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Un bar que es dulce hogar

El Gi-Gi, en Quart, (Girona) ejemplifica la simplicidad de las barras que dan sosiego sin pretensiones. Para muchos, además, una extensión de su casa

Unos clientes toman un aperitivo en la terraza del Gi-Gi, en el municipio de Quart, en la provincia de Girona. / TONI FERRAGUT
Unos clientes toman un aperitivo en la terraza del Gi-Gi, en el municipio de Quart, en la provincia de Girona. / TONI FERRAGUT
Marc Rovira

No tenía ni idea de quién era Jeffrey Bernard hasta que me topé con él en el capítulo que Enric González dedica a pubs y bares en Historias de Londres. Se ve que el tal Bernard ejercía de agudo columnista en The Spectator, pero a mí, más que las referencias a su sagaz escritura, lo que me impresionó de él es la leyenda que le atribuye la ingesta de una botella de Veuve Cliquot diaria, a modo de desayuno. González cuenta que cuando el gobierno británico decidió permitir la entrada de menores en los pubs, Bernard se encabritó y escribió un texto donde refería que “los pubs nunca fueron lugar de entretenimiento familiar”.

Tengo la convicción de que muchos de los que fuimos a EGB crecimos dando por buena la doctrina Bernard. El bar no era lugar para niños. Si acaso, un helado a la sombra de una terraza o algún refresco en el vermú del domingo. Pero, penetrar en las interioridades de un bar solo era posible cuando el abuelo te daba veinte duros para que le fueras a buscar un paquete de Ducados.

Adiestrado con semejante recato, acudir de visita a la casa de los parientes de Quart suponía poder cruzar la puerta del lado prohibido, con un salvoconducto. La vivienda de la tía Victoria y de su marido Pere siempre estuvo pegada al negocio familiar, un bar. Entrar al Gi-Gi era una aventura infantil fascinante. Cruzando una nube de humo, se llegaba a unas bolas de cristal, coronadas por una tapa enroscada, siempre rebosantes de piruletas, chicles y golosinas. A un lado, el estante con las patatas fritas y, justo enfrente, el congelador con los helados. Como para montarse un pisito en ese rincón. Mis primos Francesc y Gerard se criaron conviviendo con la tentación. Sensiblemente mayores que yo, verlos implicaba activar una grabadora mental, no me fuera a perder detalle de los que parecían los temas más importantes de la vida. Es decir, fútbol y motos. Eran unos mocosos y se movían con maña detrás de la barra. Pere petit, les llamaban algunos clientes. Para muchos de los asiduos, el Gi-Gi ha sido como una extensión de su casa. “El papa trabaja aquí” soltaba la hija pequeña de un habitual, cuando pasaba por delante del bar.

Comer en casa de la tía Victoria fue, durante años, un rito semanal. Pese a que los menús siempre parecían gustosos, la comida era casi lo de menos. Lo que llenaba de verdad era compartir ese rato con ellos. Con ellos y con quien se presentara por ahí, porque la cocina de la casa estaba separada del bar por una puerta que, por lo que fuera, debieron de construir con un material invisible. No era infrecuente que se colara algún cliente para merodear la mesa y solicitar algo. Lo que fuera. Desde un café a una llave inglesa.

Crujientes bocadillos de palmo

Año de fundación: 1943. Can Ginesta era inicialmente un colmado.

Propietario: Francesc Gibert.

Recomendaciones: Las tapas de boquerones y los callos. Los crujientes bocadillos de palmo y el café.

Mejor momento: Desayuno o vermú.

 

En esa misma cocina se han horneado unas cuantas cenas familiares de Nochevieja. Ser un clan numeroso implica la necesidad de encontrar un espacio holgado. En el comedor del bar, junto a la chimenea, se tomó la que fue la última foto de todos los primos con nuestra yaya. Los buenos ratos en el Gi-Gi no son exclusivos de los que compartimos apellido. Ahí se han celebrado juergas, títulos futboleros, jubilaciones, despedidas y cumpleaños, y se ha llenado hasta la bandera por la fiesta mayor y con la desaparecida Festa de la Terrissa.

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El local original, a pie de la carretera que va hacia Sant Feliu de Guíxols, fue idea de los padres de mi tío. Al señor Pere no lo conocí, pero a la señora Maria la recuerdo siempre faenando, al pie del cañón. El negocio, entonces conocido como Can Ginesta, cumplía también las funciones de colmado y no cerraba nunca, si acaso un rato los martes, un descanso semanal que se conserva. Mis tíos dieron al garito una remodelación, y más recientemente, ya con Francesc al mando, la evolución ha continuado. “Tampoco mucho, porque este es un local de cliente fiel, con sus costumbres”, dice el primo. Recuerda que, tras jubilarse su padre, las comparaciones de los parroquianos eran recurrentes: “que si él hacía los bocadillos o los cafés de tal manera, o que si cerraba más tarde”. Cierto, el horario ha cambiado. “Antes se aguantaba abierto hasta más tarde”, indica Francesc. Una nocturnidad que ha modulado y que, junto con su pareja, querrían seguir reformando. “Con Eli hemos hablado de potenciar los desayunos de cuchara y cerrar a media tarde, para tener más tiempo para nosotros y los niños”. Una prole a la que Francesc quiere lejos de la barra: “yo me lo paso bien, pero esto es muy esclavo”, razona.

Los cruasanes, cañas y bocadillos del desayuno se complementan con sabrosas tapas de anchoas, callos y boquerones. Si hay más hambre, solo es menester andar unos pasos. Al lado del bar, Gerard despacha menús de rechupete en Quart Plat, su negocio de comida a domicilio.

Francesc cuenta que la pandemia afectó al Gi-Gi, pero resiste con unos cuantos rasguños. “Suerte que el local es de propiedad, quien tiene que pagar alquileres lo ha pasado mal”. Luego, los clientes no han fallado. Algunos, nunca. En el pueblo se recuerda la imagen de un grupo veterano que se solía reunir en el bar para jugar a cartas. Repetían el ritual incluso cuando el Gi-Gi cerraba por vacaciones. Habilitaban una mesa en la acera, delante del bar. De su bar.

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