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Coordinado por Gonzalo Fanjul y Patricia Páez
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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El mundo que tuvimos

Una pera argentina hace un viaje de 25.600 kilómetros para ser comprada por menos de un euro en Estados Unidos. Pero, ¿es lógico y sostenible todo este trayecto?

Una mujer hace compras en un mercado de Argentina
Una mujer hace compras en un mercado de ArgentinaJuan Ignacio Roncoroni (EFE)

Un agricultor cultiva una fruta que crece bajo el sol de Argentina, es cosechada y enviada a Tailandia, donde es conservada, procesada y envasada al vacío. Una vez preparada, esa fruta viaja a Estados Unidos, donde es vendida en una importante cadena de supermercados. Alguien la compra y, antes de salir del parking, destapa el recipiente y en dos bocados termina con los cuatro gajos de pera que había dentro. Finalmente, deposita el envase vacío en una papelera, se sube al coche y se va.

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Para que esa fruta pudiera ser consumida en menos de 15 segundos hizo falta transportarla más de 25.600 kilómetros, varias cadenas de producción, procesamiento y envasado. Miles de toneladas de combustible para aviones o barcos y otros cientos de combustible para camiones de carga.

Y todo ese proceso vale 0,60 dólares, que es el precio que pagó un ciudadano estadounidense por poder degustar unas ricas frutas argentinas.

La lógica que mueve el mundo hace que este proceso sea tremendamente rentable para la exportación, para las empresas procesadoras, las de transporte y por supuesto para los supermercados. Pero, ¿realmente es lógico?

Podría ser razonable que Argentina, que tiene grandes campos de cultivo de frutas y verduras, exportara sus productos a Finlandia, a Noruega o a Kamchatka, donde las condiciones geográficas y climatológicas impiden el cultivo. Pero es que Estados Unidos es uno de los mayores exportadores de frutas y verduras del mundo, con millones de hectáreas en California y Florida destinadas al cultivo. Argentina a su vez también importa frutas y de este modo la espiral continúa desbocada, generando una rotación interminable de productos a lo largo y ancho del mundo.

Que sea rentable, que mueva recursos, dinero y empleos, no significa que sea sostenible, ni mucho menos significa que sea de sentido común.

Lo cierto es que cada vez que alguien consume una fruta cultivada a miles de kilómetros y procesada y envasada a otros miles, el mundo queda un poco más desgastado.

Hoy en día, vivir en un territorio que sea rico en recursos naturales no garantiza en absoluto que puedas acceder a ellos. Ya que lo que marca la disponibilidad o no de esos productos al alcance de la población es el resultado de la producción menos la demanda de exportación. Si la exportación iguala o supera la producción, ese producto no estará disponible en su país de origen o lo estará a precios desorbitados.

Hoy en día, vivir en un territorio que sea rico en recursos naturales no garantiza en absoluto que puedas acceder a ellos.

Por ejemplo, para un chileno será difícil comer una palta (aguacate), ya que su destino será un restaurante de lujo en Nueva York o en Shanghái. Un peruano no podrá consumir quinua, ya que será vendida a bajo precio en el resto del mundo y lo poco que quede en Perú, será vendido a precio inaccesible para la mayoría. Todo esto es rentable, pero, ¿de verdad es lógico?

La ley de oferta y demanda es a la economía, lo que la ley del más fuerte era al recreo en el patio del colegio.

Desde una perspectiva de dominación económica y política, habrá países que siempre marcarán las reglas del juego. Por más esfuerzos que se hagan desde los países emergentes nunca, bajo la lógica que funciona el mundo hoy, podrán alcanzar a los más desarrollados, ya que para cuando eso ocurra las naciones más prósperas de nuevo se habrán distanciado. Es como si tratáramos de acercar a alguien hacia nosotros, atándolo y tirando de él con una cuerda elástica: se romperá antes de que nos hayamos alcanzado.

Los tiempos que vienen nos van a obligar a enfrentar desafíos que no podemos postergar más.

Estamos ante la cuarta revolución industrial, que será tan determinante en la historia de la humanidad como lo fue la primera, que más allá del modelo de trabajo, revolucionó el mundo en su totalidad, el comportamiento y la estructura social.

Esta nueva revolución será digital, será automatizada, será eficiente, pero ojalá no se nos olvide que lo primero que debe ser es humana, sostenible y que debe permitir que el progreso llegue a cada rincón del mundo.

Tenemos la oportunidad de revisar las reglas del juego, de reinventar algunos paradigmas que nos lleven del “sálvese quien pueda” al “aquí nadie se queda atrás”. El ser humano es maravilloso, capaz de realizar las más asombrosas cosas que podamos imaginar, pero también es capaz de atrocidades indignas de la ética que debería marcar nuestro camino. Ojalá que la cuarta revolución industrial tenga mucho más de lo primero que de lo segundo y recuperemos para todos el mundo que tuvimos.

Rafael Moyano es director de la corporación educativa Escuelas del Cariño.

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