La mezquita inacabada de Rabat
Concebida para ser uno de los mayores templos del mundo islámico, el templo de Hassan, del siglo XII, forma parte del legado arquitectónico de la dinastía bereber
El ansia purificadora (y puritana) de la dinastía almohade no le restó ambición a la hora de construir y dejar su huella para la posteridad. De entre los numerosos monumentos de esta dinastía bereber del siglo XII, que se decía unitaria (al-mwahiddun significa “los que reconocen la unicidad de Dios”), algunos están en España, mientras que el resto aparece en el Magreb. La impronta almohade se caracteriza por su grandiosidad, su sobriedad y el uso magistral del tapial y la piedra, en la que la ornamentación se funde con la materia prima.
Entre estos testigos destacan la mezquita Kutubiya de Marraquech, así como la mezquita Hassan de Rabat, ambas, junto con la Giralda de Sevilla, levantadas por encargo del califa Yaqub el-Mansur, el Victorioso.
De la mezquita Hassan hoy quedan el alminar truncado y el bosque de columnas que solo sujetan ya el cielo soleado de Rabat; una gran explanada al aire libre, donde el horizonte se dilata y el sol del atardecer juega entre hileras de pilares y columnas, solitarias como centinelas. Y es que la ambición del califa fue hacer de Rabat una de las ciudades más importantes de Marruecos y de su mezquita grande una de las mayores del mundo islámico, capaz de dar acogida a 40.000 fieles, es decir, a todo su ejército orando junto. Lamentablemente, el proyecto se interrumpió tras su muerte, quedando el alminar inacabado y reducido casi a la mitad (tendría que haber alcanzado los 80 metros de altura), y las 300 columnas de la sala de oraciones, privadas de cubierta. Actualmente, solamente se conservan algunos paños del muro original.
Hoy este espacio desnudo y sobrio, coronado por el mausoleo de Mohammed V, es uno de los enclaves principales de la capital alauí, punto de encuentro de turistas, paseantes indolentes y fieles que acuden cada viernes a la mezquita actual, en los bajos del mausoleo. Parejitas que se cobijan tras los pilares para dar rienda suelta a su amor, mamás que dejan a su progenie explayarse sin complejos y turistas, con la botella de agua mineral en mano, son algunos de los visitantes asiduos de este lugar poderoso.
El Mausoleo de Mohamed V
En uno de los extremos superiores, dominando el perfil capitalino y el océano, se alza el mausoleo de Mohamed V, que, con su estilo magrebí alambicado y repulido, contrasta con la sobriedad y el espíritu mínimo del conjunto. Seguramente, el efecto sea el buscado por el arquitecto vietnamita Vo Toan cuando lo concibió en los años 70 del siglo pasado. El mármol blanco pulimentado del edificio, los pluscuamperfectos alicatados de colores y la enorme bóveda de caoba con paños de pan de oro acogen los sepulcros en ónice del rey Mohamed V y de sus hijos, Hassan II y Muley Abdalá, velados perpetuamente por un talib que recita el Corán para su descanso eterno.
Los visitantes se asoman a tan suntuoso universo desde una pasarela flanqueada en cada esquina por la guardia real ricamente ataviada, tan ricamente como los jinetes que vigilan con la mirada perdida cada acceso a la explanada sobre monturas árabes de capas tordas, alazanas o azabache. De vez en cuando, un espontáneo se asoma por la barandilla de la pasarela y, superponiéndose a las letanías inaudibles del talib y a las citas coránicas que adornan los muros, se lanza a recitar algunas azoras en memoria de los ilustres difuntos.
Los alrededores del conjunto se envuelven en jardines que descienden hacia el mar, cerrados al público desde hace una eternidad y en los cuales languidecen las fuentes y el mobiliario recubierto de cerámica, para disgusto de los paseantes. A su espalda se extiende el barrio residencial de Hassan, con sus acogedores chalés racionalistas y sus serenas callejas apenas frecuentadas.
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