Fuerteventura, la playa infinita
Del mar de dunas de Corralejo, en el norte, a los deslumbrantes arenales de Jandía, en el sur, una ruta esencial por la isla canaria que enamoró a Unamuno con escala en el islote de Lobos
La isla, una de las más hermosas que yo conozca, tiene forma de hueso largo acabado en un pie extenso, y esa silueta, descubierta gradualmente desde el avión si no la ocultan las nubes, anuncia su esqueleto de piedra. A Fuerteventura hay sin embargo una segunda vía de acceso menos dramática, por mar. En la vista a ras de agua a medida que el ferri se acerca desde Lanzarote, la isla es igual de pétrea, pero la animan, cuando ya el barco cruza el estrecho de la Bocaina, los edificios y las arenas plateadas de Corralejo, a la derecha.
A la izquierda destaca otra mole muy singular, la isla de Lobos, actualmente sin lobos (en realidad, focas monje o lobos marinos), expulsados de esa superficie de 500 hectáreas por la competencia de los pescadores locales, que veían sus capturas muy diezmadas por la voracidad del mamífero. El islote, a menos de 20 minutos de trayecto en barco desde el puerto de Corralejo, vale la pena si se tiene tiempo para la excursión, bien señalizada en caminos trazados que no molestan a su rica fauna ni estropean la flora; la playa blanca de La Concha está entre las mejores de la zona, aunque su principal atractivo radica en la propia formación volcánica, con una altura máxima de 127 metros en la llamada montaña de La Caldera.
Miguel de Unamuno se prendó de Fuerteventura a principios del siglo XX y discurrió sobre ella, hasta el punto de que no es fácil hoy —salvo que uno sea un bañista pendiente solo de su bronceado— visitarla sin encontrarse la voz y la sombra unamunianas. El escritor bilbaíno empezó a mostrar su interés canario en junio de 1910 con motivo de unos juegos florales en Las Palmas. Allí, don Miguel dio el discurso de mantenedor, que decepcionó a no pocos de los presentes, pues en lugar de cantar con tópicos la guapura indudable de la mujer grancanaria le dedicó en sus palabras una “galantería especial”, diciendo: “Trato a las mujeres como a los hombres, igual que si fueran hombres; no las trato como a niños grandes, como a ídolos, con el fácil sahumerio de unos cuantos piropos”. Ya se sabe que el autor de Amor y pedagogía (1902) era de talante poco piropeador, en todos los géneros. Y de esa alocución resalta asimismo su advertencia a la gente joven que quizá le escuchaba aquel día en el teatro Pérez Galdós: “Que no os corrompa ni la obsequiosidad del mesonero a caza de turistas, ni la sordidez del mercader. Y no es que yo desdeñe el comercio. El comercio es un gran instrumento de progreso. Comerciantes eran aquellos fenicios que desamortizaron la escritura y que llevando por el Mediterráneo artículos que vender, llevaban también ideas”.
Catorce años después, en 1924, Unamuno viajó de nuevo al archipiélago, a la fuerza; el reino alfonsino aún no atraía visitantes turísticos, pero el general Primo de Rivera inició una modalidad de turismo autoritario, años después continuada por el dictador Franco, desterrando al indómito catedrático salmantino a Fuerteventura, donde el idilio canario del escritor se desarrolló y se concentró. En la isla, abre los ojos, y entre otros hace el descubrimiento de la mar. “Y eso que nací y me crie muy cerca de ella”, escribiría.
El confinamiento le da al pensador el soporte de una nueva tierra que le deslumbra con algo que hoy, mucho más construida, comercializada y visitada que entonces, sigue vigente: la desnudez mineral, la ondulación de la piedra apenas señalada por unas plantas ralas, la eminencia, más al norte y el centro de la isla que al sur, de un encadenamiento montañoso abrupto, pardo y seco, pero atenuado de color en las laderas, donde aparecen para compensarlo, como coqueterías del poblador nativo llamado majorero, los perfiles airosos de sus molinos y la vivísima mancha blanca de sus más preciosos pueblos, como La Oliva o Betancuria.
