Viaje a la Albufera de ‘El embarcadero’
Una ruta que redescubre el magnético paisaje de agua y luz del parque natural valenciano y su gran lago
Hay quien todavía, con solo escuchar el nombre de la Albufera, exclama “¡Percha, Tonet!”. Y delata sin complejos, además de una edad ya talludita, el gran impacto que produjo una serie de televisión que acaba de cumplir 40 años, Cañas y barro. Se estrenó en TVE, cuando no había más cadenas, y llegó a ser tan popular que incluso aún se recuerda aquella extraña expresión. Aunque hoy, Tonet apenas necesitaría perchar. Las albuferencs que surcan el lago están provistas de pequeños motores. Ya no se necesitan tanto aquellas pértigas de madera para impulsar las barcazas entre la espesa vegetación y el fango de sus aguas poco profundas. Ahora se emplean sobre todo para maniobrar y deslizarse en silencio entre los miles de aves que conviven en este espléndido humedal a tan solo 10 kilómetros de Valencia.
En aquella serie, basada en la novela homónima de Blasco Ibáñez publicada en 1902, Tonet (Luis Suárez) bebía los vientos por la casada Neleta (Victoria Vera) en un dramón que transcurría en una febril Albufera y en sus cenagosos arrozales de alrededor. Provocó ríos de lágrimas en la generación de la Transición. Cuatro décadas después, otra serie de televisión, estrenada el pasado 18 de enero en Movistar, El embarcadero, viene a renovar ese imaginario sobre el lago de agua dulce, una gran laguna litoral. También aquí se dirimen amantes y engaños, si bien hay más misterio y menos tremendismo; y también aquí, en esta nueva creación de los responsables del gran éxito internacional La casa de papel, Álex Pina y Esther Martínez Lobato, el paisaje del lago es protagonista —siempre voluptuoso y alguna vez sombrío— de la trama. De hecho, las crónicas y las críticas de la serie destacan la belleza de las imágenes filmadas en una magnética Albufera que parece la Formentera de Lucía y el sexo, de Julio Medem, y que contrasta con la fría arquitectura urbana de Santiago Calatrava en la Ciudad de las Artes y las Ciencias, lo primero que uno se encuentra si vuelve a Valencia desde la Albufera y el escenario urbano de El embarcadero.
El parque natural engloba 21.000 hectáreas, de las que casi 3.000 corresponden al lago y 14.000 a arrozales
El humedal vuelve a estar de moda gracias a la televisión. Pero siempre ha estado ahí, con el inmutable poder de atracción de los paisajes con agua, y a pesar de su continua transformación desde que un antiguo golfo marino se cerró hace 6.000 años por la aparición de una franja de tierra (o restinga). Y más en invierno, cuando los arrozales han sido anegados. Entonces se confunden los elementos, el agua y la tierra, y los caminos desaparecen en la lámina que recubre el lago, luminiscente e infinita. Solo las simples construcciones que guardan los motores que acarrean el agua y las garitas para observar aves rompen la horizontalidad de un paisaje que revela toda su belleza en los atardeceres invernales.
Para disfrutar del ocaso, la gente suele apostarse en el embarcadero de la Gola de Pujol. Todo un clásico. No hace falta que sea un día de fiesta. Allí coinciden turistas, falleras, recién casados, despistados, vecinos o conductores de paso que detienen sus coches ante el imponente espectáculo. Algunos rivalizan por el espacio de los tres pantalanes de madera para sacar sus selfis o sus cámaras profesionales para inmortalizar bodas, bautizos y comuniones; otros se quedan quietos, sentados, en cuclillas, como extasiados, hasta que el sol cae tras las montañas, los azules, rojos y amarillos se degradan y la humedad se mete en los huesos.
