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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

A favor del silencio

Morandi es uno de los artistas modernos amorosos de lo simple, lo cotidiano, lo falto de presunción, de los objetos que nos hacen compañía en casa

Mercè Ibarz
La exposición "Morandi, Resonancia infinita", del artista italiano Giorgio Morandi, en La Pedrera.
La exposición "Morandi, Resonancia infinita", del artista italiano Giorgio Morandi, en La Pedrera.Massimiliano Minocri

Háganse un favor y vayan una de estas mañanas o tardes, o se lo apuntan (‘agendar’, se dice ahora, incluso ‘bloquear la agenda’) para ir lo antes posible al encuentro de las pinturas de Giorgio Morandi, al remanso de paz y silencio que procuran en las salas de la Pedrera. Bien comisariada y mejor montada, es un regalo en estos tiempos abrumadores y estentóreos que incluso en los museos y centros de arte enseñan la patita, y a menudo la pata entera. El pintor de los cacharros, decía con respeto no exento de cachaza y somarda, ese humor tan específicamente aragonés, mi amiga y maestra Katia Acín, grabadora y dibujante del dolor histórico y del cuerpo anciano femenino. Morandi (1890-1964) es uno de los artistas modernos (otro es Xavier Valls, el padre de, más luminoso) amorosos de lo simple, lo cotidiano, lo falto de presunción, de los objetos que nos hacen compañía en casa, estos bodegones que reiteradamente en la expo se titulan ‘Naturaleza muerta’ y que, a pesar del nombre penumbroso del género, no están nada muertos. Una exposición de un artista fácil de considerar repetitivo y obsesivo es empresa compleja, pero esta, centrada en lo que su título proclama, la Resonancia infinita, logra hacer ver cómo fue pasando hacia la luz, algo que no había visto hasta ahora tan bien expuesto. Paz, silencio, luz. Morandi.

Me ha gustado saber que al tipo, un hombre alto siempre bien compuesto, le agradaba regalar flores a las señoras: les llevaba un cuadrito de las que pintaba, ramos que no se marchitarían ante sus ojos, que podían durar para siempre, a menudo con flores artificiales de modelo. También a mí me gustan, me duele ver morir una flor. Por los años que vivió, Morandi atravesó por las corrientes más exaltadas del arte moderno que, en Italia, cabalgaban el caballo veloz y furibundo de los futuristas en su juventud y, al final, el pop y el ‘arte povera’. Prefirió quedarse con Cézanne y su insistencia, proclamada como su herencia por Picasso a la muerte en 1906 del pintor de las repetidas manzanas, de su esposa y de la montaña de Santa Victoria al lado de su pueblo, que pintó sesenta y cinco veces. Y añadió el primer cubismo, su paleta de colores sobrios, que en tiempos de los inflamados pigmentos de sus colegas futuristas sonaron como música antigua.

No se movió de Bolonia, encerrado en su taller casi siempre, paseando a ratos por los paisajes de siempre, depurando siempre su color hasta casi desmaterializarlo a partir de 1950. Sus bodegones son también, a menudo, a mis ojos, la naturaleza muerta del fascismo, de las guerras, de la posguerra. Es ese silencio, esa paz, que pudieron haber sido, lo que transmite este recorrido tan bien armado y explicado por Daniela Ferrari i Beatrice Avanzi, conservadoras del Museo di Arte Moderna e Contemporanea di Trento e Rovereto, con el que la Pedrera vuelve a la cartelera de exposiciones.

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