“No sabemos dónde está nuestro futuro”

Los jóvenes, que ya venían tocados de la anterior crisis, ven cómo la pandemia pone de nuevo en riesgo sus aspiraciones. Retrato de una generación obligada a madurar entre dos hecatombes económicas

“No
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En vídeo, el reportaje 'La generación de la doble crisis'.SAÚL RUIZ

El viernes 13 de marzo, el presidente Pedro Sánchez anunciaba en televisión que España entraba en un inusitado estado de alarma y que la población viviría confinada desde entonces. Poco después de ese anuncio, Juan Antonio Rojas, Juanan, de 28 años, perdía casi simultáneamente los dos empleos que tenía en Sevilla y se iba de cabeza al paro. Esa mañana, en Madrid, Pedro Bollini, un diseñador industrial, recibía una llamada en la que quedaba en el aire el empleo que le iban a dar después de un largo proceso de selección, un trabajo para el que se había formado a conciencia y que estaba destinado a cambiarle la vida. Ese mismo viernes 13, en la otra punta de Madrid, Lucía Mossberg, de 35 años, que llevaba casi una década encadenando becas mal pagadas y empleos temporales precarios, pensó que el último contrato que había firmado acababa en junio y que, o mucho se equivocaba, o no renovaría y todo sería aún peor. Y acertó. Todo es peor. La crisis del coronavirus y su correlato económico han afectado a toda la población, pero supone un vendaval devastador para quienes tienen entre 20 a 35 años, muchos de los cuales ya venían muy tocados de la crisis anterior. La Gran Recesión noqueó a una generación de jóvenes hace 10 años. El huracán que ya sopla está a un paso de derribarles. Son la generación de la Doble Crisis, los dobles perdedores del coronavirus.

Juan Antonio Rojas, 28 años

Vive en Olivares, un pueblo de Sevilla. Perdió los dos empleos que tenía, uno relacionado con el turismo, otro de DJ, el mismo día en que se declaró el estado de alarma en el país. No ha recuperado ninguno de ellos.

Los especialistas que tratan de describir este grupo advierten de que no todos los datos son negativos: los jóvenes gastan menos y gastan mejor; dudan más, se informan más que antes; aleccionados por la Gran Recesión y justo después del Gran Confinamiento, las encuestas demuestran que se han convertido en consumidores y votantes más exigentes. Además, son más solidarios: la ola de penuria vacía los bolsillos pero alimenta la conciencia. La realidad de los hechos es más prosaica: los jóvenes vivirán peor que sus padres (ellos lo tienen asumido: los protagonistas de este reportaje lo reconocen) y el ascensor social se ha frenado, incluso puede haberse detenido. El economista Santos Ruesga sostiene que la anomalía española “no es el paro juvenil, sino el paro del conjunto de la población”. Aun así, las cifras son lacerantes: 4 de cada 10 jóvenes están desempleados en España, según los datos de Eurostat (frente al 16% europeo); buena parte de esos trabajos son, además, subempleos, trabajos a tiempo parcial. Los sueldos han bajado más entre los más jóvenes en la última década. El porcentaje de jóvenes de 20 a 29 años que vive con sus padres (y no pueden, en fin, emanciparse) no ha dejado de crecer desde 2010 y supera el 77%: solo los croatas, italianos, eslovacos y griegos están peor en toda la UE, según Eurostat.

Lucía Mossberg, 35 años

Estudió Psicología. Habla cinco idiomas. Lleva más de 10 años encadenando trabajos temporales, contratos precarios y becas. En junio no le renovaron debido a la pandemia. Actualmente se encuentra en paro y su prestación termina en enero. A partir de entonces no tendrá ningún ingreso.

