El paseo más completo por la Pamplona no taurina
Ya lo dijo Victor Hugo, la ciudad navarra “da mucho más de lo que promete” y aquí “la alegría resplandece”. Una escapada para disfrutar del patrimonio cultural que ha forjado en sus más de 2.000 años de historia y del mejor ‘poteo’, sin olvidar un paseo junto al río Arga o un jardín japonés
Cuando hablamos de Pamplona, parece difícil disociarla de las fiestas de San Fermín y de los encierros taurinos, el ambiente que Ernest Hemingway inmortalizó en su novela Fiesta (1926) que le ha dado fama mundial. Pero la ciudad navarra no son solo los sanfermines, “da mucho más de lo que promete” como dijo Victor Hugo en 1843, uno de sus primeros turistas modernos con permiso de Daniel Defoe, que contó en su Robinson Crusoe (1719) las nevadas que vivió aquí 150 años antes. Vamos a dar un paseo por la Pamplona no taurina, sin ignorar aquella, disfrutando del patrimonio cultural que ha forjado en sus más de 2.000 años de historia.
Para empezar, hay que decir que el patrón de Pamplona no es San Fermín como se podría pensar, sino San Cernin, el nombre en francés de San Saturnino de Toulouse. Fue el primero en evangelizar —en el siglo III— este burgo vascón y campamento romano situado en el promontorio en torno a la hoy catedral de Santa María. San Fermín fue uno de los primeros bautizados. Murió martirizado en las Galias y su culto no llegó a la entonces llamada Navarrería hasta el siglo XII. Lo trajeron los francos que se asentaron cerca de esta formando su propia urbe, San Cernin. Navarrería y San Cernin, junto a una tercera urbe, San Nicolás, cubrían lo que hoy es el casco antiguo de la ciudad. La convivencia no fue fácil. Cada una tenía sus murallas y se hicieron la guerra entre los siglos XII y XV hasta que las unió el rey Carlos III el Noble. Se puede ver parte de aquellas murallas y una torre en el callejón Belena Portalapea, detrás de la oficina de turismo, junto a bolaños que se arrojaban con las catapultas. Aunque hubo controversias que tuvo que zanjar el Papa, San Cernin es patrón de Pamplona desde 1611, y San Fermín es copatrón de Navarra con San Francisco Javier. La fiesta de San Fermín era el 10 de octubre, pero el mal tiempo llevó a que en 1591 se trasladara al 7 de julio, que coincidía con la feria ganadera de San Cristóbal. Los jóvenes empezaron a correr junto a los toros que eran trasladados por las calles para las corridas y de ahí vienen los en encierros de los sanfermines.
Las calles del casco antiguo recuerdan en sus nombres su pasado gremial: Zapatería, Curtidores, Mercaderes… Empecemos el recorrido en la cuesta de Santo Domingo, donde comienzan los encierros. Encima de la hornacina con la imagen de San Fermín al que se encomiendan los corredores está el imprescindible Museo de Navarra, antiguo Hospital de la Misericordia, de 1556, del que queda su fachada plateresca. Recoge la historia artística navarra desde la prehistoria a través de mosaicos romanos, capiteles románicos de la catedral, retablos y pinturas, piezas de gran valor de entre las que destacan el mapa magdaleniense de Abauntz, el primero de Europa, grabado en una piedra; la estela funeraria de Lerga; la Arqueta de Leire, tallada en marfil en el califato Omeya; y la estatua romana del Togado de Pompelo, recientemente comprada por el Gobierno navarro por 557.000 euros.
Camino del Ayuntamiento pasamos por el claustro de un antiguo convento dominico y primera universidad de Pamplona, hoy el Departamento de Educación; y el Mercado de Santo Domingo, el más antiguo de la ciudad, de 1565, aunque el coqueto edificio es del siglo XIX. En la plaza Consistorial destaca la fachada barroca del Ayuntamiento, desde cuyos balcones se lanza el chupinazo que inaugura los sanfermines. Está edificado donde confluían los fosos y murallas de las tres urbes medievales. Fue mercado y lugar de ejecuciones. Una placa recuerda que aquí vendió fruta Francisco Espoz y Mina antes de combatir a los franceses en la Guerra de la Independencia y defender la Constitución contra Fernando VII. La plaza, para sorpresa del visitante, es mucho más pequeña de lo que parece en la tele, pero mejor no recordárselo a los pamplonicas.
