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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Puig y el castigo de Sísifo

El presidente valenciano empuja la pesada reivindicación de la financiación por la empinada cuesta de La Moncloa y antes de llegar a la cima el Gobierno la hace rodar por el repecho hasta abajo para que repita el decepcionante proceso una y otra vez

La vicepresidenta del Gobierno de España y ministra de Asuntos Económicos y Transformación Digital, Nadia Calviño.
La vicepresidenta del Gobierno de España y ministra de Asuntos Económicos y Transformación Digital, Nadia Calviño.Mònica Torres
Miquel Alberola

Puede que en estos momentos Ximo Puig (el PSPV) sea un modelo dentro del PSOE, como celebran fuentes del Gobierno valenciano. Por contrapesar la voracidad centrípeta de Madrid, por su esfuerzo tendiendo puentes en el conflicto catalán y por su causa en favor de reformar el sistema de financiación autonómica. Pero más allá del laurel retórico no hay muchas evidencias (sobre todo, en la tercera pata de sus cualidades) de que el Gobierno de Pedro Sánchez lo asuma en la intensidad de la expresión. Es más, da toda la impresión de que en este asunto le ha impuesto el castigo de Sísifo. Puig empuja la pesada reivindicación de la financiación por la empinada cuesta de La Moncloa y antes de llegar a la cima el Gobierno la hace rodar por el repecho hasta abajo para que el presidente valenciano repita una y otra vez el decepcionante proceso. Quizá no sea un problema de fácil resolución, pero el animoso compromiso de Puig desde que llegó a la presidencia por lograr una financiación justa para la Comunidad Valenciana (ningún inquilino del Palau ha puesto tanto empeño en el asunto) y el habitual gatuperio ilusorio-disuasorio del Gobierno central contra el que se estrella una y otra vez supone un serio desgaste para el líder de los socialistas valencianos.

El Gobierno de Sánchez, con el PP atrincherado en su caparazón, quizá gane tiempo y aplace el riesgo de sacudir el avispero del reparto en una España en la que, más allá de la historia y los agravios comparativos y picores regionales, chocan de frente, y cada vez con más violencia, el despoblamiento y el exceso de población, los efectos de la capitalidad y los impactos de la descapitalización. Todo, sacudido con los efectos de una crisis sanitaria sin precedentes y una guerra electoral permanente sin cuartel ni prisioneros. Pero incluso en medio de esa complejidad, la constatación (y su redundancia) de que el mayor objetivo político de Puig es un globo que siempre se pincha en La Moncloa, no hace sino envolver en un manto de dudas la capacidad de gestión del presidente de los valencianos. El desdén hacia su causa, además, devuelve el reflejo exacto de lo que pesa la Comunidad Valenciana en la balanza de España. Y en esa desconsideración y desequilibrio hoza la oposición (la amiga, la adversa), ceba su entusiasmo y afila su argumentario.

Puig (la Generalitat) sigue pagando la factura del descrédito de la política valenciana contraída durante la Transición, cuando, mientras se decidían las cuestiones relevantes del Estado de las autonomías y los distintos territorios marcaban perfil y afirmaban posiciones, los valencianos consolidaban su caricatura más patética en una guerra que quizá en su superficie pareciera propia del realismo mágico, pero cuyo fondo era truculento, oscuro y criminal como el franquismo institucional que la propició. Con una sociedad fragmentada en lo básico (las nomenclaturas, las insignias), una clase dirigente desprestigiada (por su manipulación o por sus tragaderas) y la división solemnizada en las leyes orgánicas en forma de pacto, la falta de cohesión política e influencia para conquistar espacios, necesidades y aspiraciones en Madrid estaba garantizada para muchos años. Puig arrastra ese pesado lastre en lo institucional, pero también en el ámbito orgánico de un partido en el que la federación valenciana, ni cuando tuvo volumen, ha tenido la proyección que le correspondía.

Pero su frustración puede ser también la del socialismo mediterráneo, que, con sus altibajos, es la expresión más viva, contemporánea y representativa de la pluralidad de España que queda en el PSOE. Con el Partido Socialista de Euskadi subsumido en el oasis financiero vasco, una federación madrileña encarnizada en la espiral de su propio declive, un socialismo andaluz aplastado por su propio peso y un par de barones remotos a los que es imposible diferenciar del PP cuando hablan de España, la única posibilidad de mantener al PSOE con opciones de poder está en función de lo que ocurra en la Comunidad Valenciana, Baleares y Cataluña. Si el Gobierno de Pedro Sánchez no resuelve el problema de la financiación y el déficit fiscal de los tres territorios, y además carboniza a Puig, Francina Armengol y Salvador Illa, su proyección electoral está muy comprometida. Y si el socialismo mediterráneo pierde su especificidad (su atractivo plural), el PSOE tiene los días contados.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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