Melania Mazzucco: “El mundo sigue lleno de problemas causados por el miedo a lo diverso”
La escritora italiana rescata personajes borrados por el tiempo y da voz a personas cuya vida no vemos. Avanza por igual entre los territorios de la literatura, la psicología y la sociología. “No entiendo la represión y menos la autorrepresión”, dice.
La xenofobia en la Roma actual y la Venecia de la peste. Una niña con dos padres y una soldado en Afganistán. Lesbianismo, incesto y vientres de alquiler. Melania Mazzucco (Roma, 56 años) se detiene ante lo que incomoda. Meticulosa y psicológica, su último libro, La arquitectriz (Anagrama), recupera a Plautilla Bricci, una arquitecta del siglo XVII desposeída de su obra. La entrevista es en su soleado piso romano que parece amueblado con libros. Vive junto al Vaticano, mirando al muro que oculta los jardines por los que pasea el Papa.
¿No le tienta escribir de lo que ve por la ventana?
Nunca he sentido el poder espiritual de la Iglesia. Nací en una familia laica. La verdadera Roma rodea la Roma famosa. Los jardines del Vaticano solo pueden visitarse un día al año y, sin embargo, este Estado recluido cambió la historia de Europa.
Sus libros rescatan a mujeres olvidadas. ¿Por qué desaparecen?
Son incómodas. Una mujer que consigue hacer cosas excepcionales demuestra que se pueden hacer. Me fascinó averiguar cómo Plautilla, una mujer sencilla sobrina de un colchonero, llegó a ser arquitecta. En los últimos años la reconstruimos. Yo, su vida; los historiadores, a la artista.
¿Por qué indagó en la vida de Tintoretto y no en la de su hija, Marietta Robusti, La Tintoretta, en La larga espera del ángel?
La Tintoretta es el caso contrario a Plautilla Bricci. Su padre fue uno de los grandísimos pintores europeos del siglo XVI. Su gloria era pintar como Tintoretto, convertirse en él. Plautilla era hija de un pintor y escritor mediocre y, tras la muerte del padre, dio el paso de hija a persona. Marietta no.
El padre de Bricci y el suyo tenían cosas en común.
Mi padre nos transmitió la idea de que lo que tienes es lo que consigues con tu esfuerzo, tus valores y tu sacrificio. Lo llamo mi “calvinismo”. Al padre de Bricci le negaron la escuela. Fue autodidacta. Lo llamaban Aristóteles porque escribía de arquitectura, música o poesía… Representó la universalidad de un hijo de la nada. Eso es un concepto disruptivo en un siglo jerárquico como el XVII. Y Plautilla hereda esa necesidad de vivir, de saber y de probar.
Fue pintora y arquitecta.
Los historiadores acaban de descubrir que fue incluso escultora. Representa la potencia transformadora de una educación.
Ha rescatado también vidas anónimas: Eva, hija de dos hombres, o Manuela, una soldado en Afganistán.
Con personajes reales o inventados trabajo igual: si no me intereso hasta querer saberlo todo, siento que me quedo fuera. La soldado Manuela no existe, pero sí las que entrevisté. Quería saber qué significa físicamente ser una mujer soldado en una guerra cuando el uniforme pesa 13 kilos y la temperatura es de 50 grados.
Contó la emigración a Nueva York de los Mazzucco (Vita) y ganó el Premio Strega.
Es la historia de hombres sin afectos, incapaces de perdonar con una idea del orgullo absurda y dañina. Eran desheredados del mundo. Eso hizo que la generación de mi padre quisiera dar sentido al sacrificio de la generación que los había precedido.
Con seis años intuyó que su padre siempre estaría en su contra si aspiraba a diferenciarse de él.
