La parábola de Lucas Pérez, el chico de barrio que volvió a casa para rescatar al Dépor
El jugador tomó una decisión insólita: dejar a su club de Primera, el Cádiz, para jugar dos categorías por debajo con el equipo de su ciudad. Renunció a un contrato millonario. Su reto es devolverlo a la máxima categoría. A Coruña lo idolatra. Volvemos con él al barrio donde todo empezó
Un joven de poco más de 30 años acerca la cara al portal de un edificio de viviendas de barrio. Viste ropa deportiva y lleva un corte de pelo degradado con la raya al lado a machete. Con las manos en las sienes hace pantalla para tratar de ver el interior. Al momento llega una señora, llave en mano y, sin mediar saludo, le habla como si fuera familia: “Lucas, bienvenido a casa otra vez, nuestra casa. Estamos felices, sobre todo los que te conocemos desde que eras un bebé”. Lucas Pérez incorpora la mirada como un niño al que han sorprendido espiando a sus vecinos, ajeno al hecho de que, probablemente, hoy es el hombre más famoso de la ciudad. Sonríe y sigue paseando por el lugar donde creció. “Qué recuerdos”, casi suspira mientras le echa otro vistazo al portal. “Aquí no nos dejaban jugar con el balón. Enseguida bajaba algún vecino y nos regañaba”.
Monelos es un barrio obrero de A Coruña cuya espina dorsal está formada por una hilera de ocho edificios de 14 pisos conocidos como las torres de los marineros. Allí se criaron miles de niños nacidos en los años setenta y ochenta, en un escenario prototípico de la época: bloques simétricos, enjambres de chavales jugando al fútbol en soportales y descampados y una animada vida social en los bares y comercios. Y, también, mucha droga en el ambiente: “Esta plaza antes tenía efectos especiales”, dice Pérez al pasar por un lugar hoy totalmente cambiado. Un supermercado con aparcamiento, un centro cívico y una biblioteca ocupan el solar donde aparcaba el bus de la metadona, que él recuerda ver mientras jugaba con sus amigos. En vez de un pedregal con charcos eternos, hoy se levanta un parque infantil con suelo de goma. Por ningún lado asoman porterías improvisadas ni hordas de niños corriendo tras un balón, tal y como sucedía en aquellos tempranos años noventa. El que más corría, el que más gritaba, el que más quería la pelota era el mismo que hoy va saludando aquí y allá. O Neno de Monelos.
Lucas Pérez (A Coruña, 34 años) soñaba con ser futbolista del equipo de su ciudad, el de la camiseta de rayas blancas y azules que solía llevar desde pequeño. El Deportivo, un equipo con larga y sinuosa historia, vivía por entonces su época de mayor gloria: era un habitual de las competiciones europeas; en 1995 ganó su primera Copa del Rey y su primera Supercopa, y en el año 2000 se convirtió en el noveno campeón de Liga —y último hasta hoy— de la historia. Aquellos hitos los vivió el Lucas niño en la grada de Riazor, el estadio del Dépor. Como si fuera una película, una parábola de superación, él logró saltar de la tribuna al césped. Elegido entre un millón, el chaval de Monelos alcanzó el fútbol profesional. Aunque para ello tuvo que vencer las tribulaciones familiares no elegidas, y luego conocer los caminos más oscuros del deporte, pistolas y sobres de dinero mediante (el presidente del club ucranio donde jugó negoció su salario con un arma sobre la mesa y pagaba a sus jugadores con fajos de billetes. Si consideraba que rendían menos, el fajo adelgazaba).
Deslumbró y jugó la Champions con un grande de la Liga inglesa —el Arsenal—, ganó títulos, regresó a España —pasó por el Alavés, el Elche y el Cádiz— y, con 34 años, goleando en la élite y en plena forma, tomó el pasado mes de diciembre una decisión impensable: dejó todo, ofertas millonarias y contratos de Primera División, para irse a cumplir un sueño: volver al Deportivo. Pero no a aquel que le cautivó en la edad de enamorar a un niño futbolero, sino a un Dépor que transita por el barro de la Primera Federación (tercera categoría) desde hace tres temporadas, resacoso de aquellos éxitos de hace dos décadas. “Yo no vengo a la tercera división, vengo al Deportivo”, dijo en su presentación a principios de enero. “Y vengo a ayudar”, repite a sus vecinos más de 20 años después, convertido en ídolo, en las calles del barrio donde creció.
