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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cupio dissolvi

Se puede decir que en las elecciones que vienen (sean cuando sean) lo que está en juego es el rescate democrático de las instituciones catalanas. Partiendo de una premisa: aquellos que las dirigieron a lo largo de la última década clamando para más soberanía, se han dedicado a inutilizarlas

Paola Lo Cascio
Torra, tras la declaración de esta tarde en el Palau de la Generalitat.
Torra, tras la declaración de esta tarde en el Palau de la Generalitat.EL PAÍS

La expresión latina que da el titular a estas líneas literalmente significa “quiero ser disuelto”, o “quiero desaparecer”. Probablemente derive de una carta de San Pablo de Tarso a los Filipenses, un libro del Nuevo Testamento que data de alrededor del 53 y 62 después de Cristo. A lo largo de los siglos ha sido largamente debatida por los teólogos, y finalmente, ya a principios del siglo XX, se ha colado en el lenguaje periodístico, con un significado un poco distinto, quizás más amplio, para indicar una voluntad de provocarse autolesiones.

Ese parece ser el mensaje que los partidos del Govern de la Generalitat están lanzando a gritos –queda por saber si consciente o inconscientemente– en los últimos tiempos. Una lucha fratricida obsesiva y sin exclusiones de golpes, con el único objetivo de permanecer en el poder. Una espiral que no entiende ni de pandemia ni salud de las personas, ni de las dificultades económicas que está pasando (y más que va a pasar) muchísima gente, ni de garantizar los derechos democráticos de la ciudadanía, con resoluciones de suspensión de convocatoria electoral –que no de aplazamiento– sumamente dudosas. El vodevil electoral, entre las suspicacias y los miedos demoscópicos, las incompetencias y la repetición de manidos mantras en torno a la intervención judicial, que en una situación difícil como esta suenan más a insulto a la inteligencia, han sido sin embargo solo la última etapa de una degradación que empezó hace mucho. Y que solo puede ser tan palmaria justamente porque no empieza ahora, sino que se ha ido gestando y construyendo a lo largo del tiempo.

Se sacarán a relucir las dificultades objetivas derivadas del shock –y de las consecuencias judiciales– de los hechos de octubre de 2017. No hay duda de que todo ello ha proyectado sobre la situación de los últimos tres años una sombra alargada: la presidencia de Quim Torra al frente de la Generalitat ha sido caracterizada por una inoperancia mezclada a un simbolismo victimista hueco y orientado solo a una parte de la población, que ha contribuido solamente a agrandar la polarización entre la ciudadanía.

Pero si miráramos únicamente esta última y convulsa parte de la película, no entenderíamos mucho. La primera legislatura de Mas –que fue interrumpida con antelación por el propio presidente por la ensoñación de una mayoría absoluta para CiU que la realidad se encargó de trocar en una severa pérdida de 10 diputados– fue aún una etapa en la cual se imprimió una dirección política. Neoliberal, salvajemente antisocial –y, se sabría después, también salpicada de mucha corrupción–, pero una dirección, al fin y al cabo. Con la cual se podía estar de acuerdo o discrepar, como hicieron sectores significativos de la ciudadanía con un ciclo de movilizaciones sin precedentes. Lo que vino a partir de 2012 fue técnicamente otra cosa, basada en dos elementos. El primero fue una progresiva apropiación de las instituciones, que llegó a su culminación con la vergüenza de los plenos del septiembre de 2017, en los cuales, además de saltarse las normas compartidas, se vulneraron los derechos de la oposición. El segundo, con el horizonte de una independencia a la vez mágica y, por mucha retórica democrática que se empleara, fundamentada en una reivindicación nacionalista e identitaria que entroncaba con los miedos de mucha clase media asustada por la crisis económica (como pasó, por otra parte, en otras latitudes), fue la progresiva degradación de la operatividad de las instituciones catalanas, de las cuales se cambió la función. Estas, en la última década, en vez de propulsar políticas públicas, han sido utilizadas fundamentalmente para generar una narrativa simbólica apta tanto para la competición partidista interna al gobierno como para sostener y dirigir –política y mediáticamente– el relato independentista. Si se repasan los datos de la actividad de impulso legislativo del segundo gobierno de Mas, del gabinete de Puigdemont y de la accidentada experiencia del presidente vicario Torra, el panorama es desolador. Los únicos proyectos de envergadura –desde la renta garantizada de ciudadanía y la ley de emergencia habitacional y pobreza energética hasta la reciente regulación de los alquileres– han sido el fruto del impulso de los movimientos sociales.

En este contexto, se puede decir que en las elecciones que vienen (sean cuándo sean) lo que está en juego es el rescate democrático de las instituciones catalanas. Partiendo de una premisa: aquellos que las dirigieron a lo largo de la última década clamando por más soberanía se han dedicado a inutilizarlas, condenándolas a la parálisis y al desprestigio. Que el cupio dissolvi de los gobiernos independentistas pase rápido de una vez. Es hora de volver a poner en marcha las instituciones catalanas para que puedan dar respuesta a las demandas de toda la ciudadanía.

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