Llega un momento en que ser hijo significa conocer el límite. Con los padres puedes tener una fusión como la de Marietta con Tintoretto, que la absorbió. Eso es amor, pero también dejar de existir. Mi padre y yo nos quisimos mucho y también nos hicimos falta. Murió cuando yo tenía 23 años. Y las discusiones que tuvimos no fueron entre dos adultos: él era el padre y yo la hija. Por eso no conseguimos recorrer camino juntos. Nos distanciamos cuando dejé de lado la universidad y comencé a escribir. Le dejé leer un cuento. Y no dijo nada. El último domingo de su vida, que nadie sabía que sería el último, me contó que quería crearse un heterónimo, es decir, otra identidad, y recomenzar su carrera de escritor. Hablaba, claro, de renacer. Por la tarde murió. Un ictus. Esa unión de la voluntad de renacer con la muerte me conmovió. Dos años después apareció mi cuento publicado. Sin decir nada lo había enviado a una editorial. Sentí que, al comenzar a escribir tras su muerte, me había convertido un poco en su heterónimo. He tenido que hacer mi camino. Algunos libros son un diálogo con él, el conflicto entre nosotros.
Un amigo de su padre, Franco Basaglia, escribió sobre antipsiquiatría: convertirse en otro para decir lo que el uno no sabría decir.
El mundo que circulaba por casa en los años setenta era fascinante. Otro amigo era Dario Fo. Eran personas incómodas. A veces impertinentes en el trato. Acampaban en casa. Se peleaban.
¿Y su madre?
Con los niños, cocinando y contenta. Estaba educada para ser discreta. Los que venían, no. Eran parejas con problemas que venían a contar su crisis peleándose ferozmente, fumando… Muy años setenta.
Roberto Mazzucco, su padre, escribió que las familias son venenosas y causan heridas incurables.
Luchó toda la vida para liberarse de su familia y me transmitió esa liberación. Pero incluso si eres hija de una familia alternativa, quieres tener un padre, una madre… Lo distinto cuesta.
“Las familias nos poseen incluso cuando ya no existen”.
Yo tuve que extirparme la parte Mazzucco para encontrarme. Quería ser yo sin dejarlos atrás. Y eso es un camino largo. He pensado en el empeño que él puso en ser artista. Me pregunto si a mi familia les he creado también esa carga. Yo soy mis libros, y eso para quien te ama no es fácil de aceptar. Entendí su necesidad de soledad, su frustración, pero ahora que soy la madre, sé que no soy fácil.
Tiene una hija de 15 años. ¿Qué es ser madre?
Mi padre se pasó la vida diciendo que la sangre no podía ser una condena. Y nosotros tenemos a Neha, que es nuestra hija sin tener nuestra sangre y que siendo india es negra y, naturalmente, como ser humano, también tendrá que hacer las paces con su pasado.
Lleva toda la vida con su marido.
No nos hemos reconocido nunca en roles tradicionales, ni siquiera de género. Uno ha sido el padre del otro, el hijo del otro, según el momento. Nos hemos lanzado al mundo y hemos atravesado la vida juntos con todas las catástrofes que pueden pasar en una vida.
“He vivido toda la vida convencida de que era frágil y a lo mejor no lo era”. ¿Por qué creía serlo?
Arrastro una historia de enfermedades. Crecí sabiendo que era defectuosa. Esta palabra es el estigma que se daba a niñas epilépticas o de fuera del matrimonio. Estaba en ese grupo porque me diagnosticaron raquitismo. No crecía. Pasé años en un hospital para niños mutilados. Éramos los otros, niños que, aparentemente, no pertenecían al género humano. Algunos no veían, otros no caminaban y a uno lo llamaban el vegetal. Tenía siete años y este encuentro con la otredad se quedó conmigo para siempre.
¿Incluso cuando se curó?
Sí. Tengo una sensibilidad probablemente enfermiza. Me daba cuenta de que a los otros niños no los herían las palabras. Y a mí cualquiera me afectaba, como si no tuviera piel. Tenía el sentimiento de ser distinta no como algo bonito, como una privación. Luego entendí que la diversidad puede salvar. Fui una niña andrógina, como algunos de mis personajes.
Hoy los modelos de los adolescentes son más libres.