Poetas y pintores
Curiosamente, Sorolla apenas pintó la Albufera. Y eso que el lago ya fue objeto de temprana atención por los artistas. El poeta y caballero Ausiàs March gustaba de entrenar a sus halcones y de componer algunos de los mejores versos del siglo XV en la ribera del lago. El pintor flamenco Anton van den Wyngaerde lo inmortalizó un siglo después, contratado por Felipe II para elaborar un inventario gráfico de las principales ciudades y enclaves de las Coronas de Castilla y Aragón. A estelugar (cuyo nombre procede del árabe al buhaira, diminutivo de al bhar, el mar) llegarán con toda probabilidad muchos más visitantes por el reclamo de El embarcadero y su buena audiencia. Ya pasó hace 40 años con el éxito de la serie que dirigió Rafael Romero Marchent en la entonces única cadena de televisión en España.
El Palmar es como una pequeña isla rodeada por el marjal y el lago, en la que sobreviven algunas barracas
“Gracias a Cañas y barro, el Palmar es lo que es ahora. Bueno, yo lo veo así, porque, aquí antes, nos dedicábamos a la pesca y a la caza y ahora nos dedicamos sobre todo al turismo. Empezó a venir mucha más gente y a preguntar por los lugares donde se había rodado. Yo aparezco de extra ya en las primeras imágenes de la serie, pero trabajé sobre todo de asesor. Que querían una acequia, con una senda de tierra al lado, pues yo les decía dónde…”, explica el octogenario Francisco Roig, que dejó las cañas y las escopetas (al menos profesionalmente) para montar el restaurante Bon Aire. “Yo era el que perchaba. Incluso me vistieron de mujer una vez, de la madre de Tonet, porque no había forma de que la actriz pudiera mover la barca”, recuerda sonriendo a su lado Vicent Marco, de 61 años, en la barra de este establecimiento de El Palmar.
El Palmar es como una pequeña isla rodeada por el marjal y el lago en la que aún sobreviven algunas barracas, la construcción tradicional de la huerta valenciana. Es también una suerte de templo del socarrat (el arroz tostado que queda en el fondo de la paella), jalonado por carteles que proponen un paseo en barca y repleto de restaurantes que suelen llenarse los fines de semana, al reclamo de una oferta de gastronomía típicamente albufereña: desde el all i pebre (un guiso con ajo, pimentón, patata y el producto estrella, la anguila —antaño del lago—) hasta la paella de pato (animal omnipresente que se añade al pollo y conejo de la tradicional), pasando por todas las variedades imaginables de paellas y arroces, más o menos aceitosos.
Pero antes de llegar a esta pedanía de Valencia, conviene detenerse en el Racó de l’Olla. Es el centro de interpretación de la Albufera, que fue declarada parque natural para su protección en 1986. Como tal, engloba 21.000 hectáreas, de las que unas 3.000 conforman la superficie del lago, 14.000 están ocupadas por los campos de arroz y el resto se distribuye en una franja de tierra de unos 30 kilómetros de largo. La carretera, que discurre paralela al mar y en muchos tramos bajo las ramas de los pinos, enlazaba otro tipo de templos, muy célebres en la década de 1980 y principios de la de 1990: las discotecas que abrían y cerraban consecutivamente los fines de semana para que no parara la música en la Ruta del Bakalao.
En el Racó de l’Olla se recomiendan unas rutas muy diferentes, ecológicas, ornitológicas, paisajísticas, de las que también disfrutan antiguos feligreses de aquellas discotecas (Barraca, Puzzle, Spook…), como Isabel M. A. Esta abogada reconoce que de aquella época solo guarda el recuerdo difuso de la Albufera por la luz cegadora que desprendía cuando ya volvía a casa. Pero se acuerda perfectamente de las secuencias que vio de niña de Tonet ahogando al bebé en el lago con la complicidad de Neleta. Ahora todo es diferente. Ahora corre, practica senderismo y se interesa por conocer el humedal y su muy rica biodiversidad. Además, el Racó de l’Olla es también como una Albufera reducida, con su pequeño lago, sus senderos entre la vegetación autóctona, sus garitas y sus miradores panorámicos.
