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Faraones junto al Sena: las pistas que ha dejado en París la fascinación por Egipto

Una batalla de 1798 en El Cairo llevó a Francia a apasionarse por la egiptología. Desde el Louvre hasta sus obeliscos, pasando por calles, cines y museos que llevan su esencia, el pasado oriental brilla en la capital francesa

Fontaine du Palmier
La Fontaine du Palmier, en la plaza Châtelet (París), construida en 1808 bajo una columna coronada por una estatua de la Victoria para celebrar las campañas de Bonaparte.Craig Hastings (Getty Images)

Hacía un calor agobiante el 21 de julio de 1798 cuando, en la explanada que se extiende frente a las pirámides de Guiza, dos ejércitos se preparaban para entrar en combate: de un lado, los mamelucos del sultán otomano y, del otro, los franceses que habían desembarcado tres semanas antes en Alejandría. El general galo, abrumado por el sentimiento de eternidad que transmitían estas tres montañas artificiales y tal vez por el hecho de que el enemigo le triplicaba en número, arengó a sus soldados de la mejor manera posible: “Adelante, y pensad que desde lo alto de esas pirámides cuarenta siglos os contemplan”. Horas después, la batalla había terminado con el triunfo del ejército francés, que avanzó fácilmente hacia El Cairo. Pero más allá de una victoria y una ocupación militar, en ese momento había empezado una insólita historia de fascinación entre Francia —y por extensión toda Europa— y Egipto que continúa en pleno vigor en la actualidad.

En teoría, la campaña egipcia de Napoleón tenía un contenido científico que le proporcionaba un extraño tinte cultural. Junto a los 38.000 soldados participaban en la expedición 167 matemáticos, historiadores, químicos y otros especialistas que durante tres años vivieron su propia aventura científica a la sombra de la epopeya militar. Desde ese momento, Oriente entró definitivamente en Francia como un perfume que impregna la sangre y queda para siempre circulando por las venas. Luego vendría el episodio del caballo egipcio que Napoleón montó en Austerlitz, el desciframiento de la piedra de Rosetta, la presencia en el canal de Suez y, sobre todo, la publicación de Descripción de Egipto, una magna obra con todos los hallazgos realizados por ese pequeño ejército de científicos. Más allá de la ciencia y la política, había nacido la egiptomanía.

Durante unos años los franceses se instalaron en El Cairo como un poder a la sombra del gobernador otomano Mehmet Alí. Allí crearon en 1801 el Instituto de Egipto, fundación que puede considerarse la creación de la egiptología como ciencia y cuya sede ardió en 2011. Pero esta relación es un viaje de ida y vuelta, y el aire de Egipto se cuela en territorio francés y no solo con la incorporación al ejército francés de ese grupo de mercenarios mamelucos que bien pintó Goya en El 2 de mayo de 1808 en Madrid.

Vista aérea de la place de la Concorde (París, Francia).
Vista aérea de la place de la Concorde (París, Francia). Alamy Stock Photo

París, evidentemente, es la suma y la esencia de este trasiego de ideas, gentes, historias y monumentos. Al recorrer sus calles solo hay que mirar con algo de detenimiento para apreciar los detalles de esta fascinación. De repente, la ciudad rebosa de detalles y guiños egipcios. Son tanto piezas auténticas de arte egipcio como réplicas de mejor o peor calidad, pero también recuerdos de hazañas científicas, homenajes a un tiempo pasado o simples caricaturas de una civilización perdida.

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El callejero da una primera pista: las plazas Caire y Pyramides; las calles Nil, Alexandrie, Aboukir, Delta y Suez; además de otras dedicadas a Champollion, Lesseps y tantos otros personajes que se relacionaron con Egipto. Varias se concentran en el barrio de Sentier, aunque también las hay por otras partes de París. Pero, por supuesto, para encontrar los grandes tesoros egipcios auténticos hay que acercarse a las orillas del Sena.

Dos figuras egipcias en un edificio en la plaza Caire de París (Francia).
Dos figuras egipcias en un edificio en la plaza Caire de París (Francia). Alamy Stock Photo

Allí, en la place de la Concorde, aparece el gran obelisco de Ramsés II proveniente de Luxor. Aunque no lo parezca a simple vista, es de granito rosa. Fue regalado al Gobierno francés por Mehmet Alí en 1831 y tardaron cinco años en trasladarlo y levantarlo, precisamente, en el lugar donde estuvo una de las guillotinas más utilizadas durante los revueltos tiempos revolucionarios. A pocos metros, en el jardín de las Tullerías, hay una estatua del siglo XVII dedicada al dios Nilo.

Otra etapa fundamental del recorrido egipcio por París se encuentra, lógicamente, en el Museo del Louvre. Allí hay algunas obras maestras del arte faraónico, como el famoso Escriba sentado, además de un número elevadísimo de piezas de diferentes periodos. En contra de lo que pueda pensarse en un primer momento, estas colecciones no son el fruto de la expedición científica que acompañó a Napoleón. Ese botín de guerra, incluida la Piedra de Rosetta, cayó en manos de los ingleses y hay que ir al Museo Británico para admirarlo.

Una tumba de inspiración egipcia en el cementerio parisino de Père-Lachaise.
Una tumba de inspiración egipcia en el cementerio parisino de Père-Lachaise. Alamy Stock Photo

Lo que se conserva en el Louvre proviene de compras y expolios posteriores, algunos de ellos promovidos por Jean-François Champollion, el mismo que descifró la escritura jeroglífica en 1822, hace exactamente 200 años. Hay dos lugares para rendir homenaje a su persona: su monumento en el Collège de France y su tumba con un pequeño obelisco en Père-Lachaise. En este cementerio hay muchos otros detalles egipcios, como la tumba de Joseph Fourier, el famoso matemático que participó en la expedición de Napoleón, con sus lotos y serpientes.

En las calles, los sueños orientales tienen diferentes tonos, distintos niveles, y uno relativamente abundante es la reproducción de motivos egipcios en calles y fachadas. Por ejemplo, las cuatro esfinges de la fuente del Palmier (Place du Châtelet); el friso de Ramsés en la fachada oeste del Grand Palais, en donde el faraón está representado junto a las pirámides; las tres cabezas de la diosa Hathor, con sus orejas de vaca (Place du Caire) o la fuente del Fellah (55 Rue de Sèvres). Hay también bastantes esfinges que aparecen como por encanto en las fachadas de venerables edificios. Un ejemplo es el hôtel Salé, que ahora alberga el Museo Picasso. Otros palacios, como el hôtel de Beauharnais, con su pórtico que imita la entrada de un templo faraónico, no son accesibles al visitante ocasional.

Un homenaje diferente es el que propone el cine Louxor (179 Boulevard de Magenta), que refleja el repunte en la egiptomanía a principios del siglo XX y que culminó con el descubrimiento de la tumba de Tutankamon en 1922, hace 100 años. Esta fascinación permanece, y en 1989 Ieoh Ming Pei revitalizó esta obsesión erudita con su pirámide de cristal en el Louvre. El mismo año Ivan Theimer levantó en el Campo de Marte el monumento de los Derechos del Hombre, y lo hizo con forma de mastaba. Está claro que el viaje egipcio por París no termina nunca.

Sala de proyección del Cinema Louxor de París.
Sala de proyección del Cinema Louxor de París. STEPHANE DE SAKUTIN (AFP via Getty Images)

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