Costa Vicentina, el paraíso playero portugués
De Odeceixe al cabo de San Vicente, un soleado recorrido por en busca de generosos arenales, imponentes acantilados y buen percebe
Debajo de los adoquines está —es cierto— la arena. Hoy, como hace 50 mayos, siempre fue así en Monte Clérigo. Dependiendo de los vientos que soplen, hay días en que la arena tapa los adoquines, las dunas avanzan y se comen la carretera que llega a la aldea, dentro del paraíso que es la portuguesa Costa Vicentina. Pero claro, los paraísos no se encuentran junto a una boca de metro.
El parque natural del Sudoeste Alentejano y Costa Vicentina es el más extenso del país. Sus 110 kilómetros de costa en línea recta lindan al norte con el puerto industrial de Sines y al sur con la aldea pesquera de Burgau. La Costa Vicentina forma el cogollo de ese parque, con sus propias fronteras naturales, más que oficiales, desde la desembocadura del río Seixe hasta el faro de San Vicente.
El mundo cambia cruzando el puente de hierro del Seixe, que da nombre al pueblo de Odeceixe y a su impagable playa, libre de cualquier asentamiento humano. Llama la atención que tal maravilla no se haya cuajado de negocios de sombrillas y flotadores, pero parece que el trágico terremoto que arrasó Lisboa en 1755 también se sintió aquí, que el cauce del río se desmadró y las aguas del mar se tragaron la aldea de pescadores. Escarmentados, este pueblo de origen árabe se encuentra en la montaña y a tres kilómetros del océano.
En la Costa Vicentina, el percebe se encuentra en restaurantes modestos, como O Chaparro, a 2 euros los 100 gramos
De aquella tragedia hoy queda un lío de aguas y arenas que crea imágenes únicas que parecen hechas para Instagram. Los bañistas se plantan en la arena rodeados de agua; de frente, las olas del mar, de espaldas, las aguas calmas del Seixe; de un lado se saltan olas heladas, del otro se chapotea en aguas templadas o se rema en kayak río arriba hasta llegar al pueblo. Aprovechando la bajamar, es posible andar por la arena hasta la playa vecina, la de Adegas, oficialmente nudista. Lo mejor de los mundos se junta en Odeceixe, que hoy saca partido a los desmanes naturales de aquel terremoto con humildes casas reconvertidas en alojamientos turísticos y buenos restaurantes con precios para lugareños.
“Aquí en 2004 no había nada, nada de nada”. Aunque de aspecto parece italiano, Zé es un portugués lanzado y aventurero que se atrevió a construir en el campo de Odeceixe un alojamiento para albergar, en aquel tiempo, a algún despistado viajero. Su Casa Vicentina es hoy una referencia, con sus casitas de adobe y madera, jardín y una piscina camuflada en un estanque natural, donde por las noches el croar de las ranas espolea el roncar de los hombres, o viceversa.
Madrugamos, lo que va bien para seguir descubriendo la costa. El coche es un suplicio para recorrerla. Riachuelos y torrenteras abren surcos en los valles e impiden que el asfalto comunique playas y acantilados. Como máximo, la carretera osará acercarse a una playa, pero para alcanzar la siguiente debe volver tierra adentro, coger la N-268, subir montañas, bajar montañas y serpentear hasta otro arenal salvaje formado por los vientos, las corrientes, las aguas dulces y las saladas.
Solo caminando o en bicicleta se pueden descubrir arenales íntimos como los de Bunheira y Carriagem
Para salvar esos obstáculos, y no por ningún otro motivo, se pasa por Rogil, pueblo anónimo de carretera que rinde homenaje en su plaza principal a un icono gastronómico local, el percebe. La Costa Vicentina es de aguas para tal marisco y de tierras para la patata dulce, el boniato, pero a ella no le ha llegado el momento escultural en Rogil ni en otro lugar que se conozca.
A la derecha del monumento al percebe hay que coger el desvío hacia el mar para llegar a la playa de Vale dos Homens, de los hombres. Lleva fama por su belleza natural, por sus acantilados de pizarras y sus alrededores vírgenes de cemento, pero la pleamar la deja sin espacio para la toalla, único textil imprescindible. Es playa de surfing y reino del autocaravaning, que acampa libre y gratuitamente a sus anchas. Quien quiera pasar un día en esta cala debe traerse el pícnic puesto, pues no hay ni un quiosco de helados en kilómetros a la redonda.
90 kilómetros, cinco etapas
El zigzag automovilístico de la Costa Vicentina se puede evitar con sistemas ancestrales de comunicación, como el andar y —ya más posterior— el pedalear. Gracias a Rotavicentina.com, las señales de los senderos rupestres son más claras y completas que las del tráfico asfaltado, plagado de reclamos de cama y comida. La ruta histórica (90 kilómetros en cinco etapas) y las rutas circulares de los pescadores (42 kilómetros) siguen caminos de tierra, entre vacas y quintos pinos adonde llegan los coches perdidos; solo a pie —y después de varios errores— se descubren playas como las de Bunheira y Carriagem, más que privadas, íntimas, personales, donde el humano se siente en inferioridad de condiciones.
