De Las Vegas al Gran Cañón: entre el desenfreno urbano y la naturaleza más alucinante
En un mismo viaje a Nevada es posible pasearse por dos extremos opuestos: uno anclado en la hiperrealidad consumista de la sociedad actual y el otro en lo ancestral, lo que se creó cuando los humanos ni siquiera existíamos
Las primeras sacudidas llegan cuando vas viendo aparecer, entre el polvo, la aridez y la nada del desierto de Mojave, una masa luminosa, llena de rascacielos, multicolor. Como si esa ciudad fuera un sol y estuviera amaneciendo. Te acercas y se va agrandando la arquitectura de la ostentación: las montañas de dinero transformadas en cosas varias, enormes y muy llamativas. Entonces te pega la onda expansiva. Después, el despilfarro de agua y de todo tipo de recursos te dejan el corazón y la cabeza temblando, metida de lleno en un terremoto sensorial. Porque esto es Nevada, el Estado más seco de todo EE UU. La cosa empeora cuando te das cuenta de que esos recursos se succionan del río Colorado, ya casi reducido a una estrecha masa de lodo en remojo. Aunque haya estudios que digan que este es un circuito sostenible, que se aprovechan las aguas negras y hasta las vomitonas de los que se ponen hasta atrás de todo.
Lo que realmente te abofetea internamente la cabeza es ver que, a un lado, el Gran Cañón del Colorado, un diamante que se creó solo, mucho antes de que llegáramos los humanos, ahora agoniza, mientras al otro lado sigue floreciendo a toda mecha el artificial Versalles pop de América. Así bautizó Tom Wolfe a Las Vegas, y estuvo muy acertado.
Llegando en avión, es toda una experiencia ver cómo emerge ese géiser de lujo desmedido, que se eleva en espirales hacia el cielo, brilla con neones y crea un vapeo de grandiosidad. A diferencia de Versalles, detrás de esos vapores no hay nada realmente aristocrático. Es todo lo opuesto a la aristocracia, aunque muchos de los que lo crearon —mayoritariamente, gánsteres— tuvieran —y tienen— unas aspiraciones bastante aristocráticas.
Desde el aeropuerto, saltando de un autobús a otro para llegar al hotel, un pasajero que parece originario de Las Vegas me pregunta de dónde soy. Cuando le respondo, me cuenta que el año pasado estuvo en Barcelona, en el concierto de Bruce Springsteen, que le gustó que fuera todo tan barato, y que, como me ve un poco perdida, me recomienda que me baje en la última parada y me monte en The Deuce. Es un autobús público, de dos pisos, y cuesta 8 dólares por 24 horas. Recorre la ciudad, pero en especial Las Vegas Strip, algo más de seis kilómetros llenos de hoteles-resort —con casino, bares, restaurantes y capillas para casarse dentro—, como el mítico Caesars Palace, o el Bellagio, con alrededor de 1.000 fuentes que hacen danzas espectaculares muchas veces al día. Un poco más adelante, la suntuosidad toma forma con una réplica de la torre Eiffel, otra de la estatua de la Libertad y de parte de Manhattan, y todo tipo de cosas impactantes. Es un poco como eso de: “Voy a convertir mi cuerpo en un parque de atracciones/ voy a convencer a tus padres para que te dejen venir a jugar/ voy a convertir mi sistema respiratorio en una red de toboganes gigantes y de colorines”, que escribe Óscar García Sierra en su poemario Houston, yo soy el problema.
En ese recorrido resulta casi esquizofrénico ver anuncios gigantes con Jesús en letras bien claras, o recordando que “el pecado tiene consecuencias, arrepentíos”, al lado de otros que casi te gritan que te vicies y consumas todo lo que tu cuerpo y tu monedero aguanten. No es extraño. Los primeros en asentarse en esta ciudad a mediados de 1800, después de expulsar a la población indígena local, fueron los mormones, un movimiento religioso bastante estricto. Algo después se instalaron comunidades de mineros a los que les encantaba el juego y las apuestas. La llamada “ciudad del pecado” ya tenía desde su origen esa bipolaridad de ángel y demonio, esa contraparte santa que nunca ha querido esfumarse. Otra vez, como bien escribe García Sierra: “Tengo un lado oscuro que uso para tocarme pensando en la luz”.