Sí. Aunque el mundo sigue lleno de problemas causados por el miedo a lo diverso. Es siempre un riesgo tratar de conocerse. Pero ¿para qué estamos aquí si no lo hacemos? No entiendo la represión y menos la autorrepresión. La manera en que algunos mayores evitaban mostrarse como eran me revelaba un universo al que no tenía acceso. Luego, leyendo lo que escribían, lo confirmé: había un mundo sobre el papel y otro en su vida.
¿Le parece mal esa discrepancia?
Me da miedo. He sentido que debía buscar personas que no me hicieran sentir prisionera. Siento terror a la posesión. Es lo contrario de lo que entiendo por pasión: la apertura a la vida. Yo buscaba a quien respetara mi búsqueda de la libertad y me ayudara a construirla juntos. Creo que lo más difícil del mundo es encontrar tu tribu.
La encontró en el escritor Luigi Guarnieri.
Crecimos con un grupo de amigos construyendo una familia horizontal, como decía Annemarie Schwarzenbach [sobre la que Mazzucco escribió Ella, tan amada].
¿Por qué se casó?
Porque encontré la persona con la que compartir el viaje. Aunque esa urgencia no era suya. Él viajaba dentro de sí mismo. En cambio yo necesitaba espacio, atravesar el mundo físicamente. La boda fue en Venecia. Solo invitamos a una amiga. Yo viví un conflicto con la misión de ser madre, no con lo maternal. Mi generación evitó realizarse a través de la maternidad, pero luego tuvimos que liberarnos del prejuicio de la antimaternidad. He trabajado mucho sobre las escritoras del siglo XX italiano. Muchas rechazaron la maternidad porque lo que significaba era el fin de su escritura. Me impresionaba esa renuncia.
Los padres homosexuales de Eres como eres le encargan el cuidado de su hija a una mujer.
Intento mirar siempre desde otro punto de vista. Un hijo de dos hombres es un tema que arde. Muchas feministas rechazan a la madre de alquiler.
¿Y usted?
No. No soporto que alguien sin problemas económicos le diga a una persona pobre qué puede y qué no puede hacer para dejar de ser pobre. Viví en el Londres punk de los ochenta. Algunos jóvenes se prostituían. ¿Quién puede decirle a un chaval de 20 años que acostándose con alguien se puede comprar una guitarra que se ha equivocado? Que colonicen tu cuerpo es horrible, pero esa moral plagada de prejuicios y carente de soluciones, también.
¿Cómo detectar los prejuicios?
Acechan. En la escuela pública italiana de los setenta había hijos de intelectuales y de prostitutas. Yo nunca sabía si estábamos bien o no. Mi madre organizaba fiestas para toda la clase y hacía regalos a mano para cada uno de los niños. Lo pienso ahora y no doy crédito. Había alumnos con casas con jardín, con tata y con cocinera que no hacían las fiestas. ¡Y ella lo hacía todo: 50 niños corriendo por el terrado! Éramos distintos.
Esa diversidad está presente en sus novelas.
Es más fácil entender a los demás sin juzgarlos. Es un ejercicio de espejo: reconocer en los otros lo que no nos gusta de nosotros.
Llama a los escritores enfermos, parásitos…
Es difícil apropiarse de algo sin destrozarlo para llevarlo a lo que escribes. Lo vi en Annemarie Schwarzenbach, escribiendo con dureza sobre su madre, y lo sentí al escribir sobre Brigitte, la inmigrante de Estoy contigo.
Brigitte dormía en la estación de Termini. ¿Todavía la ve?
Claro. Forma parte de mi vida, como Plautilla. Cuando se escribe de los otros se tiene una enorme responsabilidad: tú tienes la palabra, ellos no.
¿Tiene amigos escritores?
Soy fiel a los amigos que hice cuando me encontré a mí misma, en el bachillerato. Hemos intentado entendernos.
¿Qué escritores le interesan?
Patria me gustó porque en Italia no hemos conseguido escribir una gran novela sobre el terrorismo. He disfrutado a Cercas, a Caparrós o a Valeria Luiselli, que ha escrito sobre los refugiados mexicanos como yo he escrito sobre los africanos… Me interesa Kader Abdolah, que reconstruye la historia de su familia iraní con nostalgia pero liberándose de sus raíces. No creo en la necesidad de arraigarme como un árbol. Me gustan los tropicales, que caminan.