Las estadísticas son espejismos organizados. Pero detrás de estos datos están casos como el del sevillano Juanan quien, ya antes del derrumbe, cuando aún conservaba sus dos trabajos, no solía hacer muchos planes de futuro. Se acostumbró a improvisar como forma de vida. Hijo de un agricultor y de una profesora de costura, desde que acabó el bachillerato trabajó en varias cosas, le despidieron, montó su propia empresa, fracasó, se matriculó en Filosofía, buscó nuevos trabajos, así hasta que encontró un puesto como encargado de la entrega y recogida de audífonos turísticos para visitar la Catedral de Sevilla y el Alcázar, a lo que se sumaba un empleo ocasional como DJ en fiestas los fines de semana. En la primera ocupación tenía un contrato desde hacía dos años por 950 euros al mes; con la segunda se sacaba un sobresueldo a razón de 50 euros la hora. Él y su novia —cuidadora de niños— pensaron en enero dejar la casita de 35 metros cuadrados construida en el pueblo de Olivares con sus propias manos en un solar propiedad de su padre, y alquilar un piso en Sevilla. Pero, desconfiados por naturaleza de las trampas del futuro, decidieron esperar. Ahora lo agradecen, porque donde están no pagan un solo euro y en las condiciones actuales no sabrían de dónde sacar para un alquiler. Juanan ha aprovechado para adelantar en la carrera. Está a punto de terminarla. Si lo logra tal vez haga oposiciones. Tal vez no: dependerá de si le sale algún trabajo compatible. En ese caso abandonaría la idea de ser profesor o la dejaría para más adelante. Quién sabe. En los 10 años que lleva peleándose en un mundo laboral tambaleante e inseguro, dice haber aprendido dos cosas: “Voy a tener que adaptarme a las circunstancias hasta que me muera, y voy a vivir peor que mis padres”.

Pedro Bollini, 32 años

Argentino. Ingeniero industrial. Llegó a España buscando una oportunidad. Fue seleccionado para un trabajo ideal para él en Madrid. Pero el mismo día en que le dieron la noticia le dijeron que había que esperar a que la pandemia terminara.

La travesía del desierto empieza a hacer mella en el estado anímico de toda la sociedad, y en especial en algunos jóvenes: la socióloga Belén Barreiro ha bautizado como “perdedores y temerosos” a un subgrupo del 20%, en el que hay básicamente “mujeres y parados, en economía de guerra, obsesionados con seguir la información sobre la pandemia, muy pesimistas y con crecientes problemas de ansiedad”. Además, los niveles de insatisfacción con la democracia son abrumadores. Los jóvenes españoles elevaron su interés por la política desde la pasada crisis; “a raíz del 15-M, del fin del bipartidismo y encaramada al movimiento feminista, la juventud se ha acercado a la política”, destaca Gema García-Albacete, de la Universidad Carlos III. Pero el descontento con los políticos es formidable: se eleva hasta el 87,5% de quienes tienen entre 25 y 34 años, muy por encima de la media, según los datos del Centre d’Estudis d’Opinió, el CIS catalán. Hay que hacerles preguntas a los datos, y las respuestas tienen un tono azuloscurocasinegro: con las bolsas de precariado que traen el elevado paro juvenil y niveles de desigualdad y exclusión social rampantes, los expertos vaticinan que habrá una permanente bolsa de votantes que actuará como caldo de cultivo de las fuerzas antisistema. “La política se hará más impredecible y volátil. Las desigualdades económicas engendran desigualdades políticas: el precariado económico acaba convirtiéndose en precariado político y esa tendencia tiene a cronificarse”, afirma el politólogo José Fernández-Albertos en Antisistema (Catarata).

Lucía Mossberg, por edad, 35 años, encarna a su pesar a esta generación forzada a crecer y madurar a caballo entre dos crisis. Lucía acabó la carrera en 2010, en plena implosión de una burbuja inmobiliaria, y comenzó a buscar trabajo en pleno invierno del descontento: esa coincidencia ha marcado todo lo que vendría después. Empezó empalmando contratos de becaria. Lo veía aceptable: “Ni tan mal”, pensaba entonces, con un sueldo de 900 euros al mes. Cuando esa beca terminó, un centro de psicología infantil la contrató en negro para trabajar por la promesa de un ascenso y el ridículo sueldo de 26 euros al mes. Cada final de mes entraba al despacho del contable y firmaba un pagaré por la suma de lo que contenía el sobre del sueldo: un billete de 20, otro de cinco y una moneda de un euro. Aguantó seis meses, el tiempo que tardó en darse cuenta de que nunca iba a llegar el prometido ascenso. De ahí saltó a más contratos de becaria, por los mismos 900 euros que se habían convertido en su techo salarial. Ya no era “ni tan mal”. A los 28, la edad que tiene ahora Juanan, le ofrecieron otra beca, esta vez en Múnich. Lo vivió como una aventura; como un paso adelante. Se quedó cuatro años. Hasta que en 2019 ella y su novio, al que conoció allí, se arriesgaron a volver, pensando que la mala suerte se había acabado. Él siguió en la empresa familiar en la que ya trabajaba desde Múnich; ella consiguió otro trabajo temporal, pero con visos de convertirse en fijo a la vista de que a otros compañeros algo más veteranos que ella lo iban logrando. Alquilaron un piso por 1.000 euros. Lo decoraron con estilo. Y justo en ese momento el coronavirus se lo llevó todo por delante: salió el presidente Pedro Sánchez por televisión anunciando la hecatombe y Lucía sintió que la maldición aún continuaba ahí. “Me fui al paro. Al principio me lo tomé con calma, pero cada vez es más agobiante: en enero se acaba la prestación. No hay ofertas, porque no hay anuncios, porque apenas se mueve nada. No hay dónde elegir. A veces pienso que me tendré que ir al extranjero otra vez, pero me da pereza, porque ya no es ir a la aventura, ya es otra cosa, algo que conozco, y no sé si habrá billete de vuelta. El otro día vi en las noticias que la economía no se recuperará hasta 2023. ¿Y qué hago yo hasta entonces?”.

