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El último pastor de la Serranía valenciana

El Tío Jorge, que tiene 98 años y aún distingue a las cabras en la montaña, se entristece al recordar que el oficio que él aprendió de niño ha muerto en la comarca

Joaquín Cervera, el Tío Jorge, tiene 98 años, saluda a un vecino cerca del pueblo valenciano de Chulilla, donde vive.
Joaquín Cervera, el Tío Jorge, tiene 98 años, saluda a un vecino cerca del pueblo valenciano de Chulilla, donde vive.Mònica Torres

El Tío Jorge no se llama Jorge. El Tío Jorge se llama Joaquín, Joaquín Cervera, pero todo el mundo le llama así en el pueblo, en Chulilla, a 60 kilómetros de Valencia, porque su padre era Jorge y su abuelo también. Ahora tiene 98 años y, sentado en el porche de su casa, al borde del imponente cañón que hay a sus espaldas, unas paredes que atraen a escaladores de todo el mundo, mira hacia las montañas con una melancolía que conmueve. El hombre es duro de oído y hay que hablarle a grito pelado, pero no necesita gafas y si una cabra se detiene en la ladera, allá arriba, él la ve desde allí. Porque el Tío Jorge, como su padre, como su abuelo, trabajó durante décadas como pastor en La Serranía y más allá.

Algún año hizo la trashumancia y el pastor podía llegar andando con el rebaño, monte arriba, monte abajo, hasta Cuenca. A veces le sorprendía la Navidad por ahí perdido y, arrebujándose bajo una piel de oveja, pasaba la Nochebuena y la Nochevieja a los pies de un pino. Así ha sido su vida. No conoció otra. A los cinco o seis años lo pusieron a trabajar con los animales y a los ocho ya pastoreaba el rebaño él solo. En uno de esos viajes a Cuenca conoció a una chica, Diana se llamaba, y acabó convirtiéndose en su mujer tras una boda muy austera en Santo Domingo de Moya (Cueca). Al día siguiente, vuelta al tajo. “No me acuerdo, pero igual hasta trabajé esa misma tarde”, cuenta el Tío Jorge, que acaba de subir desde el bar de los jubilados, donde ha almorzado una tostada con atún y tomate, ayudándose de un andador por la cuesta que hay hasta su casa. Hace cuatro o cinco años se rompió la cadera y perdió mucha autonomía. Hace tres meses sufrió una infección de orina y desde entonces le cuesta pastorear las ideas, las palabras y los recuerdos.

No se le olvida, eso sí, que de chiquillo tenían a las ovejas “allá donde se va al pantano” o que durante la Guerra Civil le registraban el zurrón cada día. En varios de esos trayectos con el ganado se llevó alguna sorpresa desagradable al encontrarse algún cadáver en la cuneta. Y hasta una vez tuvo que pasar unos días en la prisión porque le confundieron a él y a su padre con los maquis. Durante esos cinco días angustiosos pensó que en cualquier momento los iban a matar, pero al final un vecino intercedió por ellos y los liberaron. “En cambio, ahora que quiero que la muerte pase a por mí, no pasa”, dice mientras hace un mohín de tristeza. Los años de la guerra fueron especialmente ásperos. “A veces iba por el monte y veía a un grupo de hombres huyendo. Si me veían, me hacían una señal para que permaneciera en silencio. Yo nunca decía nada. A mí me daba igual”.

Joaquín Cervera, en su casa de Chulilla (Valencia).
Joaquín Cervera, en su casa de Chulilla (Valencia). Mònica Torres

Al estar rodeado de animales, al menos, no pasó hambre. “Hambre no, pero comer lo que me daba la gana, tampoco”. Muchas veces le tocó comer lo que había a mano y se sonríe al recordar aquel día que subió a la Serratilla y su tío había cocinado una zorra con patatas. “La carne estaba muy dura, pero, cuanto más la guisabas, menos dura estaba”. Y hace un gesto con los hombros, como de resignación. Pues la suya, en realidad, fue una vida de resignación. Al Tío Jorge le tocó vivir en Chulilla cuando era un pueblo sin coches y donde las familias iluminaban las casas con un candil de aceite.

Él trabajaba de sol a sol. Cuando salía, se ponía en pie, comía un puñado de higos o lo que hubiera ese día y se marchaba con el rebaño. Cuando se ponía, se echaba en el jergón. Entonces aún vivían en el centro del pueblo, al lado del ayuntamiento. Fueron tiempos duros, sí, pero también alegres y al recordar lo bien que manejaba a los perros pastores, “a los peludos”, sonríe, al fin, de pura felicidad. Y presume de haber sido un hombre fuerte “como un petardo”.

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Nunca pisó una escuela, pero se las apañó para aprender a sumar y multiplicar porque, si no, le engañaban con las ovejas. De las paredes de su casa no cuelgan títulos académicos con una foto del rey, pero sí otro tipo de méritos: la calabaza en la que mantenía el agua fría, los utensilios con los que hacía el queso, las viguerías que elaboraba a mano con el esparto… Todo eso está en un sótano al que le cuesta un mundo llegar porque hay que bajar, y después subir, unas escaleras. En una mano lleva el gayato y con la otra se agarra a las rejas y estira para ayudarse. Le cuesta un mundo, pero no protesta.

Luego vuelve a la terraza y se deja caer en la silla. Está agotado. El Tío Jorge lamenta que ya no queden pastores en toda a comarca, cuando antes, sólo en Chulilla y los alrededores, había 35 o 40 corrales de ganado. “El oficio está muerto”, sentencia. Los tiempos han cambiado y él se siente fuera de sitio. Intenta adaptarse, pero no le gustan los teléfonos móviles y la tarjeta sólo la usa cuando hay que pagar una comilona con la familia. Si no, prefiere sacar un billetito de cinco o diez euros de la cartera que lleva, sujeta con una goma, en el bolsillo de la camisa.

Su mujer murió joven por un problema en el corazón. La operaron tres o cuatro veces y hasta fueron a Pamplona a ver si allí había solución. Pero no la había y murió demasiado pronto. Para entonces él ya había montado la carnicería en el pueblo. Le fue bien y pudo sacar adelante a sus dos hijos. También tiene dos nietos y cuatro bisnietos que, dice, no saben ni qué es una oveja.

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