El museo invisible: del cerebro técnico a los imponentes almacenes
El público solo podrá ver una quinta parte del edificio de la Galería de las Colecciones Reales. El resto es un colosal engranaje para que la iluminación, la temperatura, la seguridad y hasta el más mínimo detalle sean los adecuados
Un hombre embutido en un traje de seguridad está a punto de accionar una palanca. En una sala oscura iluminada apenas por las luces frontales que salen de las cabezas de otra docena de personas, el hombre lleva además un casco que uno de los presentes describirá años después como una escafandra. Un atuendo “de marciano” que aquel día de octubre de 2015 le daba a la escena todavía más tensión, valga la redundancia, pues estaban a punto de encender los cuadros eléctricos que dejarían entrar más de 5.000 kilovoltamperios de potencia para alimentar un inmenso edificio de 40.000 metros cuadrados en el corazón de Madrid, entre el Palacio Real y la catedral de la Almudena. Así que, por mucho que se hubieran hecho todo tipo de comprobaciones previas, a alguno se le encogió el corazón con el brutal ruido sordo que siguió al encendido. Fue solo un momento, porque todo había salido bien; ya podía empezar a poner en marcha el complejo sistema que da vida a la Galería de las Colecciones Reales, un espacio cultural largamente esperado que abrirá sus puertas a finales de este mes para mostrar algunos de los más impresionantes tesoros artísticos de Patrimonio Nacional. Pero lo que verá el público es apenas una quinta parte del edificio; el resto, una intrincada red de tramoyas que hace que absolutamente todo —la intensidad de cada luz, la humedad de cada sala de exposiciones, el espacio que da cobijo a cada tapiz a la espera de ser expuesto— sea como tiene que ser, es lo que queremos mostrar a continuación.
Así que este recorrido por las entrañas del nuevo museo comienza precisamente en el cuarto de los cuadros generales de baja tensión, donde Luis Baena, arquitecto técnico del equipo de Patrimonio Nacional, veía a finales de 2015 cómo el edificio empezaba por fin a cobrar vida de verdad con la conexión a la red eléctrica. Atrás quedaban los 235.000 metros cúbicos de tierra que hubo que mover, los 47.000 metros cúbicos de hormigón blanco que fraguaron su espectacular armazón, los cambios de materiales y las soluciones de última hora con los que fueron venciendo cada obstáculo. Y, aunque todavía habrían de pasar otros ocho años de puesta a punto y mantenimiento, con sus vicisitudes y sus pequeños tormentos, hasta que el proyecto museístico pudo ponerse en pie, fue aquel preciso momento en el que empezó a latir el corazón de la galería; al menos, esa es la metáfora que utiliza para ese espacio Baena, que lleva 13 años pateando por el día —y, seguramente, repasando en sueños por la noche— cada metro del edificio a medida que avanzaba.
Estamos en una de las plantas inferiores de la zona más oriental de este multipremiado espacio arquitectónico que se divide en tres grandes crujías o secciones paralelas, si se mira el edificio desde la entrada principal, con el Palacio Real a la espalda y la Cuesta de la Vega al frente, en el extremo contrario. En esta que estamos ahora, la crujía más cercana a la catedral, es donde están todos los órganos: ese corazón que alimenta desde las luces a los servicios informáticos y las cámaras de seguridad, los pulmones que filtran el aire, las enfriadoras y las calderas que mantienen constantes la temperatura y la humedad de las salas… La parte intermedia, un gran patio central de 50 metros, del suelo al techo, que canaliza las instalaciones, daría cabida a las venas, pues son las que llevan todo eso que producen los órganos adonde hace falta, esto es, a la crujía que alberga la parte pública: la entrada con el vestíbulo, la tienda, la zona de los ascensores, el auditorio y, por supuesto, las tres salas de exposiciones.
En este lado, el de toda la fachada que cae por la falda sobre la que se asientan el palacio y la catedral, hay siete plantas de altura descomunal: entre seis y ocho metros (la sala de los Austrias necesitaba ese tamaño para acoger los tapices más altos). Pero en el extremo contrario, en el que transitará un ejército de 150 trabajadores entre personal de mantenimiento, seguridad, limpieza o atención al público, se convierte en 14 pisos. Un auténtico lío que los arquitectos trataron de simplificar —todavía está por ver con qué éxito— nombrando cada planta de esta zona por la cota de altura en metros respecto al nivel del mar: desde la 602 (una pequeña planta de apenas 200 metros cuadrados) a la 652, la de la cubierta del edificio. Pero la cosa no queda ahí, porque no a todos los pisos se puede acceder desde cualquier punto, por lo que, por ejemplo, en algunos ascensores de servicio hay planta 633, pero en otros no, así que si por algún casual un visitante se pierde por aquí, lo mejor será que se quede quieto y espere a que alguien llegue en su ayuda.
