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Un caso de éxito: 22 niños tutelados por Madrid experimentan cómo se vive en familia durante un curso escolar

Un programa piloto selecciona durante la pandemia a menores que viven en residencias para integrarse en hogares. Este año no hay casas suficientes para los 60 candidatos apuntados

La familia Serrano Llábres en la puerta de su domicilio en Villanueva de la Cañada. En la imagen, de izquierda a derecha, Javi, Juan, Leticia, Irene (de pie) y Javier.  Foto: Víctor Sainz
La familia Serrano Llábres en la puerta de su domicilio en Villanueva de la Cañada. En la imagen, de izquierda a derecha, Javi, Juan, Leticia, Irene (de pie) y Javier. Foto: Víctor SainzVíctor Sainz
Berta Ferrero

Llamémosle Fede, un chico de 15 años, que vive en una residencia acogido por la Comunidad de Madrid, que hará de tutor, de padre y madre a la vez, hasta su mayoría de edad. Fede es uno más entre 1.382 menores que viven en 98 residencias. En su mismo caso está su hermana pequeña, que ha cumplido los 14. Ambos tienen que hablar. Fede debe tomar una decisión importante, si acepta vivir durante un curso escolar con una familia de acogida a la que no conoce de nada. Estudian la situación casi como dos adultos analizan una vida: él no quiera dejar sola a su hermana y ella prefiere que se aleje de algunas malas compañía en la residencia. Gana la hermana pequeña.

En las mismas fechas, hace un año, la familia Serrano Llabrés organiza otro cónclave. Javier e Irene, de 54 y 55 años, mandan un mensaje a sus cinco hijos para comunicarles que habían decidido dar el paso y abrir las puertas de su casa durante el curso escolar a uno de aquellos menores tutelados por el Gobierno regional. “¿Qué, qué, qué?”, responde por WhatsApp Juan, el mayor. “Esto hay que hablarlo bien”, matiza. La decisión tenía que ser consensuada entre los siete porque implicaba cambios en toda la casa familiar, situada en Villanueva de la Cañada. Alguno tendría que mudarse de habitación. Y a partir de ese momento todos compartirían espacio y rutinas con un desconocido que probablemente tuviera una mochila cargada con una vida complicada.

Las dos reuniones, la de Fede con su hermana, y la de los Serrano Llabrés llegaron a la misma conclusión. Y así fue como el chico callado que suspendía casi todas las asignaturas, bailaba kpop (un baile coreano) y tenía mil cosas en la cabeza, hizo una maleta y se instaló en Villanueva de la Cañada. Su vida, en un año, se ha transformado.

Fede es uno de los 22 menores que han formado parte de un proyecto piloto que la Asociación Estatal de Acogimiento Familiar propuso el curso pasado a la Comunidad de Madrid para evitar, según dice María Arauz de Robles, presidenta de esa entidad, “situaciones críticas a raíz de la pandemia”. Confinados todo el día en residencias, el desastre académico y emocional, ya de por sí bastante extendido, amenazaba con ser irreversible. “Aunque tengan las necesidades básicas cubiertas”, admite Alberto San Juan, director general de Infancia, Familia y Fomento de la Natalidad, “les falta lo emocional y terminan teniendo carencias”. Nació así el proyecto SOS Covid, que este año ha pasado a denominarse Un curso en familia.

De aquellos 22 voluntarios de hace un año, se ha pasado a 60 este curso. Pero hay un problema: solo 30 familias se atreven a acogerlos.

Las preguntas que se hacen las familias de acogimiento son obvias ¿Qué pasa si sale mal? ¿Y si no se adapta bien? Es difícil decidirse, tienen miedo a meterse en un túnel sin salida. Porque la etiqueta de niño problemático persigue a estos 1.382 menores, cuya corta vida está llena de dolor y dureza. La Administración toma su tutela por razones diversas y extremas, como que los progenitores hayan ingresado en prisión, tengan problemas graves de salud mental, con las drogas o el alcohol, o se produzca maltrato físico o abusos sexuales en el hogar. Han heredado una situación límite que no impide que, casi siempre, los niños renieguen de la distancia impuesta y quieran volver con sus padres. Y, a pesar de que solo son aptos para irse a una casa aquellos, como Fede, que tengan el visto bueno de los expertos con los que cuenta la Administración, el aterrizaje en una casa de acogida tampoco suele ser un camino de rosas. Arauz admite que se necesita paciencia a raudales y dosis extra de cariño.

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Una vez que dan el paso, los niños agarran fuerte la segunda oportunidad.