En sus novelas hace una lectura psicológica del mundo: “Donde hay mucho espacio, allí hay mucho tiempo”.
Es una frase de Thomas Mann que me impactó. La mayoría de la gente descubre el espacio en Norteamérica. Yo lo hice en Asia en 1986. Y cuando entendí lo que era el espacio, entendí, automáticamente, lo que era el tiempo.
Utiliza todo tipo de narradores.
No me interesan los escritores que ya sé qué contarán y cómo lo harán. La arquitectriz pedía primera persona porque el mundo que cuenta está alejado del nuestro y yo quería entrar.
El Evangelio está muy presente en sus novelas.
No recibí educación religiosa, pero comprendí que para entender el arte debía conocer la religión que generaba el arte.
¿Cómo supo de Plautilla?
Me documentaba para dar una conferencia sobre pintoras y escritoras que teniendo un papel en la sociedad habían desaparecido cuando apareció la palabra “arquitectriz”, que no había oído nunca. Pensé que si existía la palabra, habría existido la mujer. Encontré que había diseñado la capilla de San Luigi dei Francesi. Pero hace 20 años ninguna de las obras que hoy le atribuyen se le reconocía. No sabía si tenía una novela, pero estaba claro que tenía a alguien que no encaja y cuyo esfuerzo empuja al mundo. Hablo de un esfuerzo inmenso, como el de las mujeres de los años treinta, cuarenta y cincuenta que eran distintas y recibían electroshock por histéricas. Alguien que se pregunta cómo viven los otros.
¿Qué demostró Plautilla?
En la Roma del XVII construyó, pintó, esculpió, hizo de ingeniera y fue borrada de la historia. Representaba la posibilidad de que el mundo fuera de otra manera. Era un modelo peligroso. En cuanto alguien se sale de la norma, afloran otras inquietudes. Y las normas terminan por cambiarse. Es muy peligroso abrir las puertas, y algunas mujeres excepcionalmente lo consiguieron. La primera que se graduó en Arquitectura en Italia tuvo que esperar a 1924, tres siglos después de Plautilla, que lo fue sin protectores, siendo una mujer sola.
En su trabajo hay mucha soledad.
Por eso es tan importante la amistad. Y solo se puede ser amigo si uno lleva su honestidad hasta arriesgar la amistad.
¿Cree que hay que decirlo todo?
Digamos que el arte de la fuga me ha protegido a veces porque, aunque soy muy directa, también soy diplomática. No es que se tenga que decir todo, pero no puedo decir lo que no pienso. El arte de la disimulación del setecientos me fascina. La vida de Plautilla es una sucesión de cosas no dichas. Cuando se dicen se pagan. Ella las pagó.
“No pertenecemos al lugar de donde venimos, sino al que queremos ir”. ¿Dónde quiere ir?
El único lugar donde hoy me reconozco es en los libros. Pero para encontrarme me tuve que ir de casa. Eso marcó mi vida. Estar fuera me ha enseñado a mirar. Y estar sola, a abrirme a los demás. Parte de mi familia horizontal es gente que hizo un recorrido similar. En Londres descubrí clasismo y racismo en plena era punk. En París no tuve ningún amigo que no fuera africano. Descubrí una Francia para la que no estaba preparada, no la de la cultura y la revolución. Yo era un cuerpo que caminaba. Un cuerpo no construido porque en aquella época no se pensaba que uno pudiese construir su cuerpo. Uno nacía con un cuerpo y ese cuerpo era él. Ahora no, el cuerpo es transitorio, más un vestido que un destino. Es interesante.
¿Tener los pies en el suelo no le ha hecho perder las alas?
Siempre me ha fascinado el vuelo por la vista de pájaro. Esa visión telescópica y de gran angular es lo que busco con la escritura. Hoy esa vista es la del dron. Es tremendo que sea un instrumento de guerra lo que nos permite ver el cielo.
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