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FALLAS 2022
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La vida de las fallas más allá de Valencia

La efervescencia fallera se ha extendido desde el centro del país hacia los extremos, y no es descartable que más municipios se sumen a ella

Falla de la plaza Mayor de Burriana con las reinas falleras, sus cortes de honor y la alcaldesa, Maria Josep Safont.
Falla de la plaza Mayor de Burriana con las reinas falleras, sus cortes de honor y la alcaldesa, Maria Josep Safont.

En materia de fallas, hay vida más allá de la provincia de Valencia. En Castellón plantan sus monumentos las localidades de Borriana, Benicarló, Almenara y La Vall d’Uixó. En Alacant, la pasión por los ninots inunda las calles de Calp, Dénia, Pego, Benidorm o Xàbia.

Es obvio que, en las últimas décadas, la efervescencia fallera se ha extendido desde el centro del país hacia los extremos, y no es descartable que más municipios se sumen a ella. Otra cosa sería indagar cuáles son los motivos que dan origen a esta fatal atracción por el fuego y la pólvora.

En Borriana se plantan fallas desde las primeras décadas del siglo XX. La primera falla, si no me equivoco, fue la del barrio de La Mercé, que cada año se plantifica ante el antiguo convento mercedario, hoy en día Casa de la Cultura. Hace muchos años el poeta –y vividor— José Félix Escudero escribió un emotivo poema que comenzaba así: “Se compone el corazón de un niño de las mismas razones que una falla”. Ese es el secreto, sin duda, la fórmula cualitativa de la fascinación por los monumentos efímeros. Las mismas razones que una falla: sueños, picardía, humor, fugacidad. Hay que aprender a mirar esos muñecos gigantes con los ojos de un niño y entonces se produce el milagro. De donde se colige que los valencianos somos pueriles y además –Unamuno dixit— nos pierde la estética.

Borriana, por cierto, exporta artesanos y críticos –por ejemplo, a las fallas de Valencia. No hace mucho perdimos a uno de los más grandes, Quino Puig. Un hombre con el corazón tan grande –un hermoso corazón infantil— que se le rompió mientras dormía.

Personalmente, he tenido que aprender a mirar de nuevo las fallas con los ojos de cuando tenía 10 años. Como no me gusta el ruido ni las aglomeraciones, el día de San José no tenía nada que celebrar. Pero mi yo antiguo, mis 10, 11 o 12 años, me reclamaba otra mirada, la de aquel año en que me salté las clases en los Salesianos y me recorrí todas las fallas en proceso de montaje, con un caramelo de café con leche en la boca.

Desde entonces estas fiestas, para mi gusto, tienen ese sabor. El del niño estupefacto que expone su corazón a la intemperie para que el humo de los petardos lo emulsione irreversiblemente.

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