Una lenta normalización
Esa será la principal secuela que dejará esta crisis: la alteración de actitudes y comportamientos tras verificar que las condiciones de vida pueden sufrir también por elementos ajenos, en gran medida imprevisibles
Claro que hay luces al final del túnel y no son precisamente las de un tren que viene de frente. Pero tampoco son suficientemente cercanas e intensas como para poder concluir que a lo largo del año que viene restauraremos la normalidad económica que teníamos el pasado febrero. Nos costará recuperar el valor de la producción de bienes y servicios perdida y bastante más la confianza, incluida la depositada en el propio sistema económico, en la capacidad para defendernos de amenazas adicionales.
Esa será la principal secuela que dejará esta crisis: la alteración de actitudes y comportamientos tras verificar que las condiciones de vida pueden sufrir no solo por crisis originadas por desequilibrios económicos, sino también por elementos ajenos, en gran medida imprevisibles, como la propagación de un virus o algún otro desastre natural. La percepción de vulnerabilidad ha arraigado en consumidores y empresas, desde luego en aquellos con menor capacidad defensiva. En apenas 12 años el mundo ha sufrido dos de las grandes crisis económicas de la historia. La desencadenada en 2008, causante de la Gran Recesión, y la Gran Reclusión, originada por la pandemia actual, son merecedoras de compartir el podio de las grandes catástrofes económicas de la historia con la Gran Depresión generada en 1929.
Esa intimidación podrá ser compensada al menos por la concreción de tres señales inequívocamente favorables. La de efectos más inmediatos es la posibilidad de frenar la propagación del virus a través de vacunas. Es sin duda el principal apoyo de las previsiones de recuperación del crecimiento de las economías el próximo año, tal como han celebrado los mercados de acciones. La española, que es una de las que más han sufrido este año, será muy probablemente la que registre un ritmo de crecimiento más intenso el que viene, insuficiente en todo caso para reconducir de forma significativa los aumentos en el desempleo y en la desigualdad en la distribución de la renta.
La reacción de Europa a esta crisis, su marcado contraste con la anterior, es la señal más esperanzadora a medio plazo. Desde luego para una economía como la española. Las dos instituciones centrales, el Banco Central Europeo y la Comisión, han contribuido no solo a extender la solidaridad necesaria, sino a fundamentar una mayor integración fiscal con las decisiones adoptadas en la gestión de esta crisis. La más importante es la constitución de ese fondo, el Next Generation EU, destinado a facilitar las transiciones energética y digital. El endeudamiento de la propia Comisión y la asignación de más de la mitad de esos 750.000 millones de euros en transferencias a los Estados miembros constituyen el verdadero “momento hamiltoniano”, de fortalecimiento de la dinámica de integración europea.
El relevo en la presidencia de Estados Unidos debe contribuir a que esa dinámica abierta en la Unión Europea se asiente en un entorno de menor inestabilidad internacional. Aun cuando las diferencias comerciales y financieras no desaparezcan, una Administración demócrata, con una secretaria del Tesoro como Janet Yellen y un secretario de Estado como Anthony Blinken, garantizan al menos el respeto al multilateralismo. Y eso en un continente como el nuestro, con una propensión exportadora tan elevada, es fundamental. Lo es desde luego para que la recuperación del crecimiento sea suficientemente sólida, pero en mayor medida para que se puedan dar pasos adicionales en la gobernación de la dinámica de globalización cuestionada por el alcance de estas crisis que han marcado el primer cuarto del siglo.
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