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POLÍTICA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La España monofónica

Sin el contrapeso de Barcelona (con el equilibrio ecológico roto), Madrid parece no tener ya límites, mientras Valencia intenta abrir el paraguas de la descentralización

Miquel Alberola
La fuente de la Cibeles, en Madrid, rodeada de vallas y banderas de España.
La fuente de la Cibeles, en Madrid, rodeada de vallas y banderas de España.Javier López (EFE)

Hasta hace unos pocos años España también se podía definir a partir de su bipolaridad. No era un trastorno (aunque no faltaban los episodios maníacos) sino una consecuencia de su historia. Tenía dos polos, un solo cuerpo y un abismo en medio que salvaba (a modo de check point) el puente aéreo. Y puede que hasta una misma sangre, pero si Madrid era la sístole; Barcelona, la diástole. O viceversa. El resto del territorio, con la excepción vasca (centrado en su frontón), movía la cabeza en función de si la pelota iba o volvía entre Madrid y Barcelona, más o menos identificado con lo que representaba cada uno de los dos polos, quizá como una excrecencia futbolística o simplemente a remolque del espectáculo. Madrid era una Roma mesetaria sin raíces ni más ruinas que los escombros del franquismo y Barcelona era un Milán mediterráneo con su dinamismo económico, industrial y cultural. Es evidente que ese marco, salvo en el caso vasco (su frontis como caja de resonancia) ha sido pulverizado por la realidad. Madrid le ha doblado el brazo a Barcelona. En el proceso de este resultado, sin duda, han jugado un papel tan decisivo como el propósito político (en el puente de mando del Estado), la renta de situación de la capitalidad, la geografía y el diseño radial de España. Aunque también ha habido contribuciones decisivas en las partes implicadas con errores que han supuesto aciertos para el adversario. Los forenses y sus pruebas de laboratorio darán cuenta de ellas.

La desarmonía de esa tensión territorial que sostenía a aquella España finisecular se rompió hace algunos años. Madrid es ya el centro de casi todas las actividades significativas y la marca Barcelona, con los recientes acontecimientos, ha sufrido una devaluación en el mercado inmediato, cuando no se ha vuelto sospechosa para buena parte de quienes antes se sentían atraídos hacia ella. Sin el contrapeso de Barcelona (con el equilibrio ecológico roto), Madrid parece no tener ya límites. Ni territoriales ni psicológicos. Ni siquiera se sostiene la vieja aspiración de la Comunidad Valenciana de convertirse en la rótula que articulara flujos entre esos dos polos. Con una Barcelona despedazada que ya no se siente concernida solo queda un polo. El Estado autonómico español declina hacia el modelo jacobino francés (con un París como núcleo extensivo insaciable), en el que la periferia solo es un soporte (un puerto, un área productiva o logística, un coto de caza, una zona lúdica…) y un teatro de operaciones en el que redundar los estrépitos y coreografías de la capital. España se encamina hacia una misma papilla sin grumos, particularidades ni cooficialidades de sabor único e inalterable. Puede que la pandemia haya obligado a convocar más conferencias sectoriales con las autonomías y esa visibilidad coyuntural cree sensaciones federalizantes, incluso que la infrafinanciaron haga extraños compañeros de cama, pero la inercia es aplastante, uniformemente acelerada.

Debajo de esa catarata, el presidente valenciano, Ximo Puig, trata de abrir el paraguas de la España polifónica, un país con un reparto territorial equitativo y con las instituciones del Estado descentralizadas. Incluso el PSOE parece dispuesto a asumir esa narrativa en su congreso federal contra la amenaza de un neocentralismo al que, puede que como víctima de su propia estrategia de contención, también ha contribuido. Un modelo de España diversa que parecía consolidarse en la Transición y que, sin la recuperación y concurrencia de Cataluña en el coro autonómico, tiene escasas posibilidades de viabilidad. Porque enfrente, además de la ley de la gravedad, hay una derecha que solo cree en la autonomía cuando en la Moncloa gobierna la izquierda, que confunde Madrid con España y que lo utiliza sin escrúpulos como plataforma de erosión contra el Gobierno central y la pluralidad de la nación. Y lo peor, que se afirma contra Cataluña porque ya no le resulta útil como estabilizante en el Gobierno y, además, moviliza electoralmente sus antipatías en las profundidades ibéricas. En el fracaso de esa España está su victoria y su esperanza. Bajo ese parámetro, a Cataluña, la Comunidad Valenciana o Baleares solo le queda la opción de ser el arrondissement litoral de Madrid. Dicho sea con motivo de la Fiesta Nacional.




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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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