Ese es el caso de Fede. El chico valora ahora algo tan banal como poner y quitar la mesa, como hacía en su casa cuando era pequeño, y formar parte de las cenas familiares. Asume con total normalidad repartirse con el resto de la familia quién cocina cada noche. A él le toca hacerlo con Javi, el pequeño de la casa, de 13 años, con el que se ha especializado en hacer “macroensaladas”. Ha conseguido estabilizarse. Tranquilizarse. Integrarse. Este curso se encargó de avisar a la familia Serrano de que el proyecto continuaba otro año porque quería repetir. Y le ha ido de lujo. Ya ha dejado atrás la timidez (“al principio hablaba poco, llegaba y se encerraba en su cuarto a estudiar”, dice Irene) y se ha centrado tanto que después de repetir un curso ha descubierto que hasta le gusta el latín y la economía, dos peajes por los que tiene que pasar en el instituto para llegar a ser diseñador gráfico, una meta lejana pero ya no imposible.

Otro caso fue el de Lola, de 17 años, a quien le emocionó especialmente otro detalle sin importancia aparente: tener en sus manos las llaves para entrar y salir de su casa de acogida. Era un símbolo. La coronación de su propia montaña. Más que la comida, o la ropa, con las llaves en su mano pensó que por primera vez formaba parte de algo, que además le daba cierta libertad. Llevaba en la residencia desde los ocho años y a los 15 comenzó en su cabeza una cuenta atrás. A los 18 tenía que irse de allí y eso le quitaba el sueño. No estudiaba y no sabía en qué ganarse la vida. Tampoco quería volver con su familia biológica. Vivir en una de acogida le ha dado unas llaves y un futuro. Ha empezado a estudiar (y a aprobar) y quiere estudiar formación profesional.

Maca, de 13 años, agradeció que por primera vez alguien la recogiera por la noche, cuando salía con sus amigas, que estuvieran pendiente de ella y que pudiera dejar atrás el estigma. Quería ser “normal”, explicaba una y otra vez al matrimonio que la acogió hace un año, y por eso le pedía repetidamente que no revelara a sus amistades su historia real, que no era otra que su madre había desaparecido sin dejar rastro y dejándola a ella y a sus seis hermanos atrás, razón por la que había estado viviendo en una residencia de menores. Un año después, y a pesar de sus vaivenes emocionales, ha remontado el desastre académico en el que estaba instalada y tiene enmarcado en su cuarto el primer examen de Matemáticas que aprobó con un 9,25. Su objetivo ahora: quiere ser criminóloga.

Xena, de nueve años, supo lo que era llevar al colegio su fruta favorita metida en un túper o dormir con una luz encendida en su cuarto. También lo que es una noche de viernes con peli y palomitas en el sofá. Y asume ya con más naturalidad que cuando va a ver a su familia biológica (las visitas se mantienen siempre) puede tener bajones que ha aprendido a gestionar gracias a la mujer que la acogió temporalmente y que ha empezado los trámites para que sea de forma permanente.

Jesús Palacios, catedrático de Psicología Evolutiva en la Universidad de Sevilla, ha estudiado cientos de casos de menores como Fede, Lola, Maca o Xena y asegura que las consecuencias de la estancia en residencias, a largo plazo, no se pueden separar del hecho concreto que les hizo acabar ahí, es decir, de cuánto sufrieron en sus hogares y durante cuánto tiempo. También depende de las características del niño, “porque los hay muy frágiles y los hay muy resilientes”. “Hay que tener cuidado de no generalizar y no generar el perfil de que son inadaptados o peligrosos”, insiste Palacios sobre estos chicos, cuyo estigma les persigue pese a ser víctimas colaterales.

Lo que se ha encontrado, por lo general, son menores que con el paso del tiempo sufren “fragilidad emocional”, que desconfían de los adultos, “los cuales han sido fuente de peligros y no han estado a su lado de forma incondicional”. En la parte intelectual, continúa, suelen tener problemas de atención sostenida o focalizada, por eso les cuesta tanto concentrarse en los estudios, sumado a que no han aprendido el control voluntario de los impulsos.

Esa es la razón por la que un ambiente familiar, estable, donde emocionalmente se sientan seguros, se convierte en una especie de antídoto. “De repente florecen cuando se sienten queridos y protegidos”, avisa Palacios, que recuerda también que los menores “no son plantitas”. Eso requiere una capacidad educativa adecuada. “No buscamos héroes en las familias, necesitamos gente emocionalmente fuerte con mucho cariño que dar y que recibir”.

Irene no se planteó si era fuerte. Cuenta que ella había fantaseado varias veces con el hecho de ayudar a uno de estos chicos, pero Javier, su marido, había cerrado la posibilidad porque no era el momento vital adecuado. Sin embargo, algo cambió hace un año, cuando se enteraron del proyecto que se iba a poner en marcha para menores de entre 6 y 17 años y que duraba justo el curso escolar. “El hecho de que hubiera un espacio temporal concreto ayudó mucho. Porque piensas que el compromiso que adquieres, si algo no funciona, tiene fecha de caducidad”, explica él. Después se llevaron a Fede en verano, de vacaciones, y la unión se intensificó.