Por aquí corren los toros camino de la calle Mercaderes y resbalan en la curva con Estafeta, por donde prosiguen hacia la plaza pasando por la Casa de los Itúrbide y el Palacio de los Goyeneche. Esta es zona de poteo donde disfrutar de chistorras e inmejorables tortillas de patata —aquí se presume de su origen navarro y que fueron popularizadas por el general Zumalacárregui en las guerras carlistas, aunque ya se hacían antes en Extremadura—. Los pintxos y platos tientan vista, olfato y gusto en lugares emblemáticos como Iruñazarra, en la calle Mercaderes, con un interesante lagarto (corte de cerdo) con mostaza y miel; Casa Juanito, Chez Belagua, Bodegón Sarría y el bar Fitero, con su brick de lechezuelas con queso Beltza, en la calle Estafeta; Gaucho con su crocanti de morcilla con foie, en Espoz y Mina; o Baviera y Gure Etxea, en la plaza del Castillo.
En dicha plaza, nexo entre el casco antiguo y la parte moderna de los ensanches, hubo un castillo y se celebraron torneos de caballería y corridas de toros hasta 1843. Hoy es lugar de encuentro en sus terrazas y soportales. Uno de sus asiduos fue Hemingway, quien vino a Pamplona en nueve ocasiones entre 1923 y 1959, como recuerda una estatua y un paseo con su nombre cerca del coso taurino. En la plaza del Castillo están algunos de los lugares predilectos del escritor y periodista estadounidense, como el hotel La Perla; el bar Txoko, donde desayunaba y tomaba batido de vainilla con coñac; y el decimonónico Café Iruña, donde paran los peregrinos del Camino de Santiago a degustar su chocolate con churros y a hacerse un selfi con la estatua del escritor apoyado a una de sus barras como en el habanero Floridita. Se puede comer la hamburguesa que le gustaba, según la receta encontrada entre sus papeles, en los hoteles Blanca de Navarra, Pamplona El Toro, Maisonnave, Yoldi —donde compartía tertulias con el diestro Antonio Ordóñez— y Tres Reyes —alojamiento que aparece en las novelas que forman la Trilogía del Baztán, de Dolores Redondo—.
Subamos a Navarrería, donde se halla la catedral de Santa María. Su fachada neoclásica de 1799, obra de Ventura Rodríguez, se ha granjeado notables críticas a lo largo del tiempo; entre otros, de Pérez Galdós. Tampoco causó una grata impresión a Victor Hugo o a Hemingway al principio. En cambio, su interior les encantó, como cuentan respectivamente en Viaje a los Pirineos y los Alpes y en Fiesta a través del personaje Jake Barnes. Es un templo gótico de tres naves y girola, con un imponente sepulcro en alabastro de Carlos III El Noble y Leonor de Trastámara al pie del altar mayor, y un impresionante claustro de arcos ojivales que alberga la tumba de Espoz y Mina y una bóveda estrellada en una capilla. Ante la talla de Santa María la Real se coronaban los reyes de Navarra. En sus dependencias se halla Occidens, una exposición premiada que recorre la historia de la cultura occidental.
Cerca se halla el antiguo palacio de los Reyes de Navarra, que hoy alberga el Archivo Real y General de Navarra y sus exposiciones, tras una restauración de Rafael Moneo. Sin ir muy lejos, en la calle Compañía está el albergue Jesús y María, uno de los más grandes y bonitos del Camino de Santiago, situado en la antigua iglesia del mismo nombre. En dicha calle tuvo su sede la Compañía de Jesús, fundada en 1534 tras el cambio de rumbo en su vida que sufrió el futuro San Ignacio de Loyola al ser herido en 1521 defendiendo el castillo de Santiago, donde hoy está la iglesia de San Ignacio, al servicio del emperador Carlos V contra las huestes francesas de Enrique II de Navarra. En la calle San Agustín, en la iglesia homónima, había un convento en el que el poeta Garcilaso de la Vega, quien también guerreó por estas tierras al servicio del emperador, fue armado caballero de la Orden de Santiago en 1523.
