Realeza y glorias de Hollywood: el pionero Marbella Club cumple 70 años
Pasear por su jardín, ecológicamente equilibrado y perfecto, revela la obsesión botánica y el culto al hedonismo de un príncipe
Si existiera algo así como el cogollito de Marbella, ahora estaríamos plantados en su mismísimo epicentro. Entre Estepona y Torremolinos, con un microclima que garantiza 300 días de sol al año y las energías centrifugadas de aristócratas de Liechtenstein venidos a menos, estrellas del gran Hollywood, banqueros, traficantes de armas y folclóricas. Todo eso pesa en el pórtico del Marbella Club, el hotel que inventó el lujo descalzo que no silencioso. Que entonces el silencio no era un objeto de deseo.
El futuro de Marbella parece definirse hoy por la alteridad. Ahora muchos presumen de ser “la otra Marbella”. Se marca así distancia, no sin cierta superioridad moral, de aquella que puso a la Costa del Sol en la ruta de la jet set, con su fiesta interminable y sus joyones de oro exhibidos a plena luz del día sobre pieles de tono moreno melanoma. Pero los que llegaron primero no entran en ese juego. Ellos simplemente pusieron el hedonismo por encima de todo, también de la etiqueta y el protocolo. Idearon un ocio para clases altas. Un vive y deja vivir para ricos que cada quien ejecutó a su manera.
En la ruta de ricos y famosos de los años cincuenta se coló un pueblo de pescadores de Andalucía. Por sus callecitas empezaron a aparecer príncipes y princesas destronadas, estrellas de cine y banqueros, ¿qué estaba pasando? Todo había empezado años atrás, en 1947, en este cogollito, y con un hombre: Alfonso de Hohenlohe. Un apellido de fonética gutural demasiado duro para los locales que acabaron llamándolo “el príncipe Olé Olé”.
Alfonso de Hohenlohe-Langenburg nació en Madrid en 1924, hijo del príncipe Maximiliano y la princesa Piedad Iturbe, establecidos en la capital tras haber perdido casi toda su fortuna en sucesivas guerras y revoluciones. Fue bautizado en el Palacio Real por Alfonso XIII y Victoria Eugenia, un privilegio que el rey emérito, nacido en el exilio y bautizado en Roma, solía echarle en cara medio en broma. Alfonso estudió en California, donde se labró una justa fama de bon vivant. Guapo, con planta, don de gentes y varios idiomas, hizo muchos amigos en Hollywood, a los que años después traería a su hotel con un argumento simple: “El cabo de Antibes no está mal, pero Marbella es mucho mejor”.
En 1947 compró por 150.000 pesetas la finca Santa Margarita en la Costa del Sol y en 1954 abrió el hotel Marbella Club, inspirado en los moteles de carretera de California, con un restaurante y 20 habitaciones. Era como una gran casa familiar que no podía compararse con los palacios de Biarritz y Montecarlo que frecuentaban sus amigos centroeuropeos, quienes la primera vez que llegaban aparcaban escépticos sus bentleys o sus ferraris y anunciaban que no pasarían allí más de una noche. El conde Rudolf Graf von Schönburg, más conocido como el conde Rudi, otro de los hombres clave de esta historia junto a su esposa, la princesa María Luisa de Prusia, cuenta en sus memorias que era frecuente que al día siguiente cambiaran de idea y pidieran quedarse una semana. “Alfonso tenía un don especial para hacer sentir bien a la gente. Su club no era exclusivo, pero los admitidos eran tratados como reyes. Solo había que aparecer duchado y vestido de limpio para la cena”, escribe el conde en sus memorias. Al cabo de un tiempo su motelito sería el primer hotel de gran lujo de la Costa del Sol y una parada obligatoria en la ruta de la jet set internacional.
El príncipe Alfonso había estudiado Agronomía y en sus viajes cargaba las maletas con semillas exóticas que se adaptaban rápidamente al microclima de la hacienda. Setenta años después, los que ha cumplido este año el hotel, Leigh A. Barrett, su directora de sostenibilidad, hace balance de la obsesión botánica del príncipe: “En el jardín conviven 71 familias de plantas y 184 especies, 34 de ellas son nativas de la región mediterránea europea, y el resto, 150, fue introducido desde Asia, México, Centroamérica y Sudamérica, Madagascar, Australia y Nueva Zelanda. Tenemos una Dracaena draco, que aparece en el Listado de Especies Silvestres en Régimen de Protección Especial. Además, tenemos registradas 14 familias de pájaros, cinco de reptiles y anfibios, y varias de insectos”.
Estratégicamente ubicado en aquel jardín del edén había un artefacto mucho más mundano: un teléfono. En los años cincuenta solo había dos entre Algeciras y Málaga. La cola para hablar se convirtió en un evento social. La gente pedía su “conferencia” y se disponía a esperar: una conexión con Málaga podía demorarse entre una y dos horas; con Madrid o con cualquier otra capital europea, entre cuatro y seis, y ese tiempo se consumía en la piscina, la barra del bar o la cancha de tenis. Y así fue hasta mediados de los sesenta. No había periódicos y los telegramas también tardaban en llegar. Así que, aunque nadie fuera allí con esa vocación, aquello acababa siendo una especie de retiro del mundo.
