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Pamplinas
Columna
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La palabra paloma

Son, entre todas las bestias silvestres, las que mejor se han adaptado a ese entorno un poco brusco que les inventamos

Martín Caparrós
Martín Caparrós

Mañana, aquí en Madrid, nos toca “la Paloma”. Fiestas, verbenas, chiringuitos, el recuerdo de una zarzuela celebrada: una morena y una rubia. Mañana será la Paloma y nos olvidaremos de cualquier virginidad.

Y sin embargo lo que se celebra es esa Virgen de la Paloma que apareció tarde en el santoral cristiano, hacia fines de 1700, cuando una señora Isabel Tintero, sus labores, casada con un Diego Charco, cochero, “se encontró” el cuadro de una María vestida de monja y sin rastros de paloma. Pero la llamaron así porque la calle donde la colgaron se llamaba así y le empezaron a pedir cositas y, pronto, la Virgen se hizo famosa por su odio a España: dicen que fue la culpable de salvar de una muerte infantil al futuro rey Fernando VII —y, así, hundir el reino.

En cualquier caso, no hay otro lugar del mundo donde “la Paloma” sea una monja y una fiesta. Suele ser, más bien, un animal que ha sufrido demasiado.

La palabra paloma tiene un origen bobo: viene del latín palumba que, curiosamente, quería decir paloma. Lo triste es la parábola de esa pobre avecilla. Desde siempre, los hombres se la comieron; desde la Antigüedad empezaron a domesticarla y criarla para eso. Después la fueron reemplazando con gallinas, pavos, gansos, que daban mucha más carne y más placer, y siguieron criándolas por gusto, para tenerlas, para llevarles mensajes a otros hombres y algún dios esquivo. De hecho, su gran momento fue uno de esos: cuando Noé, desde el arca zoológica donde lo había encerrado la cólera del Suyo, mandó una paloma a ver si había tierra firme y ella volvió con aquella rama de olivo en su piquito. Su Señor vengativo le decía que lo dejaría en paz —por algún tiempo.

Desde entonces la paloma quedó santificada. La Iglesia de Roma le dio un lugar excepcional: solía usarla como imagen fácil de esa cosa tan difícil de definir, el Espíritu Santo. Y la paloma blanca se transformó en el símbolo más difundido y cursi de la paz: hubo sueltas y más sueltas para celebrar el final de matanzas y más matanzas, hubo dibujos de Picasso, hubo una idea de la paloma como un ser angélico.

Y, además, como una forma clásica de comunicación: palomas mensajeras, botellas al cielo. Es difícil, ahora, en estos días hipervinculados, pensar en ésos en que un mensaje que podía decidir los destinos de millones de personas se ataba a la pata de un pájaro que se soltaba con la esperanza de que volara allí donde debía. Pero allí volaba, tantas veces, y los destinos se disciplinaban.

Así, entre símbolos y mensajes y magos y galeras —­no por nada se llama “ilusionismo”—, la paloma se creyó salvada para siempre pero, como bien dijo Alberti y entonó Serrat, se equivocaba. Pronto se volvería una metáfora demasiado clara del mundo actual: lo que se arruina por exceso. Algo que está muy bien cuando no hay tanto y pasa a ser insoportable cuando —igual que casi todo— se desborda. Hace 100 años eran unas cuantas; ahora se calcula que hay en el mundo 400 millones de palomas —y la gran mayoría vive en las ciudades. Son, entre todas las bestias silvestres, las que mejor se han adaptado a ese entorno un poco brusco que les inventamos.

Y son bastante inteligentes; en la Argentina, vaya a saber por qué tonta vanidad, se dice que un tonto es “más boludo que la paloma”. Quizá sea por verlas amontonadas en aceras y plazas, dejándose patear por los paseantes; quizá, por esa pose altiva que nada justifica. Sobreviven. Las palomas comen cualquier cosa —literalmente cualquier cosa—, se reproducen como conejos —sus socios en la galera de los magos— y nos llenan las calles de cacas y alguna enfermedad: cada vez más personas las detestan, las llaman “ratas con alas”, querrían exterminarlas; les declararon una guerra sin símbolo de paz.

Mañana, en cualquier caso, la Paloma dará la suya: bailes y callejeos y tragos y besos hasta que el sol le queme las alas. Y un detalle curioso: la Virgen de la Paloma no es solo vino y rubias y morenas; es, también, la patrona de los bomberos. Yo que ellos, visto lo visto en estos días, pensaría si no es mejor cambiar de mánager.

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