Gofio y quesos majoreros
En sus 100 kilómetros de longitud por poco más de 25 de anchura, el paisaje de la isla alterna entre la suavidad de sus dunas y la reciedumbre de su osamenta, que, privada de toda connotación fúnebre, permite hablar de esqueleto. Unamuno usaba la palabra como un mantra: “La aulaga es un esqueleto de planta; la camella es casi esquelética, y Fuerteventura es casi un esqueleto de isla”, designando incluso al gofio como “esqueleto de pan”, sin duda en una época en que esta suculenta masa de harina de grano tostado era menos universal que ahora en tanto que ingrediente culinario muy variado en la gastronomía canaria y no solo majorera. El cereal de secano (trigo, cebada o maíz, allí llamado millo) tiene un protagonismo casi ineludible; como guarnición de carnes y pescados, disuelto en los potajes, de postre amasado, para mi gusto excesivamente dulzón y denso, y, según parece, también añadido por muchos a su café con leche matutino y a la papilla infantil.
Respecto a su fauna, el viaje por la isla depara el dominio casi exclusivo de las cabras y los camellos. Las primeras producen la delicatessen de los quesos majoreros, cuya variedad es casi infinita; mi paladar aprecia más el queso curado, de atractiva tonalidad marfileña, aunque los tiernos tienen naturalmente un comer más agradecido. Camellos parece haber menos, aun siendo más conspicuos; serenos en su elevada indiferencia al humano, su gesto hace de ellos un cuadrúpedo tan altivo como filosófico. Los que vi en mis días de Fuerteventura no hicieron gala de su deseo carnal, lo que lamento; en 1924, tampoco hace tanto, Unamuno los llamó “tenorios” de la isla, al haber contemplado más de una vez en sus paseos campestres el celo de los machos manifiesto con la expulsión por la boca de una llamada “vejiga” deseante, siendo el estado de ánimo del animal en esas fases muy agresivo, tanto como para atacar y herir gravemente al humano que se le interpusiera en esa necesidad coital.
Camino a Tindaya
El recorrido ofrece muchos puntos de interés, de los que elijo tres, sin entrar a ponderar la belleza salvaje de las playas del sur, entre ellas la virginal Jandía, con su faro entre un palmeral muy próximo a la orilla. En la parte norte, bajando desde el parque natural de Corralejo, donde sigue en funcionamiento, como tótem de un incipiente turismo, el hotel Tres Islas proyectado por Miguel Fisac en 1972, impresiona la amplia sabana de sus dunas. El viajero continúa su rumbo, camino a Tindaya, haciendo un corto desvío hacia La Oliva, donde hay que ver su iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria, quizá la más coqueta y armoniosa de la isla, y en las afueras del pueblo, la Casa de los Coroneles, uno de los edificios civiles de mayor rango del archipiélago.
Construida en el siglo XVII como residencia de las autoridades militares, el conjunto, hoy restaurado para servir como centro de exposiciones, tiene una planta alargada de dos alturas y torreones en los extremos, así como una bonita balconada en el piso alto. La silueta del palacete se yergue, en una estampa de postal, ante el cono del monte posterior, que recuerda el perfil de una pirámide. Más irregular pero más misteriosa es la montaña que el viajero observa, volviendo hacia la carretera, a su derecha. Tindaya.
