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Y el virus dispone

Un acriticismo galopante ha permitido controles de dudosa legitimidad, el acatamiento de un marco legal discutido y algún atisbo de abuso de poder de uniformada condición

El paseo marítimo de Barcelona el pasado 3 de mayo, en el inicio de la desescalada.
El paseo marítimo de Barcelona el pasado 3 de mayo, en el inicio de la desescalada.Albert Garcia Gallego
Josep Cuní

La fuerza de la covid-19 puede con todo. Es como si su poder omnipresente dominara el mundo y nada se moviera sin su permiso. Y ya vemos que la pandemia concede escasas licencias. Aun así, cuando despertemos nos daremos cuenta de que el dinosaurio todavía sigue allí. Como en el cuento de Monterroso.

Siguen las guerras de Siria y Yemen pero apenas les prestamos atención. La inmigración pugna por hacerse el hueco humanitario que hemos tapado. Nicolás Maduro ha enmudecido pero no desaparecido y las tendencias totalitarias en Hungría y Polonia ni siquiera requieren advertencias de la Unión Europea. Y como señala Bernard-Henri Lévy acerca del mes de abril robado por el miedo y la estadística, la deforestación del Amazonas mantiene su amenaza y la lucha contra el cambio climático, aunque beneficiada local y puntualmente por la baja intensidad de la contaminación a causa del parón de la actividad, sigue siendo una prioridad por mucho que la hayamos orillado. Un vacío, este, que sirve para que las posiciones más radicales aprovechen para promocionar sus propuestas de cara al mundo de mañana, que a veces se asemeja demasiado al mundo de ayer. Aquel que Stefan Zweig rememoró dando rienda suelta a sus recuerdos porque “solo aquello que yo quiero conservar tiene derecho a ser conservado por los otros”.

Era tiempo de entreguerras. Etapa en la que quienes debían advertir del peligro que se gestaba en Europa optaron por relativizarlo, mirar hacia otro lado, divertirse y apurar el último sorbo de su exigua libertad. Y acabó en la hecatombe de cuyo final deberíamos estar conmemorando el 75 aniversario. Pero el coronavirus también lo ha silenciado. Lástima. Porque si es cierto que nada ha pasado en todo ese tiempo tan importante, dramático, turbador y transcendente como la actual sacudida, y que la palabra más repetida ha vuelto a ser “guerra”, deberíamos otear el horizonte aprendiendo la lección de lo que supuso la aplicación de la economía de mercado y del Estado del bienestar que tanto contribuyeron al triunfo y la consolidación de la democracia. Ahora que un maldito virus nos insta a repensarla. Ya se verá si seremos capaces o, como en anteriores ocasiones, todo quedará en un brindis por las buenas intenciones. O sea, agua de borrajas.

Es indiscutible que quienes construyeron el modelo de sociedad que tanto ha favorecido a tantos durante tanto tiempo, se habían trabajado una autoridad moral que les facilitó el ascendente que nuestros actuales gobernantes no tienen. Aspecto que tiene su reverso. Sus ansias de poder, canalizadas a través de permanentes tácticas electorales y constantes tropelías políticas, los inducen a pensar que tampoco tienen por qué respetarnos. Al final, cualquier explicación que pase por responsabilizar al contrario la creen suficiente para salir del charco en el que se han metido. Ya estarán allí los asesores para encontrarles una frase apropiada, una salida de tono o un eslogan impactante que los compañeros de partido repetirán como una letanía hasta acabar creyéndoselo. En los frecuentes discursos públicos de estas semanas tenemos la cruz de la moneda. En el comportamiento ciudadano, la cara. Ejemplar como pocos podían sospechar porque el miedo ha dominado la situación. Un pavor físico que ha coartado cualquier reacción psíquica. Un acriticismo galopante que ha permitido controles de dudosa legitimidad, el acatamiento de un marco legal discutido y algún atisbo de abuso de poder de uniformada condición. Porque por encima de todo ello se proyectaba el pánico a lo desconocido favorecido por la sinceridad científica que emulaba aquel “solo sé que no sé nada”.

Por eso, abierta la espita del desconfinamiento, en algunos casos las ansias de libertad tras dos meses de encierro han podido más que el control de las reacciones. Y las imágenes han quedado para la preocupación y la denuncia. Deberíamos preguntarnos, sin embargo, si no han sido también el resultado de las múltiples contradicciones que estas semanas han hecho aflorar en expertos, políticos y aficionados. Alteraciones constantes de criterios que han llegado a la ciudadanía con la inmediatez de la noticia y el estupor del desconcierto. Desde la eficacia real de guantes y mascarillas a los posibles remedios provisionales, estudios para detectarlos e investigaciones para conseguirlos. Y todo, pasando por las permanentes revisiones de diagnósticos, medidas tomadas y sus constantes rectificaciones. Hasta tal punto han llegado que el imaginario colectivo ha optado por establecer sus propios códigos a partir de los cuales se han censurado conductas y denunciado acciones que ninguna norma había prohibido. A estas alturas ya da lo mismo que lo único que no ha sido discutido sea la necesidad de mantener la distancia física y la higiene personal. Y que todo lo demás esté cuestionado. Hasta que llegue el día que seguir en casa sea inasumible y nos insten a correr el riesgo del que hasta ahora han querido preservarnos. A veces, infantilmente.

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