Detrás de la catedral hay un pequeño callejón sin salida de curioso nombre, Salsipuedes, y “entra si te dejan” que dicen los pamplonicas, ya que hay una verja en la entrada que lleva al convento de carmelitas. Detrás está el Baluarte del Redín y sobre este, el Rincón del Caballo Blanco, donde se disfruta de una magnífica panorámica del entramado defensivo de las murallas y baluartes de Pamplona, del río Arga y de la ciudad moderna. Es una zona muy concurrida con buen tiempo, con conciertos al aire libre. Se conserva una antigua picota, la Cruz del Mentidero, en la que se azotaba o mutilaba a los reos y se colgaba los cuerpos de los ajusticiados. Por aquí correteaba y lanzaba piedras de niño Pío Baroja, que estudiaba cerca de la catedral. Es un buen lugar para dar un paseo por las imponentes murallas que rodean el casco antiguo, declaradas Monumento Nacional. Hacia la izquierda, encontraremos el Portal de Francia, la única puerta que queda en su lugar histórico, con su águila bicéfala de 1553 y su puente levadizo, también llamada de Zumalacárregui porque por ella salió —vivía al lado, en el 25 de la calle del Carmen— para ponerse al frente de las tropas carlistas. En esa dirección nos encontraremos el parque de La Taconera, en el que habitan venados y varias especies de aves entre fosos y murallas. En el parque se conserva el viejo Portal de San Nicolás, por el que se accedía a la ciudad antes de ser derruidas las murallas de esta zona; y una estatua del tenor Julián Gayarre, quien se inició en el Orfeón Pamplonés y da nombre al antiguo Teatro Principal.
Desde el Rincón del Caballo Blanco hacia la derecha iremos por la Ronda Barbazana, disfrutando del panorama, hacia el romántico parque de la Media Luna, pasando por el Baluarte de Labrit y el fortín de San Bartolomé, donde se halla el Centro de Interpretación de las Fortificaciones para quien quiera conocer su historia. Merece la pena bajar y pasear por las orillas del río, o recorrerlo en piragua, disfrutando de sus puentes románicos, como el monumental de la Magdalena, del siglo XII, por el que acceden a la ciudad los peregrinos procedentes de Roncesvalles; el de San Pedro, el más antiguo de Pamplona; y los de Santa Engracia y Miluce.
En marcha por San Cernin y San Nicolás
De vuelta al casco antiguo, vamos a la zona de los viejos burgos de San Cernin y San Nicolás. En el primero cabe destacar la iglesia gótica de San Cernin, del siglo XII, cuya alta estructura revela su carácter defensivo. Guarda la venerada imagen de la Virgen del Camino, que apareció misteriosamente en la iglesia en 1487, y la popular veleta conocida como el gallico. Sus campanas marcaron durante siglos las horas y aún hoy indican el comienzo de los encierros de sanfermines. En la calle Mayor, una losa señala el pocico con cuyas aguas San Cernin hizo los primeros bautismos. Cerca está el renacentista Palacio del Condestable: merece una visita, además de por sus artesonados y su patio con 14 columnas octogonales, porque alberga el Museo Pablo Sarasate, dedicado al conocido violinista nacido en la calle San Nicolás, uno de los hijos de Pamplona con mayor proyección internacional, que daba conciertos en el teatro Gayarre, pero también desde un balcón del hotel La Perla a la gente reunida en la plaza del Castillo.
