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LA ESPUMA DE LOS DÍAS
Columna
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Pongamos que hablo de morir

Si existiera un nacionalismo madrileño, el himno oficioso de la ciudad que canta Sabina sería un curioso caso de chovinismo inverso

Joaquín Sabina, en una imagen de archivo de 1988. / Getty
Joaquín Sabina, en una imagen de archivo de 1988. / GettyFoto: Getty
Raquel Peláez

Cuando Joaquín Sabina presenta Pongamos que hablo de Madrid en La Mandrágora dice: “Esta es una historia de amor y de odio a una ciudad invivible pero insustituible”. También explica que la melodía es obra de un señor llamado Antonio Sánchez (aquel señor tan alto de Académica Palanca, ¿lo recuerdan?). En este bellísimo himno oficioso se nos habla de nuestra metrópoli como un lugar donde los niños buscan el mar en un vaso de ginebra, los pájaros visitan al psiquiatra, el sol es una estufa de butano y las estrellas se olvidan de salir. Menudo panorama: las dunas de Arrakis parecen más habitables.

Si existiera un nacionalismo madrileño, estaríamos ante un curioso caso de chovinismo inverso en el que el orgullo de pertenencia se sustenta sobre cosas que, de entrada, son odiosas. La canción es una evocación poética de 1981 pero no se puede negar que hay un histórico regodeo masoquista en lo que se supone forma parte del “encanto” de ser madrileño (y todos los que vivimos aquí lo somos) que llega hasta nuestros días.

Sin ir más lejos, el año pasado Díaz Ayuso atacó las restricciones al tráfico de Manuela Carmena bajo el argumento de que ella echaba muchísimo de menos los atascos a las tres de la mañana en la Gran Vía. Cuando tus potenciales votantes aman su coche por encima de todas las cosas no es tan descabellado articular una patria en torno al atronador ruido de un claxon. Sin embargo, otro Madrid es posible. Todos lo hemos saboreado al principio de la desescalada. Fue cuando la ciudad, que frenó en seco, dejó que los árboles respiraran y que bajo ellos paseásemos libres ciclistas y caminantes que por primera vez escuchábamos los pájaros en el centro o explorábamos los barrios, pequeños pueblos dentro de la urbe.

En la letra original de Pongamos que hablo de Madrid, Sabina dice que si la muerte viene a visitarle quiere que le lleven al Sur, donde nació (algo que hizo el compositor Antonio Sánchez, quien murió en Málaga en 2003). Como en una especie de premonición macabra, Sabina, con 32 años, ya parecía intuir que, el que se queda en Madrid hasta el final, corre el riesgo de morir indignamente, como los 6.000 ancianos que han perecido abandonados en residencias en los últimos meses. “Aquí no hay sitio para nadie”.

De hecho ese anhelo, el de huir, es también parte indisoluble del ADN madrileño. Tiene sentido. La esperanza de “la escapada” es la que nos mantenía subidos sin rechistar a la rueda de hámster de una vida de oficinas tóxicas y atascos infames cuyo otro sistema de gratificación principal era la cerveza. Pero algo ha cambiado. Como no hemos podido escapar de ella, hemos intimado con Madrid como nunca lo habíamos hecho. Y ahora que todo empieza a ser como antes muchos repudiamos la vieja normalidad: ¿quién quiere volver a vivir en esa ciudad donde no se podía morir?

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Sobre la firma

Raquel Peláez
Licenciada en periodismo por la USC y Master en marketing por el London College of Communication, está especializada en temas de consumo, cultura de masas y antropología urbana. Subdirectora de S Moda, ha sido redactora jefa de la web de Vanity Fair. Comenzó en cabeceras regionales como Diario de León o La Voz de Galicia.

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