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Pontevedra, la ciudad que nos devolvió las calles

Se cumplen 24 años desde la peatonalización del centro de la ciudad gallega. Hablamos con un puñado de vecinos sobre cómo es la vida en un espacio urbano que es ejemplo mundial de sensatez

Pontevedra
Paula Domínguez y Manuel García con sus tres hijos en el centro de Pontevedra.Mirta Rojo

El 15 de agosto de 1999, unas vallas aparecieron rodeando el perímetro del centro de Pontevedra. Se pensó que estaban ahí por las fiestas de la Peregrina que aquellos días tenían lugar. Un rato más tarde, el Consistorio del BNG, que llevaba apenas un mes en el poder, anunció que se peatonalizaba el centro y que, ya puestos, la figura de la reina de las fiestas quedaba abolida. Un escándalo. A un librero de la zona le preguntó la prensa qué pensaba de aquella locura. “A mí un coche jamás entró a comprarme un libro”, respondió. Buscaron a otro librero (en Pontevedra son legión). Lo encontraron: “A mí sí me entró un coche en la librería una vez. Por el aparador. Y tampoco compró nada”.

Nené, cara visible del activismo contra la cercana papelera Ence y responsable de que Rajoy sea persona non grata en su propia ciudad, preferiría que los vehículos de carga y descarga sólo pudiesen acceder al casco histórico hasta las once de la mañana. Hace unos días siguió a una furgoneta de Amazon por una zona peatonal a las cuatro de la tarde. El repartidor entregó el paquete en un comercio y ella entró en acción. “La verdad es que le pregunté a la chica que recibió el paquete si esas zapatillas no las podía comprar en una tienda de aquí”. En la década de 1930, cuando nació, había solo dos coches en Pontevedra. Noventa años después, se ve casi el mismo número de vehículos en el centro. “Espera, que llamo a Lores, el alcalde, y hablas con él”. Lores responde al tercer pitido. Este reportaje es más bien para saber qué piensa la gente, le decimos. “Eso, que hable la gente. Mucho mejor”.

1. Carolina Badía y Nuria Argibay

A Nuria (derecha), artista de 29 años, la rodilla le anticipa si va a llover desde que alguien la arrolló en un paso de cebra. Matiza que el accidente no tuvo nada que ver con el plan urbanístico: “Fue un despiste”. Carolina (de 42 años), estilista, de la ciudad odia las palomas y adora los puentes. “Después de un año de mierda me volví a enamorar”.

2. Inma González

La dueña de la tienda Carnaby, un espacio pop con 20 años de vida, nos pide bajar la voz. Y ríe. “No queremos ponernos de moda. Así estamos muy bien”. Ayer celebró su 50 cumpleaños, congratulándose de haber abierto esta tienda en una ciudad tan amante de la música. “Cada chaval parece tener una guitarra”, remata.

3. Paula Domínguez Yáñez y Manuel García Puig

Pedimos un café en una terraza en la zona peatonal. La ausencia casi total de peligro ayuda a dar el primer sorbo. Pero con unos mellizos de 15 meses y un niño de 3 años, aunque no haya peligro, tampoco hay paz. “Es una ciudad muy cómoda. Aunque quizá falte algo de oferta cultural para niños y sobren turistas y free tours”, dice ella (de 39 años; él, de 43). Es probable que el premio de la ONU a su modelo sostenible o el Camino de Santiago tengan algo que ver. 

4. Xan López González

Miembro fundador del grupo Treixadura, este jubilado de 66 años vive en Salcedo, pero fue vecino del centro durante décadas. “Pensaba que no iba a salir adelante, la presión mediática y política en contra fue enorme. Cuando se peatonalizó esto”, dice señalando la plaza de Ourense desde el Café Savoy, “estaban por construir ahí un parking subterráneo”. 

5. Quim Serra

En octubre de 2020, este catalán de 43 años viajó en coche desde Barcelona y llegó a Pontevedra de milagro. “Había toque de queda y me quedé atrapado entre la autopista, la circunvalación, los puentes. Pensé que era una ciudad trampa”. Al día siguiente, paseando por el casco histórico, lo entendió todo. Todavía vive aquí.

6. María Pérez Espiña y Beatriz Pérez Espiña

María (izquierda, de 59 años) vive en Campolongo y sueña el destape del río Gafos, un proyecto que devolverá el cauce fluvial a la ciudad después de que se soterrase en 1970. Beatriz (de 55 años) vive en Marcón, parroquia a cuatro kilómetros, e insiste en los quebraderos de cabeza para aparcar cada vez que se baja al centro. “No hay alternativas. El aparcamiento gratuito solo dura 15 minutos”. Cuestiona también que la peatonalización haya favorecido a todo el comercio local: “Pienso en la ferretería de la calle Real. Es un sitio de paso, cargabas el coche y te ibas”.