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“No podía imaginar que iba a tener tanta repercusión”. La noticia del regreso a casa de Lucas Pérez desató una tormenta de atención futbolística global, amplificada por una coincidencia suma en un deporte convertido hace tiempo en un negocio sin corazón: ocurrió la misma semana en que un club de Arabia Saudí anunció la llegada de Cristiano Ronaldo por una ficha de 200 millones de euros al año. El Deportivo tiene todavía una fila de medios internacionales aguardando para entrevistar al protagonista del cuento contra el fútbol moderno. Hace dos meses, Pérez estaba marcando goles en Primera División. Su equipo, el Cádiz, le acercó una oferta de ampliación de contrato por dos millones de euros netos. Pero el jugador lo rechazó y se reunió con el presidente del club gaditano, Manuel Vizcaíno, para hacerle un inusual ruego: “Deja que me vaya al Deportivo”. La petición llevaba implícito renunciar a (mucho) dinero, bajar dos categorías y, encima, poner medio millón del propio bolsillo del futbolista para ayudar a costear un fichaje inalcanzable para un equipo de Primera Federación, por más que tenga trofeos en las vitrinas y esté respaldado por Abanca, propietario actual del club coruñés. Vizcaíno terminó aceptando. “¿Cómo le voy a decir que no a un jugador que me pide volver a casa?”, explicaría después. Los propios hinchas del Cádiz, encantados con el rendimiento del delantero coruñés, comprendieron su deseo.
No lo entendía tanto su círculo más próximo: “¿Cómo vas a irte de Primera?”, le decía su representante e íntimo amigo, Loren, que trató de que entrara en razón: “Todavía te quedan unos años en Primera. Ya tendrás tiempo de ir al Dépor”. No hubo manera. “Aposté por volver”, cuenta Pérez sacando palabras de las entrañas. “Yo, cuando salgo de Riazor, me voy a mi sofá, pero al sofá de verdad de mi casa. En los otros lugares donde jugué me iba a un sofá, sí, pero no en el que yo crecí. Donde uno se cría es especial para toda la vida, es una esencia única”.
En realidad llevaba años queriendo regresar a casa. Hasta jugando en el Arsenal de Londres, la cumbre de su carrera, martilleaba la cabeza de su representante. “Se quería ir, se quería ir. Mi Dépor, mi Dépor, mi Dépor… Todo el día con eso. Siempre mi Dépor”, cuenta Loren. El 30 de diciembre jugó su último partido con el Cádiz. Y marcó el gol del empate. Al salir del vestuario se encontró al presidente. No se dijeron nada, solo se dieron un abrazo. Horas después estaba en A Coruña y era presentado a lo grande. Unas 7.000 personas —algunos dicen que varios miles más— se reunieron un día entre semana para recibir a O Neno de Monelos. Parecía una de aquellas puestas de largo de los jugadores brasileños que traía el histórico presidente Augusto César Lendoiro a Riazor y que también vivió in situ el propio Lucas de niño, hace ya un cuarto de siglo.
“Nos sentábamos a comer pipas y soñar con ser futbolistas”, dice Pérez mientras sigue paseando por Monelos. “Esa imagen, y no el dinero, era la que me rondaba para decidir si dejaba Primera División o no. Recordar aquello y pensar: ¿qué haría aquel niño de ocho años que soñaba con llegar a Primera si ahora le digo que lo abandona porque quiere? Tú hablas contigo mismo y te preguntas: querías marcarle goles al Barça y al Madrid, estar en la Selección. ¿Se consigue estando en Primera RFEF? No, claro que no, por eso me hizo dudar. Pero yo he renunciado a todo eso para estar en paz conmigo mismo. ¿Cuál es mi último reto? El de todos los deportivistas, pero en mi caso jugando en el campo: ascender y volver. La vida del futbolista es muy corta y todos queremos que nos recuerden. Si yo al retirarme consigo que el Dépor vuelva a Primera y que los niños en la calle me reconozcan por eso, entonces mi decisión ya queda ahí para toda la vida”.
