Aznar en las calles de Barcelona
La yuxtaposición entre el eco de manifestaciones en Barcelona y el expresidente español entrevistado en ‘Lo de Évole’ es un curso acelerado sobre todo lo que ha cambiado en la política los últimos 25 años
Casi hemos podido oír la añorada voz de bigote de José María Aznar sobre el ruido de fondo del helicóptero policial. La yuxtaposición entre el eco de manifestaciones y disturbios en el centro de Barcelona y el expresidente español entrevistado en Lo de Évole es un curso acelerado sobre todo lo que ha cambiado en la política en 25 años, que son los que hace que el PP ganó por primera vez las elecciones. En la televisión, el último representante de la política clásica basada en la creación de enemigos y el combate nacional; en las calles, una generación ahogada en la impotencia que queda cuando no sabes ni cuál es el enemigo contra el que luchar.
El expresidente Aznar basó su acción política en la creación de enemigos y en la capacidad de atacarlos
Según Carl Schmitt, la esencia del político se basa en la distinción entre amigo y enemigo. La gestión no puede crear pueblo ni movilizar la comunidad: es simple trabajo instrumental que llega después de la política. El político es el que define y cohesiona la identidad de un grupo marcando fronteras existenciales entre un “ellos” y un “nosotros”. Aznar basó su acción política en la creación de enemigos y en la capacidad de atacarlos. El terrorismo vasco, el nacionalismo catalán, Irak, el islote de Perejil. Entrando en la tercera década del siglo XXI, la idea de una soberanía nacional decidiendo algo relevante y llevando a cabo un proyecto hasta el final nos parece una ocurrencia.
Esto es una transformación epocal que no depende de calidades personales. Lo que ha vaciado el espacio propio de la política es la extensión del capitalismo en todas las áreas del mundo y de la vida gracias al consenso neoliberal acelerado digitalmente. La política depende de la posibilidad de una decisión soberana que se imponga a los designios de la economía y la tecnocracia. Si no hay alternativa, como decía Thatcher, no hay política. En el caso español, el momento en que se esfumó la política fue la reforma exprés de la Constitución que José Luis Rodríguez Zapatero hizo a instancias de los poderes europeos. Amigo y enemigo ya no se podían separar, y hasta hoy.
Después de Zapatero, la filosofía schmittiana volvió por el carril izquierdo. De Ernesto Laclau a Slavoj Zizek, los ideólogos de los partidos postsocialdemócratas han definido el paradigma liberal democrático como una oligarquía encubierta y retratada por las crisis. Contra la fe moderna en un espacio para el diálogo capaz de trascender el mero choque de intereses a través de consensos parlamentarios, la izquierda agonística señala la realidad de los últimos años y nos dice que no hay nada más allá de la lucha por el poder, y que el pueblo va perdiendo. Si siempre hay un enemigo operando, el único reto genuinamente político es no dejarse engañar por falsos espantajos, señalar al enemigo correcto, y ganarlo. Pablo Iglesias lo llamó “la casta”, y el independentismo, “Estado español”.
Lo que ha vaciado el espacio propio de la política es la extensión del capitalismo en todas las áreas del mundo
La ira y la angustia no necesariamente generacionales que estamos viendo en las calles responden al fracaso de este intento de hacer que vuelva la política. El 15-M ha terminado reducido al mismo parlamentarismo servil que denunciaba, y las hijas del 1 de octubre legitiman el mismo autonomismo denostado. La socialdemocracia o el liberalismo no saben resolver los problemas que crearon. La ironía aún más asfixiante es que el resultado tampoco se vive como la derrota clásica de una guerra. No hay una nación española que haya pacificado el Estado y esté dictando políticas soberanas, ni una resistencia que se esté organizando en la sombra. Las instituciones y las plataformas que habíamos creado para gobernarnos nos desapoderan con una lógica indiferente, cuando no contraria, a los deseos de los humanos que las sustentamos.
El reformista se aferra a un retorno de la razón comunicativa a la democracia: agotados de antagonismos, las divisiones se acabarán desinflamando y emergerán consensos que volverán a abrir un espacio para la política. El revolucionario espera su momento: cuando el cartón piedra vuelva a verse, esta vez sí que podremos derrotar al enemigo correcto y cambiar las cosas. Mientras pienso que ambos podrían tener razón pero que también podrían resultar estériles ante las nuevas figuras de despolitización, Évole pregunta a Aznar qué haría si supiera que morirá pronto. Aznar responde que lo único que quiere es que lo incineren y esparzan sus cenizas por la meseta castellana. Schmitt también amaba la tierra y desconfiaba del agua: “El mar no conoce la unidad evidente entre espacio y derecho, de ordenación y asentamiento. En el mar tampoco se pueden grabar líneas firmes”. En la televisión habla un político terrestre del pasado, mientras en las calles se oyen estallidos magmáticos incapaces de grabar las líneas firmes de un sujeto colectivo suficientemente determinado para cambiar las cosas.
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