Baena se lo sabe todo de memoria. Recorre los pasillos dando explicaciones, mientras saluda a la gente y va haciendo inventario mental de los detalles que pedirá que se revisen en cuanto las visitas salgan por la puerta: un golpe en una verja, unos filtros sucios, unas protecciones caídas en la puerta de un ascensor… “Soy un poco como un Pepito Grillo”, ríe mientras se dirige del corazón al “cerebro del edificio”. Es el BMS, el Building Management System, un programa de gestión a través del cual se controla cada máquina, cada luz, la temperatura y la humedad de cada sala… Tal vez a algún observador ocasional le puedan resultar un poco decepcionantes las humildes dimensiones y la escasez de aparataje de la sala de control, pero lo que realmente estamos viendo es un ordenador conectado a un programa que habita en la nube y que los responsables del edificio pueden manejar también desde sus despachos o, incluso, desde sus casas. “Me ha pasado, me han llamado un sábado: ‘Oye, que viene una visita, enciéndenos las luces”, cuenta Baena.
Desde el BMS, de hecho, se puede encender, apagar o variar la intensidad de cada una de las luces independientes que iluminan cada una de las obras expuestas. “Por ejemplo, estos que están tapados son abanicos muy delicados, por lo que deben tener mucha menos iluminación que las obras que están al lado”, explica Pilar Benito, jefa del Área de Conservación de Patrimonio Nacional, en una de las salas de exposición. “La iluminación está cuidadísima. Todo es luz led, que es la menos dañina. Porque a una cerámica no le afecta la luz, pero a un cuadro sí, a un textil, no te cuento, y a un libro…”, añade. Por eso, la iluminación de cada obra está pensada para que se pueda disfrutar lo mejor posible (esto es, que se vea bien, sin sombras ni brillos), pero minimizando al máximo su deterioro. Unas luces focalizadas al detalle que se pueden afinar todavía un poco a través de unas planchas, una especie de filtros.
En eso están estos días Benito y su equipo, ultimando unos detalles, que tendrán que repensar y repetir una y otra vez no solo por las muestras temporales, sino a medida que vayan rotando las piezas de las permanentes, cosa que ocurrirá periódicamente para mostrar la mayor parte de los fondos y por motivos de conservación; hay piezas que no conviene exponer mucho tiempo. A la vez, el equipo de restauración también se afana en completar su parte —aquí un grupo coloca trozo a trozo una fuente, allí dos profesionales retocan un lienzo, un poco más allá, otra hace lo mismo con una enorme escultura—, mientras los de traslados hacen honor a su nombre y, abajo, en el almacén, José Luis Valverde, el jefe de Registro, está preparado para cualquier cambio en la agenda prevista de movimientos —ocurre mucho últimamente y seguramente suceda más a medida que se acerque el día de la apertura—.
Valverde es un hombre tranquilo de hablar pausado que explica con la misma precisión cada obra de arte que va apareciendo ante sus ojos —”Esta es La naranjera, de la serie de pasteles de tipos populares de Madrid de Lorenzo Tiépolo; dos han subido a la colección, y el resto se ha quedado aquí; son preciosos, preciosos…”— y cada uno de los muebles y las herramientas que con tanto cuidado las guardan: los peines, que “son unas mallas metálicas, unas parrillas donde se cuelgan los cuadros y las obras gráficas y que a su vez están suspendidas en una estructura portante que corren a través de unos rodamientos”; los armarios compactos, “con una estructura automática rodante”; los “reforzados en horizontal con vigas cantiles” para las alfombras… Para abrir cualquiera de ellos es necesario introducir un código de acceso personalizado para cada trabajador, con lo cual queda un registro de quién y cuándo lo ha usado.