7. Leonor González Prieto

Nené, de 90 años, mira a cámara en el acceso principal del Liceo Casino y luego abre el bolso y nos regala cuatro pegatinas. Dos de “No a la guerra” y dos de “A ría é nosa” (la ría es nuestra). El tercer modelo, con la palabra Tribunal Supremo tachada en protesta por la decisión del órgano judicial de avalar la prórroga de la actividad de la papelera Ence, se ha agotado. “Ya haré más. Las pego, las arrancan y vuelvo a imprimir. Estoy jubilada y no cocino, imagínate el tiempo que tengo”. 

8. David Peón y Luis Alberto Gómez

Estos dos pontevedreses de 38 y 46 años regentan Ye Olde Basset, un local con cuidada selección de cervezas y destilados con una clientela fiel desde que abriera en 2014. No piensan en expandirse y mucho menos en mover o ampliar a una ciudad más grande. “Cuando sales de aquí y ves un coche te preguntas: ¿qué demonios hace eso ahí? ¿Y por qué la acera es tan estrecha? Esta ciudad te vicia”.

COMO VER CRECER A UNA NIÑA

POR RODRIGO COTA

Para alguien que haya vivido el proceso urbanístico de Pontevedra desde su inicio en 1999, no fue muy diferente que ver crecer a un niño, en este caso a una niña. Cuando la ves al nacer no sabes si será más o menos alta, más o menos lista, más o menos trabajadora. Si acaso se fija usted en la cara para saber si salió al padre, a la madre o al que reparte el butano en el edificio.

La niña nació en la zona monumental de la ciudad y lo primero que hizo, en ese trazado medieval, fue eliminar unas aceras absurdas, en algunos casos de menos de medio metro, por las que teníamos que caminar para que en esas calles estrechas cupiera un coche. Luego el modelo, que así lo llamamos, fue extendiéndose por el casco urbano. Contarlo era complicado, al menos para mí, que no entendía muy bien qué se estaba haciendo. Un día a la niña le salía un diente, luego daba sus primeros pasos, aprendía a decir alguna que otra palabra, pero no teníamos perspectivas para valorar por dónde iría la criatura.

En la zona monumental la cosa salió bien porque era una estupidez que estuviera repleta de coches, pero fue a medida que la niña iba creciendo cuando empezamos a ver hacia dónde se dirigía. Claro que desde el Gobierno se nos explicaba, pero era todo demasiado teórico, y muy técnico. Así que la pregunta era para qué. Hoy es más fácil de contar, porque la niña ya ha crecido lo suficiente. Se trataba de recuperar los espacios públicos arrebatados por los coches a las personas y devolvérselos a estas. No significa que Pontevedra sea la ciudad sin coches. Eso es una leyenda. En Pontevedra circulan, pero solamente los que tienen que hacerlo para que la ciudad funcione. Si tiene usted que llevar a su suegra al traumatólogo, que espero que no, se suben las dos a un coche y van hasta la puerta del centro sanitario sin problema ninguno. Ahora bien, si lo que quiere usted es ir al estanco en coche y de ahí al bar y luego a la peluquería, ahí se lo ponemos tan difícil que acaba yendo a pie, que es lo que hacemos ya todos.

Y luego un día descubre usted que la niña tiene talento, que apunta maneras, que sale hacia adelante. Las calles y las plazas antes copadas por coches amontonados en colas o aparcados en cualquier lugar fueron convirtiéndose en un gran salón en el que el vecindario hace su vida, socializa, pasea. Y hay cosas que hay que contarlas con cuidado: si yo le digo a usted, así de golpe: “En Pontevedra los niños y las niñas van caminando solas al cole”, usted pensará que somos una panda de tarados. Pero no, no lo somos. Van solos al cole, van solos a reunirse con sus amigos para jugar en una plaza, y eso es posible porque no hay lugar más seguro que aquél que está ocupado por miles de ciudadanos que van por esas mismas calles y por esas mismas plazas.

A estas alturas, ya con 24 años, la niña se ha convertido en una madre acogedora que cuida de la ciudadanía y la protege, porque el espacio público, cuando se reparte poniendo a la persona en el centro, ayuda a democratizar a una sociedad y la vuelve más feliz. Caminando somos todos iguales.

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