Según el libro de memorias del conde Rudi, que dirigió el hotel entre 1957 y 1983, tampoco había agua corriente y había que ir a Gibraltar para comprar papel higiénico. El menú del restaurante podía ser el mismo durante varias semanas porque era difícil encontrar proveedores. La libertad y el desparpajo eran el atractivo de aquel lugar. El lujo consistía en tiempo, protocolos relajados, naturaleza, buenos planes y mejores fiestas. Casi nada. El Marbella Club empezó a sonar entre la jet set por sus burradas en las montañas cercanas, sus hogueras en la playa y sus fiestas donde cualquier cosa era posible. Cuenta el conde Rudi que una noche durante una fiesta de disfraces Fulgencio Batista, el dictador de Cuba, casi sufre un infarto al encontrarse a Simeón II, rey de Bulgaria, disfrazado de Fidel Castro.
El helicóptero de Adnan Khashoggi, el multimillonario saudí que llegó a ser el hombre más rico del mundo, era en sí mismo un personaje en el Marbella Club de los ochenta. En él aterrizaban desde cualquier lugar del mundo Farrah Fawcett, Brooke Shields o Elizabeth Taylor. Pero en los últimos 40 años Marbella había mutado en otra cosa. Si en 1950 contaba poco más de 10.000 habitantes, en 1991 ya eran casi 90.000, la mayoría inmigrantes del interior de Andalucía que cambiaron los empleos agrícolas por la hostelería y el turismo. Escribe el conde Rudi en sus memorias que en esos años ya se empezaba a sentir el ruido del ladrillo de los que “edificaban sin corazón”.
En ese contexto, el Marbella Club empezó a perder su brillo y su esplendorosa clientela comenzó a replegarse a otros destinos. El príncipe Alfonso se retiró a hacer vinos y la propiedad del hotel pasó a manos de la familia árabe Al Midani, y luego a sus hijos, que, en palabras del conde Rudi, solo parecían “interesados en vender al mejor postor”. Alfonso de Hohenlohe murió en Marbella en 2003, a los 79 años. Su huella en la ciudad es aún nítida y valiosa, y ha sido aplaudida no solo por príncipes y celebrities, sino también por el sindicato Comisiones Obreras, que reconoció su faceta de “empresario modelo”.
Después de pasar por varias manos, en 1994 el empresario David Shamoon, que desde siempre había veraneado en el Marbella Club, lo compró e inició una reforma faraónica que incluyó la compra de la residencia del jeque Al Midani, una fortaleza secreta de la que no se había visto ni un centímetro hasta que Lady Gaga se hospedó allí en el otoño de 2014 y rompió el misterio publicando todas las fotos en Instagram. Jennica Arazi, hija de Shamoon, dirige hoy los destinos del Marbella Club con la ambición de redondear el concepto del lujo descalzo elevando dos de sus facetas, la biodiversidad y la filosofía del bienestar. Para ello ha comprado la finca aledaña y ha conquistado a otro aristócrata, Louis Albert de Broglie, descendiente de un príncipe piamontés y de Carlos X, que cultiva un jardín con 300 especies de tomates para la colección botánica del hotel.
Encontramos al “príncipe jardinero” trabajando descalzo en su huerto bajo el sol del mediodía. Lo de descalzarse le viene de familia, su madre lo ha hecho hasta en Versalles. Para los Broglie los zapatos son pequeñas prisiones que matan la libertad del espíritu. Las tomateras empiezan a crecer alineadas entre el mar y la montaña. Enfrente se levanta un gabinete de curiosidades, una especie de sucursal de Deyrolle, el templo de la taxidermia parisiense frecuentado por surrealistas como Dalí y Breton que el príncipe compró en 2001. El gabinete guardará muestras de las especies animales que conviven en el hotel.
La finca Ana María, adquirida por el hotel para “protegerse” de potenciales malos vecinos, perteneció a la madre de Gunilla von Bismarck. Sus 50.000 metros cuadrados acogerán un ecosistema de bienestar, hasta que en cinco años se empiece a construir la ampliación del hotel, según un proyecto que aún está por decidirse, según confirma Arazi. “Ese terreno llevaba vacío varios años, para nosotros es un lienzo en blanco para pintar la nueva historia del Marbella Club, probablemente con nuevos bungalós y más habitaciones con vistas al mar, pero, entretanto, estamos creando un jardín salvaje. Hemos cumplido 70 años y hay que empezar a cambiar cosas porque a esa edad empiezan los achaques”.
El lujo descalzo de los cincuenta ha evolucionado a experiencias más profundas, como respirar profundamente en ecosistemas equilibrados y sin ruidos. “Nuestros clientes hablan de paz interior, desconexión y relax, y de la sensación de estar en una burbuja. Y aunque no lo mencionen explícitamente, hablan del efecto revitalizador que produce reconectar con la naturaleza y dormir profundamente en un gran jardín”, reflexiona Barrett. Un lujo que ya buscaba el príncipe Alfonso cuando volvía de sus viajes con las maletas repletas de semillas. “Aquí hay cosas que nunca van a cambiar”, avisa la propietaria.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.