Izibeach, la ‘app’ más playera
Portugal tiene más de 600 playas, pero ninguna es igual a otra. La recién estrenada aplicación Izibeach (para Android) es un buen punto de información. De momento en inglés y portugués, es una referencia imprescindible para elegir un día de playa. Aparte de la localización de cada una, incluye previsiones meteorológicas, estado de la mar, oleaje, si hay o no sombrillas y hamacas y a qué precio; facilidades de aparcamiento y puntuación por sus bañistas.
Una aportación fundamental para los jóvenes es la información sobre los chiringuitos y sus fiestas nocturnas. Cada vez es más frecuente que la actividad playera no acabe cuando se pone el sol; entonces comienza otro estilo de ocio que se encuentra con la dificultad para promocionar sus actividades más allá de los pasquines y el boca a boca. Con la aplicación se pueden reservar sombrillas, reservar mesa en restaurantes o incluso pedir bebidas al chiringuito desde la hamaca en la arena.
Vamos ahora marcha atrás y hacia el continente, para seguir bajando por la costa en automóvil. Otra vez el zigzag hasta la Nacional que cruza río y pueblo de Aljezur, como su nombre indica, más árabe que otra cosa, con su castillo en el pico de la montaña, erigido en el siglo X, el último reconquistado a los moros, ya en el siglo XIII. Antes de llegar al centro, un desvío a la derecha conduce a la playa de Amoreira, también, por culpa de aquel terremoto, una verbena de dunas, ríos y mares que deja fuera de toda lógica y de todo orden tanta belleza creada al antojo de la naturaleza.
En Amoreira todo es bonito, aunque aquí sí que hay gente en la playa y coches en las cunetas. A medida que descendemos por la costa aumentan las horas de sol y las hectáreas de arena. La comodidad se cobra su precio, aunque en Portugal siempre es, incluso en agosto, un precio aceptable y, sobre todo, más respetuoso.
Huele a enebro, tomillo y romero. Los arbustos aromáticos y las florecillas silvestres han conseguido milagrosamente prender en las dunas, y ahora estas, protegidas del viento por ese manto verde, han quedado fijadas para siempre, reconvertidas en montañas que van a dar a la mar. El único chiringuito de Amoreira, a un lado, para no molestar, se llama Paraíso del Mar. Nada que objetar.
La marisma impide seguir a la siguiente playa, si es que la hay, pues esta costa de profundos acantilados de pizarra impide intuir el más allá. La exploración pasa por regresar a Aljezur, atravesar el pueblo y otra vez girar hacia el mar; por en medio crece el valle de Telha, donde el viento azota los piñeros, que los ha dejado peinados a la moda, pelados del lado del Atlántico y peludos del lado del Algarve. Y de repente, Monte Clérigo.
Casitas granate y verde
A la entrada de la aldea debería haber un cartel que dijera: “Bienvenidos a Monte Clérigo. Cuando se vaya, cálleselo”. Ingleses y franceses son los que disfrutan de este lugar único, donde no hay nada que hacer. Es cierto, sí, que llega alguna volksvagoneta con cursillistas del surf, pero no nos engañemos, gastan más horas de vida contemplativa que de vida sobre las olas. Nada que decir. Además de teóricos del surfismo, en Monte Clérigo hay una casita granate y otra verde, dos restaurantes y una playa con dos mares, uno de color verde y otro de color azul. También hay un niño-pingüino, a quien su madre le ha disfrazado de nivea, que busca entre las rocas lapas, cangrejos y otras cosas que se muevan. Con edad suficiente para llevar un móvil en la mano, nótase que pasa la mañana ensimismado con una pala y un cubito.
Versión moderna del aislante puente levadizo, la carretera de adoquines de Monte Clérigo se tapa y destapa al capricho de su campo lunar. La arena se la lleva el viento, como si todo fuera un sueño, y nos enseña el camino de piedra y alquitrán que comunicará con otras aldeas, a otras playas, pero ninguna tan agradable.
Después de lo disfrutado, la famosa playa de Arrifana parece la Quinta Avenida. No lo es, pero el pueblecito en alto se trufa de urbanizaciones en blanco y azul. Rodean su playa feroces acantilados de pizarra, que atrae a intrépidos surfistas, pues los amantes del sol acaban, con la pleamar, acostados sobre piedras. El bronco desnivel hasta llegar a la arena desanima a más de uno y además la foto bonita se hace desde arriba.
Es fácil perderse en la búsqueda de playas en la Costa Vicentina, al margen de que a veces, después del esfuerzo, la conquista es un roquedal. A duras penas, después de atravesar Chabouco y Monte Novo, se encuentran las de Penedo y Vale Figueiras, que valen para un “yo estuve aquí” y seguir camino por la a estas alturas peligrosa Nacional. A la angostura de la carretera se le añade un tráfico intenso, señal de que hay más vida hacia el sur, concretamente en Carrapateira.