Como tantos de sus compañeros, Valverde lleva ya muchos años trabajando en este edificio a la espera de su puesta en marcha, lo que, además de haberles hecho transitar seguramente por muy distintos estados de ánimo, les ha permitido construir y hacer suyo el lugar. En su caso, recuerda por ejemplo lo que costó hacer los surcos para empezar a colocar los armarios: “Estuvimos varias semanas e, incluso, meses, taladrando en este suelo, que es [una solera flotante de hormigón pulido con acabado en polvo] de corindón, una piedra durísima. Trajeron máquinas especiales del extranjero, les reventaban las radiales…”. Y recuerda la decepción de no lograr hacer doble altura de almacenaje porque no se podía sobrepasar la línea de tubos de extinción de incendios —”tenemos aprovechado hasta cuatro metros, pero hasta los siete queríamos haber hecho un segundo piso y no pudimos”—, pero también cómo buscaron soluciones y huecos hasta en el último rincón para aprovechar al máximo un espacio que, por otra parte, es único dentro de los almacenes de Patrimonio repartidos por todos los Reales Sitios, por sus condiciones y, sobre todo, por su tamaño.
Todo es aquí abrumadoramente grande: el muelle de carga, la puerta metálica corredera que da al pasillo que a su vez conduce a un montacargas con capacidad para 10.500 kilos y 140 personas. “Por eso se pensó en principio, por las circunstancias y la facilidad de acceso y maniobra, en [almacenar aquí] los grandes formatos: alfombras, tapices y cuadros que son de una escala sobrenatural, muy grande, fragmentos de retablos…”, explica Valverde. Pero las condiciones mandan y, al final, aparte de las obras que están de paso para subir o bajar de la galería, este moderno y perfectamente acondicionado espacio resulta ser el refugio idóneo para piezas en apuros, cuenta el jefe de Registro mientras abre un armario lleno de volúmenes de documentación del Archivo General de Palacio; llegaron allí desde el vecino Palacio Real tras una operación de rescate por unas inundaciones provocadas por la tormenta Filomena en enero de 2021.
De hecho, para entender cómo funciona esta galería es importante situarla dentro de toda la estructura de Patrimonio Nacional y, sobre todo, del Palacio Real, con el que forma un conjunto dentro del que trasiegan continuamente trabajadores y con el que comparten instalaciones básicas, como los talleres artísticos y también los de mantenimiento: de electricidad, fontanería, carpintería, pintura y cerrajería, con su forja y todo.
Lo que parece claro es que la Galería acabará siendo el hogar de las alfombras y los tapices (en las Colecciones Reales hay 660 de las primeras y, de los segundos, 1.100 trozos pequeños y 680 medianos o grandes). Valverde echa la cuenta mientras muestra los armarios especiales para estos últimos, dotados con unos cilindros metálicos en los que se enrollan los tejidos, y después se cubren con telas. Para moverlos (recuérdese que las baldas de arriba están a cuatro metros), una grúa con cuatro brazos colocada en la parte superior facilita mucho las cosas.
Aquí, guardadas en sus armarios, las luces no son un problema, pero las condiciones ambientales son exactamente igual de críticas que en las salas de exposición para la buena conservación de las obras. “Lo fundamental es que no haya fluctuaciones bruscas”, dice Valverde. “Las condiciones óptimas están entre los 18 y los 21 grados centígrados de temperatura y el 45% y 50% de humedad relativa”, añade Pilar Benito unas plantas más arriba. El reto será mantener esas constantes cuando las salas se llenen de visitantes: “Simplemente la respiración de las personas supone una interferencia, sobre todo en la humedad relativa”.
Por eso es tan importante la monitorización a través del BMS —aquel programa de gestión en la nube que controla casi todo— y el trabajo de los órganos mecánicos que permiten mantener esas condiciones constantes, incluso, en puntos concretos de cada sala. El proceso funciona de la siguiente manera: hay en el edificio distintos espacios abiertos a la calle —los patios de captación— de los que simplemente chupan el aire unas contiguas unidades de tratamiento (hay 21 repartidas por todo el edificio), donde se purifica por medio de filtros de carbono, después se pasa por unas baterías de frío, que lo condensan para quitarle el exceso de humedad, para a continuación matar cualquier resto de elementos orgánicos, como los olores, usando filtros fotocatalíticos. Finalmente, unas baterías de calor y unas lanzas de vapor le dan la temperatura y la humedad exactas que requiere la colección. “Tenemos un sistema de climatización muy efectivo”, zanja Baena, que en los pasillos de los almacenes, casi al final de la visita, se parará a hablar un momento con dos personas. Una de ellas opina que le gustaba más el edificio cuando estaba vacío y está segura de que Baena piensa lo mismo.
—Y bien: ¿estás de acuerdo?
—La verdad es que vacío era espectacular… Pero no; está mejor así.
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