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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un gesto, ‘president’

Que el Parlament sea utilizado para todo menos para legislar sobre asuntos clave abre la puerta a la desafección de los ciudadanos hacia las instituciones

Conferencia del presidente Pere Aragonès, el pasado lunes, en el MNAC.
Conferencia del presidente Pere Aragonès, el pasado lunes, en el MNAC.Joan Sanchez
Paola Lo Cascio

El sentimiento de profundo hastío —de diferentes actores y por diferentes razones— hacia lo que pasa en la política catalana empieza a ser mayúsculo. La resaca del ciclo procés ha dejado muchos detritus, que van del ensimismamiento del conjunto del sistema (con el obsceno mercado de las vacas de cargos y prebendas), a un poso de discursos identitarios y excluyentes que nunca tendrían que permitirse, se hagan en castellano o en catalán.

Es un hecho que más allá de los medios vinculados a la administración de la Generalitat —por ser públicos, por cercanía ideológica o por el sólido argumento de las subvenciones—, lo que pasa entre el Palau de la Generalitat y el Parlament, no genera noticia. Ello se refleja en el hecho de que las informaciones son cada vez más relegadas a un segundo plano. En este caso, no hay apagóninformativo: cualquier protagonista de la política catalana (de cualquier tendencia), reconoce —incluso siendo prudente—, que ahora mismo el cuadro institucional catalán pierde vigor. Por la falta de iniciativa política del Govern y por la imposibilidad de salir del marco de competición interna entre los partidos que ostentan la mayoría, que utilizan reiteradamente las instituciones para dirimir unas cuitas que, al mismo tiempo que arrastran todas las venganzas de la fase precedente, imposibilitan poner al servicio de la ciudadanía los resortes de gobernanza.

En las últimas semanas ha quedado patente que, dentro de la decadencia generalizada, el kilómetro cero de la degradación radica en la presidencia del Parlament. Las escenificaciones en torno a la retirada del escaño de Pau Juvillà así como el esperpéntico vodevil de los cortes de la Meridiana han sido señales de alarma clarísimas.

No se trata de un problema abstracto. Aquí y ahora, y a pesar de todas las retóricas encendidas en torno a la supuesta falta de soberanía, Ejecutivo y Legislativo detienen competencias cruciales en materias como educación o sanidad, que son el núcleo del bienestar. Que la presidencia de la Cámara llamada a legislar en torno a materias de tanta importancia sea utilizada para todo menos que para ocuparse de estos asuntos (desde el comienzo de la legislatura sólo se han aprobado dos leyes, y la de presupuestos, sólo gracias a los comunes), lleva como consecuencia que la ciudadanía empiece a pensar que las instituciones catalanas no tienen nada que ver con sus vidas. Ello constituye la antesala del pensar que son caras, inútiles en absoluto, y, por lo tanto, prescindibles.

A pesar de que la oposición hayan pedido explicaciones e incluso la dimisión de Laura Borràs, se antoja imprescindible que el president haga un gesto claro de desautorización, más allá de las escaramuzas partidistas que se están viendo en los medios y en las redes sociales. No se trataría de un gesto en contra de un competidor político. Sino de un gesto a favor. De las instituciones, de toda la ciudadanía.

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