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Lucas acaba de ser padre por primera vez. Y cada mención hacia su hijo recién nacido remite a su propia vida, en la que hubo de tomar decisiones sin referencias adultas desde crío. Todo es comparación involuntaria con aquello que no tuvo. “Yo me crie con mis abuelos por parte de padre, que trabajaba en alta mar, embarcado en el Gran Sol. Por parte materna la familia era muy desestructurada, por culpa de la droga. Mi madre era drogadicta y me abandonó. Nunca más supe de ella. Solo se me presentó una vez, cuando yo ya estaba en el Dépor, pero para mí mi madre realmente fue mi abuela. Ella murió, como mi abuelo, cuando yo era adolescente”, cuenta Pérez, sin poder evitar que asomen las lágrimas.
Para entonces, aquel chaval con la competitividad en la mirada ya había iniciado un camino de trotamundos con el fútbol, cocinando a golpes una carrera fructífera y trufada de quiebres, igual que su propio fútbol. Aquel delantero zurdo y eléctrico que despuntaba en el club Victoria, un clásico coruñés, y más tarde en los juveniles del Arteixo, no llamó, sin embargo, la atención de las categorías inferiores del Dépor, más proclive a pagar talento foráneo. En cambio, apareció el Alavés y lo reclutó para su cantera. Tardó unos meses en volver a Galicia. Un regreso duro: Pérez todavía era un juvenil, pero sin casa, familia ni red de apoyo, tuvo que tomar decisiones de adulto. La familia de su amigo Iván lo acogió y le dio un techo mientras se ganaba el pan en el modesto club Órdenes. Entrenaba, peleaba y marcaba goles en campos embarrados sin plan B. Apostaba todo a un objetivo: convertirse en futbolista profesional. “Mentalidad de tiburón”, lo define el propio Lucas. Iván y él están unidos desde entonces como hermanos.
La grieta de oportunidad la abrió el Atlético de Madrid B. Se coló Pérez por ella y de ahí saltó al Rayo Vallecano un año después, donde llegó a debutar en el primer equipo. Uno de sus compañeros en aquella alineación era Lorenzo Román, Loren, ahora su representante, socio, amigo y padrino de su hijo. Su otro hermano. Y cuando Pérez, un chico que se quedó sin nadie antes de la mayoría de edad, dice “hermano” es que es hermano. “Yo, o todo o nada. Para lo bueno y para lo malo soy así”, afirma. Loren sonríe y asiente. Pérez es todo pasión alimentada por una vida de pelea. Hasta su forma de hablar, de expresarse, es intensa, clara, cargada de sentimiento. Huye de frases hechas y clichés de futbolista. Se emociona, ríe, gesticula y envuelve todo con un inconfundible acento coruñés, seña de identidad de los barrios de la ciudad que, como un cordón umbilical, lo ha mantenido siempre conectado a su origen.
Los impagos de los Ruiz-Mateos en el Rayo Vallecano lo empujaron a Ucrania, su primera oportunidad como profesional, en 2011. Un obrero del fútbol. Allí vivió situaciones surrealistas. “El presidente nos llamaba a su despacho cada mes para pagarnos con un sobre lleno de billetes. Si consideraba que no habías jugado bien, te quitaba un 30%. Todo con una pistola encima de la mesa. Había meses que no nos pagaba. Yo un día me planté y no fui a entrenar. Curiosamente, luego me llamó de madrugada y me dijo que fuera a su despacho a cobrar todo lo que me debía. Si no lo hacía, no vería más el dinero”.
Pese a todo, en el entorno ríspido del Karpaty Lviv, Pérez descolló y se consolidó como futbolista. Por eso lo vino a buscar el presidente del PAOK de Salónica griego, y pronto se convirtió en uno de los mejores jugadores de la Liga de ese país. En una secuencia recurrente en su carrera, solamente lo pudieron retener un año porque vino a llamar a la puerta el club de su vida: el Dépor, por entonces en Primera División. Como un prólogo de lo que luego vendría, Pérez renunció a casi un millón de euros que le ofrecía el PAOK para vestirse, por primera vez, la blanquiazul a cambio de 150.000 euros por año. En A Coruña jugó dos temporadas a gran altura y mantuvo al equipo en la élite, lo que lo llevó a fichar por el Arsenal, uno de los grandes de la Premier League, donde ganó dos títulos. “Viví la salvación del Dépor y gané la FA Cup [el trofeo con más tradición de Inglaterra], y te puedo asegurar que fue mucho mejor la salvación del Dépor”, rememora con gesto serio, dejando claro que no es una exageración. Loren, su representante, completa: “Ni entonces quería irse de aquí. Llegó el Arsenal y me decía: ‘Arregla la forma de que pueda renovar, no quiero irme de Coruña’. Pero en Londres ponían 20 millones. Fue el Dépor el que le dijo que necesitaban venderlo”.
