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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La libertad

Sea cual sea el resultado de los análisis, el caso es que Isabel Díaz Ayuso triunfó blandiendo este eslogan, jugando frívola o cínicamente con uno de los conceptos fundacionales de nuestra cultura

Ambiente en la calle de Génova, frente a la sede del PP, el 4 de mayo.
Ambiente en la calle de Génova, frente a la sede del PP, el 4 de mayo.Samuel Sanchez
José María Mena

El espectáculo de la noche electoral del 4 de mayo escuece en cualquier sensibilidad progresista no solo de Madrid sino también del resto de España. La derrota de las izquierdas, pese al éxito de Más Madrid, era previsible según todas las encuestas. Por eso los progresistas y los votantes de las distintas opciones de izquierda recibieron los resultados de la noche del 4 de mayo con cierto fatalismo, con el natural disgusto, pero sin sorpresa ni sobresalto, sin escozor, porque ya decía una antigua copla: “Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos / que Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos”.

Sin embargo, lo que de verdad escoció fue que, además, una multitud eufórica voceara “¡libertad!” en la calle de Génova de Madrid, ante la sede del PP, y ante Ayuso, que triunfó con su eslogan de la libertad “a la madrileña”, y sus peculiares interpretaciones de lo que eso significa para ella.

A los analistas políticos corresponde indagar quién votó a Isabel Díaz Ayuso y por qué. Les incumbe constatar si los vítores de la calle de Génova eran solamente los de los votantes históricos y sociológicos del PP o si entre aquella multitud también había gente que clamaba contra todos los sinsabores, restricciones, limitaciones y frustraciones que está deparando la actual situación sanitaria, económica y social. Podrán aclararnos si la euforia madrileña del 4 de mayo era similar a la de cinco días después, cuando en la noche del 9 de mayo se levantó el estado de alarma en toda España.

Los analistas políticos deberán explicarnos si el clamor madrileño pidiendo libertad es la explosión final de una fatiga pandémica localizada o si es la voz del voto de castigo generalizado contra el Gobierno central. Porque, sea o no culpa del Gobierno, sobran motivos para la irritación que conducen al voto de castigo, como la pérdida del trabajo, el trabajo basura, las colas del hambre o el ocio coartado. También nos indicarán los analistas si ha habido voto de castigo preventivo o anticipado ante una presunta condescendencia del Gobierno con sus aliados independentistas, concretada en un imaginario futuro indulto para los presos del procés, pese a que ni el Gobierno lo ha promovido ni ellos lo han aceptado.

Sea cual sea el resultado de los análisis, el caso es que Ayuso triunfó blandiendo el eslogan de la libertad, jugando frívola o cínicamente con uno de los conceptos fundacionales de nuestra cultura. En 1787 la Constitución de los Estados Unidos ya hablaba de personas libres. En Francia la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 proclamaba que “los hombres nacen libres y permanecen libres e iguales”. Y en 1812 la historia constitucional española comienza proclamando la libertad. Ciertamente, esa inicial libertad ilustrada convivió con la esclavitud, en EE UU hasta 1865 y el reino de España no la abolió, para Cuba, hasta 1880. Los derechos fundamentales inherentes a la libertad se fueron alcanzando con sacrificio de muchas vidas, lentamente, trabajosamente, y los derechos sociales que se han ido conquistando lo han sido con la lucha esforzada de los trabajadores. La libertad, por lo tanto, es un conjunto de derechos de lenta y progresiva implantación en nuestra cultura, siempre susceptibles de progreso, siempre en riesgo de deterioro. Es una bandera que, con esfuerzo, debe ser izada cada día. Es el primer valor de nuestro ordenamiento jurídico según el artículo primero de la Constitución de 1978. Nadie debería trivializar con este principio básico de nuestra convivencia. Quizá por eso el equipo de asesores de Ayuso ha formulado el novísimo concepto aparentemente frívolo, de “libertad a la madrileña”.

Algo así como una libertad con minúscula, para las cosas cotidianas, “de cervecita”. Posiblemente esta libertad es la que en la madrugada del 9 de mayo se festejó, irresponsablemente, no solo en Madrid, sino en toda España. Sin embargo, no debemos confundirnos. El eslogan de la libertad con minúscula, asumido masivamente con jolgorio irreflexivo, es la última versión del panem et circenses pan y circo) con el que los emperadores romanos, cínicamente, regalaban al pueblo los espectáculos del circo para distraerle de los verdaderos problemas y disuadirle de las justas reivindicaciones. Por eso, cuando aquella noche madrileña del 4 de mayo se oyó el vocerío pidiendo libertad, cualquier sensibilidad progresista sintió un amargo escozor. Los análisis políticos vendrían después, las autocríticas deberían llegar también, pero de repente, oír aquel clamor pepero de libertad fue como sentir un escalofrío, la sensación de que nos estaban robando el grito, la bandera.

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