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opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La gran reforma de la Fiscalía

A la tercera va la vencida. Es deseable que, ahora sí, llegue al debate parlamentario y que en él no sufra enmiendas que desnaturalicen lo esencial, en lo que coincidían los proyectos de Zapatero y de Rajoy

José María Mena
La fiscal general del Estado, María Dolores Delgado.
La fiscal general del Estado, María Dolores Delgado.Fernando Alvarado (EFE)

El Gobierno acaba de anunciar un anteproyecto de reforma de la ley que regula el proceso penal. Entre las novedades destaca que la instrucción de los asuntos penales ya no será responsabilidad de los jueces de instrucción sino de los fiscales. Esto cambia la estructura del proceso penal, y de la fiscalía tradicional. Desde perspectivas de oposición política o de severa crítica académica se dirá que la reforma se ha urdido para desplazar a los jueces independientes y sustituirlos por fiscales subordinados jerárquicamente a un fiscal general nombrado por el Gobierno, y en consecuencia dependientes de él. Pero no tiene por qué ser así necesariamente, ni es deseable que lo sea.

El modelo de instrucción penal español atribuye al juez el dominio total de la primera fase del proceso

El modelo de instrucción penal español es el napoleónico, dominante en la Europa continental hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Consistía en atribuir al juez de instrucción el dominio total de la primera fase del proceso, en la que se reúnen las pruebas contra el investigado, que en España recibía el nombre de procesado. Las críticas al modelo francés fueron creciendo. Se consideraba que ese modelo de juez instructor es ambiguo porque no es totalmente imparcial. Por una parte debe garantizar la igualdad entre la acusación y la defensa, pero por otra busca las pruebas acusatorias. Incluso puede ordenar la prisión provisional del procesado o investigado si lo estima pertinente, a petición del fiscal. En términos deportivos se podría decir que el juez de instrucción del modelo francés es, a la vez, árbitro y jugador.

La reforma procesal alemana de 1974 fue el primer efecto legislativo de esas críticas. Otorgó el dominio de la instrucción al fiscal, que desde entonces ostenta el monopolio de la acusación, ordena a la policía las investigaciones, y aporta al proceso las pruebas obtenidas. Sin embargo, no puede decidir sobre los derechos fundamentales de las personas investigadas. El juez queda liberado de su histórica y ambivalente doble función de arbitrar y perseguir, y recupera en plenitud su función de árbitro del proceso y garante de los derechos del acusado. Valora y controla las peticiones del fiscal, ordenando o denegando la prisión provisional, el registro domiciliario o la intervención de las comunicaciones.

La reforma alemana fue seguida en Europa por muchas otras, y en primer lugar la portuguesa de 1987 o la italiana de 1988. En España esta corriente reformadora chocó con insuperables obstáculos históricos conservadores, políticos, corporativos y presupuestarios. Buena prueba de ello es que los primeros trabajos preparatorios para ponerse a la par con Europa no son conocidos hasta más de 20 años después, con el Gobierno de Rodríguez Zapatero. Se fraguaron siendo ministro de Justicia Fernández Bermejo y llegaron al Congreso siéndolo Caamaño. Pero finalizó la legislatura y el proyecto no llegó a ser debatido. El Gobierno de Rajoy, siendo ministro Ruiz Gallardón, también preparó otro proyecto de código procesal penal, curiosamente similar al anterior, en el que también se introducía la figura del fiscal instructor, al modo alemán. El redactor principal de este proyecto, al parecer, fue Manuel Marchena, presidente de la Sala Penal del Tribunal Supremo que juzgó y condenó a los del procés. Este proyecto no tuvo mejor suerte parlamentaria.

Será necesario perfeccionar los resortes legales para asegurar la imparcialidad efectiva de los fiscales
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A la tercera va la vencida. Es deseable que, ahora sí, esta gran reforma llegue al debate parlamentario y que en él no sufra enmiendas que desnaturalicen lo esencial, en lo que coincidían los anteriores proyectos, de Zapatero y de Rajoy. Ahora bien, será necesario, en primer lugar, perfeccionar los resortes legales ya existentes para asegurar la imparcialidad efectiva de los fiscales, dependientes de un fiscal general designado por el Gobierno. Porque, como la mujer del César, no basta con que sean imparciales e independientes, sino que además han de parecerlo. Las suspicacias, históricamente razonables, ahora deberán ser sofocadas. Además, produce especial inquietud la sospecha de que, como tantas veces en España, la gran reforma nazca sin soporte material suficiente. Harán falta nuevas oficinas, más personal, y nuevos medios materiales. Para hacer lo que ahora hacen los jueces de instrucción con plena dedicación y extraordinario esfuerzo, harán falta más fiscales, porque los que hay están calculados milimétricamente para las funciones que ahora tienen y de las que no serán descargados. Sin todo esto, la gran reforma, deseable y necesaria, homologándonos con las mejores corrientes europeas, arrojaría a los fiscales a ejercer la nueva función con las manos atadas, incapaces de una dirección efectiva de la instrucción, y dependientes, en la práctica, de la iniciativa investigadora de la policía. Sería peor el remedio que la enfermedad.

José María Mena fue fiscal jefe del TSJC.

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