Regresó una temporada más tarde a Riazor, la 2017-2018, la más amarga de su carrera en su propia casa, al descender a Segunda. Se marchó al West Ham, luego al Alavés y al Elche, y finalmente al Cádiz, pero nunca se llegó a ir del todo: “Desde mi marcha del Alavés yo quería ya volver a casa, pero no se puede dar y sigo. Pero las ganas ya estaban ahí”. Finalmente, lo hizo con 34 años y sin haber jugado como profesional en otra categoría que no fuera Primera División. Ahora bajaba dos escalones por sentimiento. Pérez recuerda cómo el presidente del Cádiz lo picó en su orgullo hasta el último minuto. “Vuelve si tienes huevos’, me dijo mientras conducía hacia A Coruña. Me quería pegar en el ego, me conoce bien”.
“Lucas ha sido siempre así, un volcán de sentimiento que lo hace tomar decisiones controvertidas”, cuenta Loren. Lucas y Loren tienen hoy una agencia de representación y forman parte de la organización de la Kings League, junto a Piqué e Ibai Llanos, además de otros negocios. Uno de ellos, en el centro de A Coruña, es una tienda de zapatillas que acaba de abrir con su amigo Iván. Lucas ha sabido diversificar lo que el fútbol le ha dado. No ha dejado pasar ni una de las oportunidades con las que soñaba de niño, cuando ni siquiera tenía un techo. Sus códigos de lealtad son los de la calle, firmes y empapados en emoción. Los códigos de alguien que definió los momentos más importantes de su vida en soledad y ahora se rodea de amigos.
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“Vamos, Peke, que te tiemblan los brazos”. La competitividad que desprende la voz desgarrada de Pérez flota incluso en escenas de ocio y amistad como esta: un torneo informal de tiros libres en la canasta de su tienda de zapatillas. Participan algunos jóvenes de la ciudad, seis jugadores de la plantilla del Dépor (entre ellos el canterano Yeremay Hernández, Peke, que se afana en encestar) y el dueño de la tienda, que no es otro que Lucas Pérez. Su voz retumba entre la música del DJ y las risas de los chavales. Hace unas semanas que llegó al vestuario y parece tener el mando ya de la caseta. “Es un líder en todo”, dice un empleado del club. “Desde que llegó hemos visto cómo los más jóvenes del equipo miran hacia él como un referente. Algunos han cambiado hábitos: ahora van al gimnasio después de los entrenamientos cuando antes no lo pisaban”.
Su magnetismo trasciende el vestuario, como se puede comprobar en la calle. A Coruña es un lugar de paseo, y el futbolista, que vive en el punto más céntrico de la ciudad, es asaltado por jóvenes y mayores allá donde va, sea el paseo Marítimo, la Marina o la plaza de Pontevedra, donde se ubica la sede del club. “El primer partido lo tuvimos que sacar del campo escondido en otro coche, como un beatle, porque no había manera de poder salir de la gente que había”, comenta entre risas otro empleado. Es el Dépor un caso atípico: después de tres años en la tercera categoría jugando contra el Guijuelo, el Calahorra o el San Fernando, cuenta con casi 25.000 socios —el 10% de la población de la ciudad— y un promedio de edad cada vez más bajo en la hinchada, que a cada partido coloca a Riazor entre los estadios con más asistencia de todas las divisiones españolas.
La llegada de Pérez ha revolucionado a los más jóvenes, por más que sorprenda al propio futbolista: “Vienen niños que ni siquiera me vieron jugar a mí en la etapa anterior, es increíble”. Así se comprueba en cuanto sale del coche antes del partido contra el Mérida, el quinto desde su llegada. Esta vez no aumentará su cuenta de goles, en ese momento cuatro, pero el Dépor vencerá y se colocará en tercera posición, a dos puntos del liderato que otorga el ascenso directo a Segunda. El partido se resuelve en el último instante del descuento, gracias a un penalti que le hacen, precisamente, a Peke. Lucas agarra la pelota, pero se la cede a Quiles, el otro delantero del equipo encargado de lanzar los penaltis antes de la llegada de Lucas. Gol, festejo abrumador en las gradas y rugido de alegría de Lucas Pérez. Verlo celebrar un gol, verlo pelear una pelota o tirar un desmarque es ver su realidad vital. La vida no le regaló ni medio metro. Él tampoco piensa hacerlo mientras siga jugando. Pura competitividad.