No son adopciones

Lo mismo le pasó a la familia Feo Recio. Javier y Reyes, de 50 y 49 años, se animaron el curso pasado porque el compromiso estaba acotado en el tiempo y a largo plazo “da un poco de miedo”. La experiencia para ellos ha sido “muy positiva”, aunque este curso no han podido repetir. Se vieron obligados a alquilar una de las habitaciones de la casa por temas económicos y se quedaron sin espacio. “Él no lo entendió, nos decía que no había hecho nada malo, y nos daba mucha pena. Pero ahora le recogemos los fines de semana para hacer planes familiares”, explica Reyes, que reconoce que han comprobado que estos chicos demandan mucha atención aunque “tienen más madurez para otras cosas”.

La familia Rodríguez Dotor en su domicilio en Madrid. De izquierda a derecha, Mar, Raquel y Juan Carlos.
La familia Rodríguez Dotor en su domicilio en Madrid. De izquierda a derecha, Mar, Raquel y Juan Carlos.Víctor Sainz

Otros, como la familia Rodríguez Dotor, lo tuvieron claro desde el principio. Raquel, la única hija que tienen Juan Carlos y Mar, había encontrado la horma de su zapato en el colegio. Tiene una discapacidad motora y se unió como nunca antes lo había hecho a Lola, la chica que se emocionó con las llaves de su casa, con otra discapacidad. Uña y carne, se pasaban el día juntas, así que la familia empezó primero a incluirla en sus planes y cuando se enteraron del plan piloto no dudaron en meterla en su casa.

Lola se recuesta en el sofá con la confianza que ha adquirido con el tiempo y respira tranquila porque ha congelado su cuenta atrás con la edad. Comparte con Raquel habitación, horas, vida y hasta escapadas por el barrio antes vetadas. Actúan como hermanas sin serlo.

Por eso mismo, porque no lo son, ni lo serán, Palacios y Arauz, como psicólogo y presidenta de la Asociación Estatal de Acogimiento Familiar, insisten en que estos acogimientos no son adopciones, sino un tránsito vital que sirve para que estos chicos crezcan con otros modelos familiares o referentes mientras esperan a que la situación en su casa mejore y puedan volver con sus padres. “Los niños son conscientes de lo que ocurre y sienten esa ambivalencia, quieren volver y viven los encuentros con sus familiares con alegría”, explica el psicólogo. La idea, por tanto, es ayudarles a establecerse, a evolucionar y a quitarse el estigma. “Luego, las personas no funcionamos como si fuéramos un metro, que dejan atrás paradas como si fueran capítulos cerrados de una vida. Si se ha creado un vínculo es bueno mantenerlo después y que haya sentido de continuidad. Que vean que el cariño no ha sido temporal o impostado”.

"Muchos viven en una residencia toda su vida"

El desconocimiento de los programas de acogimiento es una de las trabas con las que se encuentran los menores. Y eso que la modificación de la normativa en 2015 contempla por primera vez de manera expresa la prioridad del acogimiento familiar frente al residencial, en especial para los menores de hasta seis años.

Antes de que el programa Un curso en familia se pusiera en marcha en Madrid el año pasado a propuesta de la Asociación Estatal de Acogimiento Familiar (con el trabajo de otras como Familias para la Acogida y la Asociación de Acogedores Menores de Madrid —ADAMCAM— y la Fundación Soñar Despierto), en la región ya había 2.304 menores en acogimiento. De ellos, 1.357 están en lo que se denomina “familia extensa”, es decir, con personas que guardan un grado de parentesco con el menor, y 947 en “familia ajena”. Lo normal, en este último caso, es que encuentren esa suerte los más pequeños. Los demás (1.392), una vez que entran en un centro encuentran complicaciones para salir, a pesar de que los especialistas no recomiendan que vivan en una residencia más de dos años. “Muchos acaban allí toda su vida”, lamenta María Arauz de Robles, la presidenta de la asociación.

Dentro de las familias ajenas también existen diferentes modelos. Los de urgencia, destinados para que los menores de tres años no entren en una residencia. Los permanentes, cuando por la situación familiar se contempla la estancia indefinida. Y los temporales, en principio, pensados para dos años. Madrid fue pionera con el programa del curso escolar, más acotado en el tiempo aún. Galicia y Valencia lo están estudiando ahora.

En verano y los fines de semana hay otros programas más laxos para que los menores disfruten con familias.

 

Las personas interesadas en Un curso en familia pueden preguntar en aseaf@aseaf.org y acogimientos.familiares@madrid.org.

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Sobre la firma

Berta Ferrero
Especializada en temas sociales en la sección de Madrid, hace especial hincapié en Educación o Medio Ambiente. Ha desarrollado la mayor parte de su carrera en EL PAÍS. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Cardenal Herrera CEU (Valencia) y Máster de Periodismo de EL PAÍS.

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