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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Guatemala y las cosas que no se dicen

La pandemia hace aún más evidentes la desigualdad y la exclusión en el país Centroamericano

Una mujer espera información sobre un familiar enfermo de covid-19 en el hospital de San Juan de Dios, en Ciudad de Guatemala.
Una mujer espera información sobre un familiar enfermo de covid-19 en el hospital de San Juan de Dios, en Ciudad de Guatemala.Moises Castillo (AP Photo)

Una vez más, vuelvo a casa roto emocionalmente. Es la tercera vez que me ocurre en las últimas semanas. Creí que ya lo había visto todo en las barriadas marginales que han sido mi hábitat por más de 15 años, pero la crisis desatada por la pandemia de covid-19 ha desnudado de forma inmisericorde hasta los últimos rincones de la pobreza absoluta en la que vive sumergida tanta gente y, de nuevo, parece que estoy iniciándome en esto.

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Desde hace casi 17 años trabajo junto con mi equipo en la Ciudad de la Esperanza acompañando a población socialmente vulnerable en Cobán, una ciudad que hace de cabecera al departamento de Alta Verapaz, en la región norte de Guatemala. Cabe decir que es el departamento con mayores índices de pobreza y pobreza extrema: el 83,10 % de la población total. Nuestra labor es, desde los primeros días, una apuesta de humanidad que sigue siendo posible gracias al apoyo de algunas organizaciones internacionales, como la española Manos Unidas.

No alcanzo a imaginarme cómo conciben lo que está sucediendo los expertos en cooperación internacional: si desde la frialdad de los datos estadísticos o desde las realidades humanas más punzantes para la conciencia individual y social. Porque no solo estamos hablando de población vulnerable ante una enfermedad que no distingue clase social, etnia y posición económica, sino de colectivos castigados desde mucho antes por el hambre y la exclusión; estamos hablando de aquellos que son invisibles para los grandes organismos financieros y, tristemente, para los gobiernos de turno de sus mismos países de origen.

En el caso de Guatemala —aunque no amo las cifras estadísticas ni las gráficas para contar la historia de la pobreza—, no hay que perder de vista que es el segundo país más pobre de Latinoamérica, con índices escandalosos que se disparan en todas direcciones… Ocupa el puesto 146 de 180 países en el índice de corrupción; junto a Honduras y Haití es el país con menor grado de urbanización en América Latina, lo cual explica que el desarrollo humano integral viaje tan despacio para llegar a las comunidades más olvidadas en las que la desnutrición crónica —según informa Unicef— castiga a uno de cada dos niños, lo que le ubica a la cabeza de esta vergonzosa lista en el continente y en el sexto lugar a nivel mundial. Además, las enfermedades respiratorias y diarreicas son dos de las principales causas de mortalidad infantil, que en el país asciende a 29 menores de cinco años fallecidos por cada 1.000 nacidos vivos (último dato disponible, 2018).

No. Guatemala no es solo esa preciosa estampa del lago rodeado de volcanes o una plaza colorida con ancestrales resonancias mayas. Guatemala es una paradoja, porque detrás de tanta belleza hay siglos de olvido y de injusticia social. Los guatemaltecos solemos presumir de la imponencia de Tikal o el mágico encanto de la Ciudad Perdida, como también del verde exuberante de la Verapaz, pero quien nos examina a fondo sabe que estamos muy enfadados con la clase política –como ocurre en casi todas partes– por los frecuentes abusos de autoridad y la falta de transparencia, lo cual nos pasa una factura muy grande y explica, en buena parte, por qué nos vemos tan vulnerables ante una amenaza como la del coronavirus.

No alcanzo a imaginarme cómo conciben lo que está sucediendo los expertos en cooperación internacional: si desde la frialdad de los datos estadísticos o desde las realidades humanas

Nuestro presidente (el mejor pagado de América Latina) devenga un salario mensual equivalente a 17.760 euros al mes. Es decir, cerca de 820 euros al día. Igualmente, los salarios de los altos funcionarios y de los diputados es estratosférico en comparación con una familia de recolectores, a cinco minutos de donde me encuentro en este momento, que a veces tiene que vivir con menos del equivalente a cinco euros al día. Irónicamente, los dueños del gran capital podrán acceder a préstamos para rescatar sus empresas, mientras a los pobres aún no les llega la ayuda prometida desde hace más de un mes, consistente en una caja con alimentos y mil quetzales (119,60 euros), exceptuando a aquellos que no cuentan con ese servicio básico: 287.437 grupos familiares.

Para más inri, el Congreso de la República autorizó ampliar su presupuesto, el del Parlamento Centroamericano y de la Asociación de Dignatarios, por varios millones. Y, si bien es cierto que destinaron fondos para atender la emergencia de la covid-19 y fortalecer al Ministerio de Salud, la desproporción es muy alta. No por los montos, sino porque los recursos todavía no llegan a los hospitales, mientras los médicos carecen de insumos suficientes para su protección, no reciben el salario ofrecido (muy bajo, por cierto) y los enfermos deben comprar sus medicamentos.

Cada semana, además, el gobierno de Trump envía de regreso aviones con migrantes indocumentados, muchos de ellos infectados, lo cual ha dado como resultado más contagios y ha desatado episodios de violencia en contra de ellos por parte de las comunidades cuya economía han sostenido ellos con las remesas que mensualmente enviaban al país.

Y, pese a la falta de transparencia y veracidad en la información oficial, el fantasma del coronavirus desfila lentamente en los subregistros del país, mientras quienes tenemos aún un poco de conciencia esperamos aterrados a que venga lo peor para devastar a un pueblo que tiene hambre.

Duele, duele mucho ver que personas que han perdido el empleo salen a la calle con banderas blancas a pedir auxilio porque ya no tienen para comer mientras el presidente —que come de lujo— les descalifica y dice que son acarreados por sus opositores. Duele sentarse junto a la anciana de ojos opacos o junto al lecho del enfermo, sabiendo que no cuentan con la protección de un Estado que les ha vuelto la espalda. Duele el dolor y la ira de los guajeros (recolectores de basura) cuando ven que el Ayuntamiento les vuelve la espalda y les restringe las posibilidades de subsistencia, sin garantizarles un mínimo de ayuda. Duelen, en fin, las lágrimas de los que desesperan y se saben condenados a morir por hambre o por su indefensión ante la pandemia. Duele Guatemala y duele desesperanzadamente.

Quizás, en medio de la tormenta, la solidaridad pueda rescatar la vida de muchos y hacernos más humanos pese a lo fuerte y prolongada que será nuestra crisis. En la Ciudad de la Esperanza nos hemos hecho el propósito de arriesgar el pellejo hasta donde se pueda para no desamparar a los nuestros porque, por fortuna, contamos con aliados valiosos del otro lado del charco que saben mucho sobre permanecer cerca de los más vulnerables de la tierra y que nos ayudan a mantenernos en pie y a mantener vigente la esperanza.

Sergio Godoy es sacerdote y director de la Comunidad Esperanza, socio local de Manos Unidas en Guatemala.

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