El equipo gana y también lo hace el club. Haciendo números gordos, en la entidad creen que al terminar la temporada se habrá amortizado el dinero invertido en su fichaje (medio millón de euros pagado al Cádiz más una ficha de 150.000 euros), entre patrocinios y venta de camisetas, un bien preciado estos días en A Coruña. Ahí también se revela que el Deportivo es un club especial, con ventas superiores a muchos equipos de Primera División. Antes del partido del Mérida la plancha con el dorsal número 7 y el nombre de Pérez hace su último trabajo del día en la Deportienda: no hay más camisetas disponibles hasta que llegue el nuevo pedido de la marca que viste al equipo.
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En la calle Real de A Coruña se celebra un coloquio del medio local Riazor.org a auditorio completo. La mayoría de los asistentes son niños y jóvenes. Al terminar una hora de entrevista sobre fútbol, pero también sobre streamers y videojuegos —otras pasiones de Lucas—, llega la consabida cola de fans para fotos, vídeos y abrazos: “¿Me firmas este papel, Lucas? Voy a tatuarme tu autógrafo”, le sorprende un adolescente. A lo que el futbolista contesta: “¡Pero qué haces, hombre, no te lo tatúes, que luego te arrepientes!”.
La personalidad de Pérez, que en ciertos momentos trajo polémica en A Coruña tras el descenso a Segunda División en 2018 (parte de la hinchada lo responsabilizó e incluso apareció una pintada, “Lucas Pérez, vete ya”, en su casa), cobra ahora tintes didácticos con los aficionados más jóvenes. Para quien lo conoció en épocas anteriores, el Lucas de 34 años es igual de hiperactivo que siempre, pero tiene un talante pedagógico que antes no mostraba, como si fuera un reverso del espejo en el que se refleja una vida complicada: “Cuando eres niño no eres consciente de lo que hacen los padres o los abuelos por ti, por eso me da rabia pensar en ellos”. Y vuelve a emocionarse. “El fútbol es maravilloso, para mí ha sido la universidad. Irte a los 15 años a lavarte los calzoncillos en Vitoria, o irte a Ucrania solo… Por eso hay que valorar a esa gente que trabaja en las categorías inferiores, esa burbuja que ahora protege a los chavales. Luego saldrán futbolistas o no, pero educan a la persona, eso es lo más importante”. Y vuelta al espejo: “A mi hijo le diría que sea feliz, que haga lo que considere persiguiendo lo que le guste hasta el final, porque nosotros lo vamos a apoyar. A mí el fútbol me salvó, pero es que no tenía plan B”.
Todo cuento tiene su final y el de Lucas Pérez, en su pensamiento, solo es uno: ascender con el Dépor. “Es el reto más importante de mi vida”, dice. Sería un cierre a la altura del torbellino que ha causado su vuelta, y que en Monelos es solo un eco de las noticias que cada poco llegaban de él, estuviese donde estuviese.
En su visita al barrio, poco antes de irse, se le acerca una jubilada con un carrito de la compra. Con cara de emoción, la mujer se frena a un par de metros del jugador, como quien se detiene ante una aparición.
—¡Lucas! ¿Sabes quién soy? Soy Rosa, de la torre 6.
—Ya caigo, sigues igual de guapa que siempre.
—Cariño, mete ben de goles, ¡que temos que subir a Primeira!
—Ojalá, que Dios te oiga.
Lucas se despide y se hace unas últimas fotos con niños rezagados. Camina hacia el aparcamiento que hoy ocupa el solar donde, cuando era crío, observaba la furgoneta de la metadona y corría tras la pelota. Gira una última vez la cabeza y mira el tercer piso de la torre donde creció, quién sabe si recordando a su abuela que, asomada a esa ventana, le ordenaba que dejara el balón y subiera a cenar. Un vecino vocifera desde el otro lado de la plaza: “¡Lucas!”. Parece que no le salen las palabras, así que lo condensa todo en otro grito: “¡Gracias!”.
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