El molino del pueblo es como el faro de los surfistas, su centro logístico para compartir una pizza y programar el plan del día siguiente. Ellos se inclinan por la playa de Amado, preciosa sin duda; la opción de los kitesurfers se llama Bordeira, y la de las familias, también. Es una playa que lo tiene todo sin molestar a nadie. Un inacabable arenal con una duna que obliga a culebrear la desembocadura del río del mismo nombre. Sus lagunas temporales son una delicia para los que gustan de agua dulce, limpia, cálida y mansa. Como en toda la costa, solo se llega por pasarelas y escaleras de madera; son playas sin vistas a los coches, como mucho a un chiringuito más o menos provisto. Hay que adentrarse por senderos con el coche para llegar a uno de los mejores, Sítio do Forno, en una terraza única. Su dueño solía ofrecer lo que había pescado ese día, pero esos tiempos ya han quedado lejanos. Ahora el pescador tiene web y precios en consonancia.
La aldea de Pedralva
En las montañas de Carrapateira hay escondrijos para gente bien que paga mucho por día de paz, que quiere recargar pilas, como el Monte Velho de Vilarinho. También hay una woof, una granja orgánica autosuficiente que admite voluntarios y no se les cobra nada por dormir, ni por trabajar.
Entre los dos extremos se encuentra Pedralva, una aldea que en 2006 tenía 9 habitantes y 50 casas, todas semiderruidas. Durante años, António Justino Ferreira se dedicó a buscar por Europa a herederos y propietarios de esas residencias olvidadas. En 2010 la aldea recuperó vida con 24 casas fielmente reconstruidas y la agradable convivencia de vecinos y foráneos. Hoy son más las recuperadas, ya no quedan vecinos, pero el lugar sigue siendo delicioso, y se paga por ello (nada por debajo de los 150 euros por noche en una casa de dos cuartos).
El centro comercial de la zona es la agradable Vila do Bispo, con su iglesia parroquial cubierta de azulejos y su mercado de productos frescos, especialmente los pescados, de allí mismo. El turismo de los últimos años ha traído dinero a este lugar olvidado 10 meses al año; sus casas se han repintado y cualquier rincón ha pasado de almacenar aperos a cobijar extranjeros. Pero hay cosas que no cambian, como Solar do Perceve, con un rótulo viejuno que echa para atrás al turista. Allá entramos.
—Buenas, ¿tienen percebes?
—Solo a partir de 250 gramos.
—¿Calientes o fríos?
El camarero, joven y musculoso, no tiene ganas de escuchar que en algunos sitios los sirven fríos.
—Aquí salen calientes, recién hervidos. ¿Quiere o no?
—¿Son de aquí?
—De dónde van a ser. ¿Quiere o no?
En la Costa Vicentina no existen los meses sin erres y el percebe se encuentra en restaurantes modestos como O Chaparro (Odeceixe) por dos 2 los 100 gramos. Aquí, con más turismo, sube la cuenta a 2,50 euros los 100 gramos, que dan ganas de decir al camarero que se vaya a las rocas a por más; pero contra la gula del percebe, la templanza de una humilde ración de sardinas, eso sí, de tamaño tiburón. Con ambas bandejas en la mesa, un sudor frío recorre mi cuerpo y una pesadilla mi cabeza, con hordas de sardinas asaltando el monumento de Rogil a los percebes para ponerse ellas mismas en su altar. Ya la factura lo confirma, sale más cara la sardina-tiburón que el marisco. Es el acabose, el fin del mundo se acerca. Google Maps lo confirma: a 15 kilómetros está, en el cabo de San Vicente, el finis terrae del planeta hasta que Enrique el Navegante dijo que había algo más allá. Para comprobarlo habría que echarse a nadar desde la playa de La Mareta, y no hay tiempo que perder en conjeturas absurdas cuando aquí mismo ya gozamos, en la Costa Vicentina, del paraíso.
Una pista: la casa de Amália Rodrigues
La casa de playa de Amália Rodrigues se esconde en el parque natural Alentejano. Aunque no forma parte propiamente de la Costa Vicentina, apenas le separa una decena de kilómetros. La diva del fado compró en la década de 1960 esta finca de 10 hectáreas donde se refugiaba entre gira y gira.
Tras su muerte en 1999, la casa cayó en el olvido, excepto para los mitómanos más aventureros. Una margarita gigante al borde de la carretera entre Brejão y Azenhas do Mar es la única señal que indica el lugar.
En 2012, después de una rehabilitación por parte de la fundación de la artista, la casa, de tres habitaciones, abrió como alojamiento turístico. Una noche en la suite de la cantante, con fabulosas vistas al mar, cuesta unos 150 euros. Toda la decoración mantiene el respeto a la época de la artista, aunque en sus paredes no hay memorabilia fadista. La paz del lugar no se rompe con el rugido del mar, pues para llegar a él hay que avanzar por un sendero oculto entre zarzas, arroyos y túneles de bambú hasta unas escaleras que nos bajarán a la arena. Lo normal es no encontrarse a nadie en este rincón del mundo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.