Ha sido el trabajo de mi vida. Nunca he vuelto a ser tan feliz. Conseguía el orgullo de la gente, esa es la mayor satisfacción para un artista”, cuenta.
“Para ser una buena bruja, hay que llenar de vida el traje. La gente piensa que nos disfrazamos, pero el traje por sí solo no vale nada. Si no sabes manejarlo no tiene vida. El que vale, vale, y el que no, no tiene nada que hacer”, afirma José María. “De todo aquello solo quedan recuerdos. Y una habitación en casa de una hermana mía que se murió, en Asturias, donde tengo colgadas en la pared todas las caretas que utilicé. Antes sí soñaba que volvía al tren, pero ahora no. Siempre soñaba lo peor: que me pillaba la máquina, que se me caía la careta…”, añade
José María se levanta a las siete y media de la mañana. Repara, pinta y pone a punto la instalación para que un día más las luces se vuelvan a encender. A mediodía, el calor es sofocante en Madrid y no le queda más remedio que refrescarse y quitarse la grasa de las manos con una manguera, antes de acicalarse y ponerse la indumentaria de hombre de negro.
El jaleo comienza a las cinco de la tarde. Los primeros en llegar son siempre Zeus, Saúl y Abraham, tres niños de no más de 12 años, hijos de feriantes que gastan las primeras fichas. Hoy vienen con otros dos, mayores. Antes de que suene la bocina, Saúl dice: “¡Eh chavales! A por esos de detrás.” Y la pandilla se organiza para estropear la cita de una pareja de quinceañeros que se las prometían muy felices al volante. Saúl y sus amigos conducen con maestría, a una mano y mirando hacia atrás. Pero ninguno como José, que aparca a la pata coja mientras enciende otro cigarro.
La tarde se anima. José se coloca en una esquina, junto al altavoz donde retumba reguetón clásico. La lista de música parece que no se ha actualizado desde que comenzó la pandemia. Bad Bunny acaba de sacar nuevo disco, pero aquí Daddy Yankee sigue siendo el rey. Llama la atención la cantidad de policía que hay este año en San Isidro. “Nunca he visto tantas ganas de pelea en los chavales como ahora”, asegura el feriante.
José tiene ganas de retirarse, de dejar la carretera. “Con una pensión de 200 euros me conformo. Eso y una mujer que me quiera”, bromea. Sus manos, duras y ásperas, hablan por él de todo el trabajo que lleva a las espaldas. Hoy acabará pronto, a las 12 de la noche, y se quedará hasta la una y media recogiendo todo para mañana volver a empezar.
Se anuncia el último viaje por megafonía. Un joven intenta subir a un coche con una lata de cerveza. José, implacable, lo impide. Un gesto con el dedo le basta para que el chico agache la cabeza y salga fuera a beberse el culín. Nada de alcohol en la “autopista Hollywood” mientras él la dirija con puño de hierro.
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