Cómo no hacer nada
El mundo ardiendo, hecho un cristo, y nosotros en casa montando cursos ‘online’, visitando museos ‘online’, haciendo manualidades o cortándonos las uñas en nuestro Instagram Live para 32 espectadores
El día antes de confinarnos, todos estábamos nerviosos. Las empresas, inexpertas en el teletrabajo, asistían temblorosas e impotentes al desmantelamiento de las oficinas —qué vamos a hacer, cómo vamos a producir igual—. Dilataban el momento de mandar a la gente a sus casas, la logística se hacía cada vez más urgente a medida que las calles se iban quedando vacías de humanitos.
Se esperaba con cierto nerviosismo el mail de El Jefe. ¡Quién nos iba a decir que un bicho nos iba a meter en casa, a nosotros! Algunos maestros, igualmente temblorosos, mandaban el jueves un kilo de deberes y temarios sin mirar muy bien el qué ni el cómo. Como cuando un profesor te marcaba diez o veinte temas de golpe en una forma rara de venganza o castigo, absolutamente imposible de cumplir en un mundo lógico y normal. Pero es que el mundo había dejado de ser lógico y normal, y da mucho miedo que todo se pare, casi tanto como una invasión ovni.
Por eso también lo de los rollos de papel higiénico. Ada Colau llamaba a la desaceleración y dijo las palabras mágicas: “Bajar el ritmo de la ciudad”. Posponer reuniones, llamadas con amigos, cenas. Dejar de hacer todo lo no urgente, es decir, casi todo. Parar y distancia social. Lo único que para entonces ya habían salido tres canales de Youtube de cocina de Marta, Pedro y Margarita, cinco podcast del coronavirus, diez listas de cosas por hacer con libros y películas que no te puedes perder. Nos pensamos (y pese al miedo, deseábamos) que el confinamiento nos diera una tregua productiva, pero el confinamiento nos iba a dar un poquito más de aprensión. Estábamos por ahí confinados, los que podíamos, y produciendo cosas sin parar. Como monos tocando los platillos. Desde lejos y desde fuera seguro que daba muchas ganas de abrazarnos.
Las empresas apelaban a la creatividad y a la necesidad de “reiventarse” en tiempos de crisis, y eso que aún no habían comprado ni desinfectantes ni mascarillas. La mayoría estábamos haciendo tal cantidad de cosas tan poco vitales en ese nuevo escenario medio distópico que nos sentíamos inútiles. ¿Qué se hace en una casa? ¿Para qué sirvo? Todo dejó de tener un poco de sentido, y por eso mismo era tan aterrador ver el carrer Aragó vacío y las rondas desiertas.
En medio de la histeria, penalizábamos las lágrimas de la consellera de Salud, Alba Vergés, porque cómo se le ocurría salir así, sintiendo las cosas. Quienes se encargaban de lo vital, o sea quienes cuidaban, limpiaban, curaban o te cobraban las verduras, lo hacían a veces por poco más de 1.000 euros y un aplauso. El mundo ardiendo, hecho un cristo, y nosotros en casa montando cursos online, visitando museos online, haciendo manualidades o cortándonos las uñas en nuestro Instagram Live para 32 espectadores. Lo que se dice aprovechar el confinamiento. De poder tocarnos, nos imaginé a todos arrancándonos las cabezas después de una clase virtual de yoga para principiantes. Estábamos tan desesperados que no sabíamos hacer nada más que dotarnos de un sentido a través del consumo y la economía de la atención. No se nos ocurría otra cosa, no podíamos parar de crear.
Pobres humanitos. Nadie entendía muy bien la intención de aquel nuevo programa en Instagram TV pero tampoco podíamos estar en contra del todo: distraerse es, también, una cuestión de vida o muerte, lo dice Jody Odell en How To Do Nothing. Tampoco se podía decir que estuviéramos haciendo daño a nadie. Nos poníamos nerviosos. Mientras tanto había también gente confinada sintiéndose mal, preguntándose si era raro que ellos solo quisieran dormir o llorar o, mejor, no hacer nada.
Y gente, mucha gente también, sin confinarse o buscando en Google qué es un ERTE y qué me puede pasar, qué hacer si mi jefe me obliga a ir a trabajar y soy población de riesgo o cómo pago el alquiler si he perdido todos los trabajos de marzo. Asistimos, desmoralizadas y agotadas, a la constatación inevitable de que era imposible parar: los que no podían porque no podían y los que podían porque la inactividad en mitad de una sociedad de consumo era el fracaso absoluto. Y aquí nadie quería fracasar, todos querían asomar la cabecita y salir a flote.
Anna Pacheco es periodista.
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