En la calle Mayor hay otros palacios: el de Redín y Cruzat, casa de uno de los peculiares hombres de armas y donjuanes del siglo XVI, Tiburcio Redín, que terminó como misionero en América; y el de Ezpeleta, con una espectacular portada barroca. Al final de la calle está el convento de las Recoletas y, al lado, la iglesia de San Lorenzo que impresionó por su carácter defensivo a Victor Hugo, integrada entonces con su torre en la muralla derruida en 1915 para hacer el ensanche. En San Lorenzo está la imagen de San Fermín, talla del siglo XV, conocido por “El Morenico” por su tez oscura: hay quien sospecha que su tono se debe al humo de las velas recibido durante siglos.
Saliendo por la calle San Francisco se llega a la Cámara de Comptos, del siglo XIV, el único edificio de gótico civil que queda, tradicional tribunal de cuentas. En la plaza de San Francisco, quien al parecer vino a Pamplona en 1213 y hubo un convento franciscano, destaca el edificio de La Agrícola, antiguo hotel y hoy biblioteca. Hubo también una cárcel desde la que salían los reos para ser ejecutados, pasando por la calle Nueva, algo que impresionó a Baroja de niño, que vivía en el número 30 de esta vía, como cuenta en Desde la última vuelta del camino (1947). La calle Nueva es la más larga del casco viejo y se sitúa sobre lo que fue el foso que separó San Cernin de San Nicolás.
Pasamos a la zona de San Nicolás. En la plaza del Consejo está el palacio de los Condes de Guendulain, del siglo XVIII; y en la calle de San Nicolás, la iglesia-fortaleza homónima del siglo XII, con restos de frescos medievales: fue incendiada en las guerras contra San Cernin. A Victor Hugo le sorprendió de Pamplona cómo en sus calles “la alegría resplandece” al caer el sol. Lo que se aprecia en las animadas calles de San Nicolás, San Gregorio y aledaños, llenas de restaurantes donde degustar carnes, productos de la huerta, vinos y pacharanes navarros: Katuzarra, Otano, La Mandarra de la Ramos, Burgalés o Baserriberri, con pintxos premiados en concursos como el llamado bOOmVeja!! (pan de leche de oveja ahumada con lactonesa trufada y cordero estilo thai).
El poteo no es exclusivo del casco viejo, en los ensanches hay también magníficas ofertas gastronómicas en torno a las plazas de la Cruz y Blanca de Navarra, las avenidas Roncesvalles y Bayona, y en la calle de Iturrama. Al ensanche llegamos a través del arbolado paseo Sarasate, en el que ver el Monumento a los Fueros y, en cada una de sus esquinas, el Parlamento y el Palacio de Navarra, sede del Gobierno y de la Diputación. El Palacio de Navarra alberga obras de Goya y Madrazo, y un tramo de las cadenas —hay otro en Roncesvalles— que Sancho el Fuerte rompió en la batalla de las Navas de Tolosa y que forman el escudo navarro. Es una zona representativa de la arquitectura de finales del siglo XIX y comienzos del XX. A espaldas del Parlamento se halla el moderno Palacio de Congresos y Auditorio, referente cultural de la ciudad; está frente a la Ciudadela, uno de los mejores ejemplos de la arquitectura militar renacentista, de forma estrellada pentagonal, empezada a construirse en 1571 por Felipe II. Es uno de los grandes refugios de los pamplonicas para pasear, correr o hacer un pícnic entre sus fosos, baluartes, revellines, lunetas, parapetos, aspilleras, garitas... En sus dependencias se celebran actos culturales y exposiciones. Parte de la Ciudadela y de las murallas fueron derruidas entre 1888 y 1915 para construir los dos ensanches de la moderna Pamplona. Más allá de la Vuelta del Castillo, el parque en el glacis circundante a la Ciudadela, dos citas obligadas: el museo de la Universidad de Navarra, con obras de Picasso, Kandinsky, Tápies y Chillida, entre otros; y el parque Yamaguchi, un jardín japonés en el corazón de Navarra, con sus típicos puentes y templete sobre el estanque, en el que se halla el planetario, con una de las cúpulas más grandes del mundo, y una réplica de la Vía Láctea hecha con más de 500 arbustos. Su nombre evoca a la ciudad nipona evangelizada por san Francisco Javier, hermanada con Pamplona. Un sitio relajante para concluir este paseo por la Pamplona no taurina.
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