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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Adiós al pueblo

El desbordante poder de los datos y el desajuste entre los estados, que siguen siendo nacionales, y los nuevas potencias globales, abren un escenario inquietante que rompe las certezas del marco referencial

La avenida del Portal de l'Àngel de Barcelona, en las Navidades de 2011.
La avenida del Portal de l'Àngel de Barcelona, en las Navidades de 2011.Carles Ribas
Josep Ramoneda

En el pluralismo está el futuro de la democracia. Lo decía Daniel Innerarity al cerrar un encuentro sobre “la nueva era de la incertidumbre”, en la Escola Europea d’Humanitats de Barcelona. Obviamente, la incertidumbre es estructural a la condición humana. Más aún: es un factor esencial para progresar en la evolución y en la adaptación a la realidad. Pero hay momentos en que se imponen relatos que dan a la ciudadanía cierta sensación de estabilidad y otros en que la incertidumbre se descontrola provocando un cierto obscurecimiento del horizonte. Estamos en uno de ellos. Y no solo por la dichosa pandemia. Si en algún momento el capitalismo industrial encontró un cierto equilibrio en un marco —el estado-nación— y un régimen político —la democracia— ahora llevamos un largo período, cuyos orígenes podrían situarse a principios de los ochenta, en que la incertidumbre no ha dejado de crecer. Y unos de sus efectos es la política de la confrontación.

En España crecen los discursos excluyentes, las campañas políticas construidas sobre la negación de la palabra del adversario, en que las ideas son sustituidas por eslóganes y ocurrencias con un solo objetivo: congregar a los tuyos por la vía de la adhesión incondicional contra el enemigo. Y así no hay política: hay embate. Cierto que Trump, el icono de esta época, ya está de vuelta a casa. Y que la bonhomía escenificada por Biden puede invitar a pensar que el sarampión pasará. Pero no podemos ser ingenuos ante esta realidad.

De hecho, el presidente Macron disparó las alarmas con su propuesta de ley contra el separatismo, que pretende señalar y excluir de la República (“nunca habrá sitio para ellos en Francia”) a aquellos que “a menudo en nombre de Dios, a veces con la ayuda de potencias extranjeras, intentan imponer la ley de un grupo”. El relato de Macron, quiérase o no, conduce a unas preguntas que afectan a los fundamentos de la cultura republicana que pretende defender: ¿Existe el pueblo? ¿O se presupone que el pueblo para existir debe excluir?

Desde que se desplegó la tradición ilustrada que condujo a las democracias modernas se han producido cambios considerables que han alterado algunas de sus bases. Y si queramos salvar la democracia difícilmente lo haremos por la vía de la exclusión. Por eso, la idea de pueblo, teñida de la patina romántica postrevolucionaria, puede que carezca ya de sentido. Hemos vivido el desarrollo tecnológico con la esperanza de que nos dotara de unas prótesis que nos permitieran ganar el futuro pero empezamos a temer que nos caigan encima y nos aplasten. El proceso de globalización nos acerca y nos aleja a la vez de los demás. La comunicación digital multiplica los contactos pero no forzosamente aumenta la capacidad de compartir. El desbordante poder de los datos y el desajuste entre los estados, que siguen siendo nacionales, y los nuevas potencias globales, abren un escenario inquietante, que rompe las certezas del marco referencial pueblo-patria. Las sociedades se hacen diversas, los intereses se multiplican y las referencias también.

En estas circunstancias hablar de pueblo como una unidad homogénea forjada por una cultura, una lengua, una nación, es cada vez más complicado. Este pueblo, al que en democracia corresponde la última palabra, se ha hecho muy heterogéneo. Con lo cual, sólo hay dos caminos para la democracia: la capacidad de integración que pasa por un pluralismo no sólo retórico, como vía para que nadie se sienta excluido, o la lógica de la confrontación que permite excluir como enemigos a una parte significativa de la sociedad (unos por razón de origen o condición y otros por presunta complicidad). Y ahí esta la doble carga del término populista: que sirve para señalar los presuntos portadores de la crispación, pero que al mismo tiempo es una etiqueta para declarar no aptos para la política institucional a grupos incómodos para los poderes conservadores.

No, el pueblo no es una realidad superior, ni una entidad depositaria de la última palabra, a partir de la discriminación entre los nuestros y los otros. La soberanía es de la suma de ciudadanos y se expresa con el voto y con la acción política. Y para que ello sea así, y no se imponga la dinámica arbitraria de exclusión entre buenos y malos, ciertamente sólo hay una vía: llevar el pluralismo al máximo posible, ampliando los límites de lo que se puede decir. Dicho de otro, modo la calidad de la democracia se define por la capacidad de inclusión, no por la exclusión. E incluir es la mejor manera de rebajar la incertidumbre.

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