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¿Tienes el del gatito triste que dice “Lloranding”? Los ‘stickers’ y la era de la distracción

El mundo sigue su funesto curso mientras nosotros nos afanamos en acumular pegatinas digitales en el móvil. Aceptémoslo, relajémonos y disfrutemos de su presencia ubicua.

Ilustración de Roberta Vázquez
Ilustración de Roberta Vázquez

Unos dedos ocupados son unos dedos felices”, le escuché decir a Woody Allen en una entrevista, y es que el entretenimiento es una fuente de bienestar nada desdeñable: a lo mejor necesitamos menos de lo que pensamos para estar medianamente alegres. Con las necesidades básicas cubiertas y la mente distraída se produce una versión contemporánea del “pan y circo” que Juvenal mencionó allá por el siglo II en sus sátiras, situación muy práctica para quienes detentan el poder, pues prefieren vernos ocupados en algún pasatiempo en lugar de mostrando inquietud por la procedencia del gas que nos calentará en futuros inviernos.

Uno de esos pasatiempos, cada vez más popular, está al alcance de todos en nuestros teléfonos chiripitifláuticos: consiste en hacer acopio de stickers en WhatsApp o Telegram para después mostrarle al mundo la amplia colección de dibujitos que hemos comisariado con esmero, como si fuésemos baronesas Thyssen de la pegatina digital.

Lo más parecido a los stickers que recuerdo son los cromos de mi infancia. No me refiero a los clásicos cromos de álbum, sino a esos troquelados que venían en láminas y que pertenecían exclusivamente al universo de las niñas: floreados, con angelotes de estilo victoriano y, los más valiosos, con purpurina rociada sobre ellos. Las monjas de mi colegio no nos dejaban sentarnos en el patio a jugar con ellos o a cambiarlos; eran monjas posteriores al Concilio Vaticano II y nos querían ver jugando al baloncesto o al balonvolea (así llamábamos entonces al voleibol), no aplatanadas traficando con nuestras preciadas estampitas que guardábamos en cajas de lata. Hoy, estar aplatanados traficando con estampitas virtuales es el pan nuestro de espelta de cada día para gran parte de los adultos de cualquier continente, y aunque lleve años preocupando a ensayistas como Nicholas Carr, quien en Superficiales (Debolsillo) se preguntaba qué estaba haciendo internet con nuestras mentes, y a Julia Bell, que en su ensayo Atención radical (Alpha Decay) reflexiona sobre la era de la distracción que vivimos, ahí seguimos, obteniendo satisfacciones inmediatas a base de cromos intangibles.

Hagan la prueba: en una charla funcional por Whats­App con algún contacto no demasiado cercano, tras la despedida al finalizar la conversación, manden un ­sticker de un gato circunspecto junto a una copa de vino, o de un huevo frito que lanza besos a través de la clara. Ahí su interlocutor, salvo que sea un teniente coronel de carácter adusto, abrirá su corazón y dará comienzo una intensa y repentina amistad materializada en una partida de pimpón trepidante a base de stickers, donde cada uno intentará mostrar sus galones en forma de pegatina como si fuesen medallas al mérito civil. ¿A que no tienes la del gatito triste que dice “Lloranding”? ¿Y la del perro con peluca? (bueno, una de las muchas de perros con peluca) ¿Y la del Papa riéndose a carcajadas? Y, por supuesto, alguien enviará en algún momento su más preciado tesoro: el sticker del Ecce Homo de Borja después de su fallido repinte, que viene con el subtítulo de “Hice lo que pude”. Aunque, en ocasiones, ese compartir sin fronteras tiene ciertos límites: por ejemplo, ese Carlos Menem que forma un corazoncito con las manos, enviado por una amiga argentina, hay que descartarlo para sujetos ibéricos que no lo valorarían suficientemente.

El mundo sigue su funesto curso y nosotros, mientras tanto, pasamos más horas de la cuenta recortando fotos absurdas, transformándolas y reenviándolas a tutiplén. De ahí que haya elegido escribir sobre esta banalidad, porque los veo a todos ustedes —y a mí misma— comisariando su colección de stickers del teléfono y comentando las novedades recién adquiridas, y encuentro que el asunto merece atención urgente. De hecho, este linimento para nuestras vidas magulladas que al mismo tiempo es fuente de distracción nociva ha generado interés hasta en la comunidad universitaria. Si se escriben tesis sobre la composición de las pelusas del ombligo (Georg Steinhauser, Universidad Técnica de Viena), cómo no dedicar también atención a este fenómeno. Y así es: me calo mis gafas de media distancia y entro en Google académico, donde doy con el trabajo fin de grado de un joven estudiante de la Universidad de Almería que trata sobre los stickers desde el punto de vista etnolingüístico. En Brasil también exploran la “interação bem-humorada” producida por las pegatinas digitales en WhatsApp. Toma ya. Y esto ha venido para quedarse, como el Festival de Memes celebrado en Buenos Aires en 2021 y el homónimo que se celebra este año en Madrid durante el mes de junio.

El escritor Jorge Carrión, en un artículo que publicó en The New York Times en español, calificaba a los memes con el acertado término de “artesanía precaria”. Aquí estamos incluso un escalón más abajo en cuanto a precariedad, pues el sticker es el primo pequeño del meme. Esta pobreza del sticker casero que a veces fabricamos para nuestros allegados (“Mándame la foto de tu gato y te lo convierto en pegatina virtual, o mándame esa en la que sales comiendo un triángulo de pizza chorreante, que te catapulto a la fama con ella”) está emparentada con la de los dibujos del Día de la Madre que regalábamos a las nuestras cada primer domingo de mayo. Pero ya los consideremos cromos que nos infantilizan o minipiezas de arte digital, los stickers forman parte de nuestra cotidianidad tanto como el abono transporte. Así que, si no podemos contra ellos, relajémonos y disfrutemos de su ubicua presencia, que todavía les queda un buen rato entre nosotros.

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