Miles de patos
El parque valenciano tiene una gran importancia en el contexto de los humedales europeos, especialmente en lo referido a las aves acuáticas (está integrado en las figuras internacionales de protección Ramsar y Red Natura 2000). En el invierno se pueden observar miles de anátidas, siendo el más popular el pato llamado collverd por el color verde de su cuello. También hay numerosas gaviotas y garzas como la garceta grande. Se han registrado hasta 350 especies. En el lago, entre cañaverales y cañas, hay especies endémicas mediterráneas como el crustáceo gambeta, el samaruc, en peligro de extinción, y el fartet. La contaminación de las aguas ha reducido la presencia de estas especies, junto a las apreciadas anguilas, por ejemplo, a las cercanías de los ullals (manantiales) del lago donde aún brota agua limpia.
En época romana, el lago llegaba casi hasta el centro de la actual Valencia y medía 10 veces más. Los sedimentos naturales de los barrancos, sobre todo, y los enterramientos para el cultivo del arroz lo han ido reduciendo. Pero no deja de ser un milagro que la Albufera sobreviva con la presión demográfica y la actividad económica de su alrededor. “Es increíble. No hay un sitio igual tan cerca de una gran ciudad y su cinturón metropolitano”, comenta el antiguo arrocero y maestro Pep Chaqués, mientras desliza respetuosamente su albuferenc entre centenares de patos.
El parque se extiende por 13 municipios (desde Valencia hasta Cullera), con una población superior al millón de habitantes. “A principios de la década de 1970 se produjo el colapso ecológico del lago, que pasó muy rápidamente de tener aguas transparentes a la ‘sopa de guisantes’ actual. Fue la consecuencia de la enorme cantidad de vertidos urbanos e industriales sin depurar. Aunque se ha avanzado mucho, siguen llegando vertidos sin tratar. Hay que acabar con ellos y conseguir más caudales del Júcar, cuestión muy problemática por su situación de sobreexplotación agravada por el escenario de cambio climático. Además, hay carencias presupuestarias, de personal y de desarrollo normativo”, señala el ecologista Víctor Navarro, presidente de la junta rectora del parque natural de la Albufera.
El núcleo de El Saler (término que proviene de las antiguas salinas) y la Devesa se salvaron de la depredación urbanizadora del tardofranquismo gracias a una de las primeras movilizaciones urbanas y ecologistas en España. Al grito de “El Saler per al poble” se logró paralizar el proyecto, si bien se construyeron algunas urbanizaciones y algunos edificios. Pero nada que ver con la franja litoral de Sueca, ocupada por sucesivos bloques de apartamentos que miran al mar. A sus espaldas, los arrozales y el marjal dibujan un paisaje especular, radiante, que merece la pena apreciar desde la Muntanyeta dels Sants, el pico del parque con sus 27 metros de altura.
Desde allí se divisa una estupenda panorámica de todo el humedal, cuya imagen contribuyó a popularizar Cañas y barro, igual que ahora El embarcadero.
Cuatro pistas
1. Avistamiento de aves. La Albufera es un paraíso para observar pájaros. Hay miles, de 350 especies, siendo las más comunes en invierno las anátidas, los cormoranes, las garzas o el aguilucho lagunero. Solo hacen falta unos prismáticos y pasear por el parque para disfrutar de ellos. En el Tancat de Mília, el de la Pipa y el de l'Illa, humedales artificiales con filtro verde que drenan agua limpia, se reúnen especies protegidas como la cerceta pardilla.
2 Paseos en barca. Un clásico es visitar la laguna en una de las tradicionales albuferencs. Hay cuatro embarcaderos principales: en los puertos de El Saler y de Catarroja, en la Gola de Pujol y en El Palmar. El viaje suele durar 45 minutos y cuesta entre cuatro y cinco euros.
3 Entre dunas y pinos. Una ruta fuera del lago discurre por La Devesa, un espacio de 1 kilómetro de ancho y 10 de largo que separa la Albufera del Mediterráneo. Es la única zona de la restinga que mantiene un sistema dunar y un bosque bien conservados.
4 En bici por los arrozales. Sueca dispone de cuatro rutas para conocer la gran llanura arrocera que convergen en la Muntanyeta dels Sants, un mirador natural coronado por la ermita de Benissants de la Pedra (Abdón y Senén).
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