Sentada en este autobús de dos pisos, en la parte de arriba y en primera fila para disfrutar de las vistas tras el ventanal, recorro todo Las Vegas Strip. Después paso al lado del Arts District —la parte más hipster y de las más interesantes actualmente— y me bajo cerca del Downtown y Fremont Street, la zona de perdición más antigua de la ciudad y un poco más auténtica y asequible. En esa área, en los años cincuenta y sesenta, era frecuente ver de fondo los grandes hongos de polvo que dejaban las explosiones nucleares. De hecho, algunos hoteles lo utilizaban como reclamo turístico, había cócteles “atómicos” que se vendían en los bares y hasta se creó un concurso de belleza con esa temática: Miss Atomic Bomb. Así fue como, después de los mormones, y después de los mafiosos, Las Vegas recibió uno de los grandes empujones económicos: con el Nevada Test Site. A un poco más de 90 kilómetros de distancia de la ciudad, en medio del desierto, se hicieron durante décadas —desde los cuarenta hasta casi los años 2000—, pruebas nucleares, expulsando de su hogar a los nativos americanos y sin tener demasiado en cuenta las posteriores consecuencias de la radiación para los habitantes a kilómetros a la redonda, que años más tarde murieron de cáncer.
Religión, bomba atómica, mafia, consumismo adictivo y capitalismo obsceno. Removiendo y agitando todo eso se obtiene Las Vegas. De todo eso hay museos muy interesantes, aunque se requiere viajar con el bolsillo bien preparado, porque las entradas cuestan entre 25 y 60 euros.
Ahora algunos dicen que es el lugar más brillante del planeta, que se distingue claramente desde el espacio. Y podría ser cierto, porque es el epicentro de la contaminación lumínica y de muchas otras contaminaciones, además de una de las ciudades que más rápido ha crecido en los últimos 20 años y que más rápido se está calentando —y secando— en EE UU. Pero todas esas contradicciones son el claro reflejo de la humanidad, de esta nueva era de hiperrealidad, de construir ya no sobre lo que existe, sino sobre una ilusión de la ilusión. Por eso vale tanto la pena visitarla.
Si se puede, hay que sobrevolar el Gran Cañón
A Elling Halvorson le encargaron en los años sesenta un proyecto un tanto retador para la época. Tenía que construir un oleoducto a través del Gran Cañón. A Halvorson se le ocurrió que podía utilizar helicópteros para transportar las enormes secciones de ese tubo por los terrenos rocosos y escarpados. Así que, cada día, los trabajadores hacían el recorrido sobrevolando esta maravilla de la naturaleza. Lo pasaban tan bien y les gustaba tanto ese paseo que el constructor pensó que podía convertirlo en un buen negocio turístico. Así fue como, en 1965, fundó Papillon, una de las pocas compañías de viajes en helicóptero desde Las Vegas hasta el Gran Cañón que ha sobrevivido a los destrozos de la crisis del covid.
No es para todos los bolsillos. Los tours más baratos están alrededor de 150 euros por persona, y de ahí van subiendo. Pero si se puede, el viaje vale muchísimo la pena. Te recogen cerca de tu hotel y después el vuelo dura unos 90 minutos. Te subes a un helicóptero donde caben cinco viajeros y el piloto. Te ponen música épica al despegar, tipo El señor de los anillos, y luego sobrevuelas la ciudad con los edificios de los casinos y parece que te hayas metido en el juego de Monopoly. Después empiezas a ver el desierto, larguísimos trozos de tierra y de rocas marrones y ocres, hasta que se llega al lago Mead, la extensión de agua más grande del país construida por el ser humano. Se nutre del río Colorado. Este lago abastece de agua no solo a Nevada, también a otros Estados e incluso a partes del norte de México. Después se va avanzando por encima de zonas semimontañosas hasta que aparece el Gran Cañón y uno se da cuenta de que este mundo es increíble por ser capaz de crear belleza semejante. Puedes mirar hacia cualquier lado, hacia el infinito, y todo es espectacular.
Pero si lo de volar en helicóptero se va de presupuesto, también hay excursiones en autobús que te acercan a esa maravilla natural y que te dejan un tiempo para pasear y conocer parte de sus rincones. La excursión lleva más tiempo, casi un día entero, y hay que madrugar bastante, pero merece la pena hacer este viaje visitando los dos extremos, Las Vegas y el Gran Cañón, porque de alguna manera nos equilibra y nos hace descubrir ambos puntos de una forma más fascinante.
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