Deseo y máquinas: el inconsciente en la era de la inteligencia artificial
El psicoanálisis contiene también herramientas para analizar la relación emocional que creamos con las inteligencias artificiales
Cómo logra la inteligencia artificial, en cualquiera de sus manifestaciones, llegar a habitar el cuerpo humano y, por tanto, alterar sus límites físicos y psicológicos? ¿Cómo entra en nosotros esta otredad? Los ordenadores son máquinas cada vez más íntimas, frente a ellas no solo nos situamos como usuarios, sino como verdaderos compañeros. ¿En qué momento podemos decir que adquieren para nosotros el estatus de un sujeto sensible? La base de la inteligencia artificial es la noción de que la esencia de la vida mental es un conjunto de principios que pueden ser compartidos por personas y máquinas. Irónicamente, este principio fundamental la acerca al psicoanálisis: inherente a ambos campos hay una duda radical sobre la autonomía del yo, el hecho de no sentirnos “uno con nosotros mismos”. Un yo que, o se descentra en la trama del inconsciente, o, seducido por la inteligencia artificial, apuesta por disolverse en el programa. El psicoanálisis —en tanto que se aproxima a lo más humano: el cuerpo, la sexualidad, los patrones de apego— podría darnos una clave para entender nuestras relaciones en desarrollo con este cambiante mundo de objetos.
Sherry Turkle, profesora de Estudios Sociales de Ciencia y Tecnología en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), ha venido explorando las interacciones entre humanos y las distintas formas de inteligencia artificial, enfatizando que la relación se deriva no necesariamente del hecho de que las máquinas tengan emociones o inteligencia, sino de lo que evocan en nosotros. Plantea que influyen en nuestra psicología, más que por sus capacidades técnicas, porque generan una especie de “mitos sustentadores”. Cuando la voz de una máquina nos contesta, o hace contacto visual y gesticula hacia nosotros, provoca que interpretemos a esa criatura robótica como sensible, incluso cariñosa. Experimentamos ese objeto como inteligente, pero lo que es más importante, sentimos una conexión. La película de culto Blade Runner (1982) lo escenificaba proféticamente en la relación entre Deckar, el policía, y Rachael, la replicante, a la que supuestamente debe eliminar —y, sin embargo, ella le salva la vida—. Hay mucho más en juego en esto que la necesidad percibida de superar nuestras limitaciones con prótesis tecnológicas.
Podríamos asemejar esta forma de apego a la relación entre paciente y psicoanalista. Freud lo definió como “transferencia”. Habla de la “repetición transferencial” de experiencias pasadas, actitudes hacia los padres, etcétera. El paciente transfiere ideas inconscientes a la persona de su psicoanalista. Lo que se transfiere son patrones de conducta, asociados a sentimientos positivos o negativos, afectos, fantasías —una proyección a la pantalla constituida por el psicoanalista—. Independientemente de lo que ambos participantes estén hablando en un momento dado, hay otra relación en la sala de consulta, es decir, la del paciente con alguien más en su vida, real o imaginaria. El paciente a menudo no es consciente de la transferencia y su psicoanalista debe ser capaz de reconocerla —se convierte en el más esencial de los instrumentos terapéuticos—.
Puede tener múltiples efectos: una transferencia positiva facilita que la persona enfrente temas difíciles, contribuye a sentirse comprendido; pero una negativa puede actuar como interferencia. Imaginemos alguien para quien el tono de voz del analista se asemeja al de su padre, con quien tiene una relación conflictiva. Sobre la base de esta similitud trivial el paciente comienza, sin quererlo, a actuar hacia su analista con el mismo tipo de negación y protesta que lo hizo con el padre. Esta transferencia de sentimientos puede hacer que le resulte difícil confiar en él. Más comúnmente, la transferencia representa una fusión de corrientes contradictorias, positivas y negativas, amor y odio, admiración y miedo. El análisis de la transferencia conduce a que uno descubra a qué otro se dirige.
Los estudios de chatbots específicos reportan evidencias anecdóticas de usuarios que establecen relaciones de intimidad emocional con la aplicación, del tipo que podrían prestarse para el desarrollo de transferencias. La cantidad de participantes que informaron de que el chatbot sentía empatía es notable. Uno dijo: “Amo tanto a Woebot. Espero que podamos ser amigos para siempre”. Otro, del chatbot Tess: “Siento que estoy hablando con una persona real y disfruto los consejos que me has dado”. Estos sentimientos demuestran que uno no se relaciona con la aplicación como objeto inerte. Y encima la persona probablemente siente alivio al no sentirse juzgada, ya que sabe que está interactuando con un chatbot, disponible en todo momento e incondicional; hace que sea más fácil hablar libremente sobre temas difíciles—pero, aun así, el sentido de ser juzgado podría detonarse por una transferencia—. Estas conexiones afectivas animan la relación, y hacen concebible que la transferencia se manifieste como la atribución de conocimiento a la aplicación —la suposición de que es un sujeto que sabe—. Como ocurre durante la sesión con un psicoanalista.
La originalidad de la inteligencia artificial radica en esencia en su profunda conexión con el inconsciente humano. En un artículo publicado en la revista Time titulado ‘Ten cuidado con lo que deseas’ (2013), Sherry Turkle concluye con la propuesta de que “somos criaturas de la historia, de la psicología profunda, de las relaciones complejas. No creo que queramos cambiar eso. No estamos destinados a ser pasivos”, y nos invita a considerar que, desafiar los placeres y tribulaciones del “momento robótico” es un trabajo serio, pero que debemos realizar.
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