Helena Agustí, 26 años

Estudió Negocios y Marketing Internacional. En septiembre de 2019, creó su propia empresa. La ha visto tambalearse durante este año, pero, en vez de achicarse, ha decidido invertir aún más en ella. Está convencida de que saldrá adelante.

La clase media era una aspiración factible para las generaciones nacidas en los sesenta y los setenta, e incluso casi los ochenta. Tanto Juanan como Lucía y el resto de entrevistados tratan de agarrarse a esa idea de la clase media como sea, de no caer pendiente abajo, de aguantar donde les colocaron sus padres en la rampa de salida. Con los datos en la mano, va a ser difícil. El clasemedianismo, según el sociólogo César Rendueles (Contra la igualdad de oportunidades, Seix Barral) es otra especie de espejismo: la mediana de ingresos en España, según el INE, son unos 15.000 euros anuales, pero las encuestas ubican ese umbral —la clase media— un 30% por encima de esa cifra. Si el listón son 15.000 euros, muchos lo lograrán. Pero si esa misma clase media está ese 30% más arriba y supone acercarse a los que están en el tercio superior de la distribución de ingresos, no va a ser tan sencillo.

“La secuencia estudiar-trabajar-casarse-poseer una vivienda-tener hijos-jubilarse se ha roto en mil pedazos; ese encadenamiento valía para las generaciones de mayo del 68 y la siguiente, pero ahora se ha resquebrajado”, resume Olga Cantó, de la Universidad de Alcalá. Las dos grandes crisis que se han sucedido en apenas 10 años han truncado de forma imprevista numerosas trayectorias vitales. Su efecto en una etapa tan crucial provoca estragos: dificultad de prever las expectativas de futuro, incertidumbre, inflación de títulos universitarios y sobrecualificación, imposibilidad de fijar metas vitales y un largo etcétera. También la quiebra de un país, con cada vez más desigualdad, más gente muy arriba y más gente muy abajo: España está a la cabeza en las estadísticas de desigualdad y riesgo de pobreza en Europa, según la agencia estadística Europea, prácticamente al nivel de los países bálticos y de los del Este menos desarrollados. “En el coma inducido en el que se ha metido la economía, esos niveles van todavía a peor, y entre los jóvenes el riesgo de pobreza es elevadísimo: el Estado es capaz de redistribuir muy poco en el caso de los jóvenes; y, por desgracia, hay mucha pobreza heredada”, cierra Cantó.

“La secuencia estudiar-trabajar-casarse-poseer una vivienda-tener hijos-jubilarse se ha roto en mil pedazos”
Olga Cantó, profesora de la Universidad de Alcalá