El sueño de Chillida
Un día de 1985, 60 años después de que Unamuno, al acabar su destierro, publicara en Francia, en español, su incomparable manifiesto político-sentimental-majorero De Fuerteventura a París, un libro en que el soneto se hace arma contra la dictadura primorriverista, otro genio vasco, Eduardo Chillida, tuvo una revelación. La idea plástica del escultor maduró lentamente, y en 1996, tras desplazarse hasta el lugar, se plasmó en un proyecto tan audaz como visionario: “Tengo intención de crear un gran espacio vacío dentro de una montaña (…) Vaciar la montaña y crear tres comunicaciones con el exterior: con la luna, con el sol y con el mar”. La montaña soñada por Chillida es Tindaya, muy cercana a la carretera principal que va desde el noroeste hasta Puerto del Rosario. Es difícil pronunciarse en la polémica, que aún continúa, entre quienes defienden la posible obra maestra imposibilitada hasta hoy (las imágenes del simulacro de lo que llamaríamos patio central excavado, con sus formaciones cúbicas en la piedra, tienen una imponente potencia plástica y mucho de templo laico) y los que rechazan la intervención del artista, entre otras cosas por su elevado coste, unos 48 millones de euros, y la preponderancia que dicen demasiado interesada de los familiares del artista, fallecido en 2002. Tindaya es una montaña mágica, no solo por su apaisada forma trunca que evoca fantasías de la ciencia-ficción, y en ello ven los opositores al proyecto otra pérdida, pues el vaciado y los trabajos de desescombro supondrían, afirman, un daño irreparable a los podomorfos, pies grabados en la roca hace miles de años por los pobladores aborígenes.
Molinos machos y hembras
Uno de los mayores encantos de la isla es el contraste que ofrece entre las líneas costeras y su interior, a veces recóndito y lleno de sorpresas. La esencia geográfica de Fuerteventura es la tierra enjuta, casi siempre desnuda en sus escarpaduras y sus elevaciones, que esconden el apagado bullir de una entraña fogosa; y al mismo tiempo el arenal inagotable, un desierto en miniatura repartido estratégicamente, como en un juego, por la naturaleza. Uno va acostumbrándose a ese ascetismo de la mirada que, como decía Unamuno, atraerá más al peregrino de una tierra pura, evangélica, que al hedonista de la sociedad de consumo. De repente, surgen otros oasis. A pocos kilómetros de la montaña sacra de Tindaya, está Tefía, una aldea que conserva lo que podríamos llamar un museo al aire libre de construcciones domésticas tradicionales, tan sencillas como auténticas, y una demostración de los especímenes de molinos de viento machos y hembras, una dualidad que se aprende en este viaje. El macho es de dos plantas y circular de contorno, con cuatro o incluso más aspas en su techumbre cónica. Yo encontré más historiado el molino hembra, aquí llamado molina. Las molinas majoreras son de menor tamaño y de planta cuadrada, y la del llano del Almácigo, en el camino hacia Antigua, es un prodigio de rústica elegancia.
No se puede dejar tampoco de visitar, aprovechando las cortas distancias, Betancuria, mi tercer hito. Se trata de un pueblo en la zona central de la isla que tiene resonancias históricas, ya que fue, desde su fundación en 1404 por dos caballeros normandos, la capital de la isla, rango perdido a mitad de siglo XIX, primero a favor de Antigua y luego de Puerto de Cabras, nombre entonces de la actual Puerto del Rosario. En Betancuria, con estrechas calles empedradas de mucho sabor, quedan algunas nobles casonas, y sobre todo su iglesia de Santa María, antigua catedral, reconstruida en el siglo XVI tras el ataque de unos piratas berberiscos. Pese a su mezcla de estilos, o por ella, el templo ofrece numerosos alicientes, y su balcón corrido de madera luce en la fachada posterior. Saliendo del pueblo llama la atención la estructura restante del antiguo convento de San Buenaventura; la poética de las ruinas funciona en su caso con especial poderío.
Ciudad con arte
El viaje finaliza en la actual capital administrativa y comercial, Puerto del Rosario. Ciudad pequeña y acogedora, llena, sobre todo en el barrio central del Charco, de recuerdos militares (aquí llegó la Legión al abandonar España sus últimas posesiones africanas), su vertiente marina le da vida. Y está jalonada de monumentos escultóricos, algunos, como El vigía, El pescador de viejas o Equipaje de ultramar (de Eduardo Úrculo), de calidad estética; estas llamativas presencias se deben, por lo que me contaron, a la iniciativa de un edil amante del arte. No podía faltar en el repertorio una escultura de Unamuno, situada frente a la casa de su destierro, que se visita (calle de la Virgen del Rosario, 11). El filósofo había expresado el deseo de ser enterrado en Montaña Quemada, no lejos de Tindaya. Otro sueño irrealizado.
Vicente Molina Foix es autor de El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama).
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