No todo es tan oscuro. O no es tan oscuro para todos: hay quien ha encontrado una forma de salir. O de tratar de salir. Helena Agustí, de 26 años, dueña de un optimismo contagioso, especialista en marketing, se dio de alta como autónoma en septiembre de 2019. Su negocio consistía en asesorar a empresas especializadas en interiorismo. Le fue bien. En octubre contrató a una empleada y a una becaria. En marzo pareció que todo se desplomaba. Despidió a la empleada (“lo entendió, en cuanto pueda la contrato de nuevo”), aguantó con la becaria, la despidió luego, perdió clientes, renegoció el alquiler de su pequeña oficina y, sorprendentemente, siguió a flote. Y hace solo unos meses decidió jugársela y apostar: rescindió el alquiler de su piso compartido y el de su oficina y alquiló una oficina-casa más grande, en pleno Passeig de Gràcia de Barcelona, aprovechando que los alquileres han bajado. “Me aconsejaron que no lo hiciera, me llamaron loca, pero yo me decía a mí misma que lo mejor era pensar mientras avanzaba, que no podía pararme, que había que ir hacia adelante. Eso sí: nunca me habría imaginado que los negocios son así”. Helena entra dentro del subgrupo de jóvenes a los que la socióloga Belén Barreiro ha llamado “supervivientes-resilientes”: les va bien, no tienen miedo, no han caído en el desánimo, no son los más preocupados por contagiarse el virus. Y sí, a ella le sigue yendo bien, pero confiesa que trabaja demasiado: “A veces me pongo a las nueve de la mañana a trabajar y termino a las nueve de la noche. Así son muchos días. Hay tardes en que yo sola, en la casa, para aliviar la tensión, me pongo los cascos y me pongo a bailar yendo de una habitación a otra”.

María José Pérez, 29 años

Estudió Historia del Arte en Salamanca. Procede de un pequeño pueblo de Zamora, Almaraz de Duero, y de una familia humilde. Tras la crisis del coronavirus se ha decidido a preparar oposiciones. No le gusta que esta sea la única salida a la que agarrarse, pero no encuentra otra.

Barreiro describe también otra categoría de jóvenes, los “perdedores-resilientes”. Ahí entra Carlos Bellini, argentino, que vio el 13 de marzo esfumarse el trabajo de su vida después de declararse el estado de alarma. Vino en 2018 a estudiar un máster con su esposa, que también se quedó sin trabajo en marzo. Están comiéndose los ahorros, sacando algún trabajillo aquí y allá. Pero se han liado la manta a la cabeza y van a tener pronto su primer hijo. “¿Optimistas? No nos queda otra. Lo que ustedes llaman crisis para un argentino es el día a día”.

Y mientras Helena amplía su negocio y Bellini amplía su familia, María José Pérez, de 29 años, ve cómo su vida se encoge. Nacida en un pequeño pueblo de Zamora, Almaraz de Duero, convertida —junto a su hermana— en la primera de su familia en ir a la universidad, terminó la carrera de Historia del Arte en Salamanca en 2013 y al salir a la calle se dio cuenta de que no iba a ser fácil: “Me pasó lo que a todos, vi un desierto de precariedad que aún perdura”. Durante siete años de travesía, como Lucía, la psicóloga madrileña, encadenó prácticas no remuneradas, empleos mal pagados o temporales, trabajos como falsa autónoma, estudios superiores en gestión museística, trabajos como guía a cinco o seis euros la hora. Hasta emigró a Madrid infructuosamente. Ahí la encontró la pandemia, lanzándola al paro. Volvió a Zamora. Junto a su hermana, reformarán la vieja casa del pueblo para encerrarse a preparar oposiciones. Asegura que no le gusta que eso se convierta en la opción preferente, en la única salida al laberinto. Pero no encuentra otra. A la pinza de su generación en crisis permanente se le une la procedencia de una región maltratada, la de la España vacía, despoblada de gente, de empleos y de oportunidades. Participa en un colectivo que reivindica salidas para los jóvenes de Castilla y León. Procede de una familia agricultora y ganadera humilde, y hace 20 o 30 años sus estudios y su determinación le habrían bastado para escalar un piso social. Pero el ascensor renquea; ella es la prueba. La OCDE —el club de los países ricos— calcula que en España se necesitan varias décadas para pasar de la clase baja a la media, que ya no basta con una generación, como en los años ochenta. Lo peor es que ese tiempo en subir de clase va al alza en España. “Tengo amigas en Londres, Nantes o China que trabajan como profesoras de español. Todo el mundo se ha ido. Yo también me fui un tiempo, a Francia, pero la precariedad nos acompañó allá donde fuimos. Lo único bueno es que esto no es nada nuevo. Siempre hemos vivido en crisis. Ahora sólo es más fuerte”. Y añade: “Lo que pasa es que no sabemos dónde está nuestro futuro. Pero somos una generación madura y luchadora. Saldremos adelante”.


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