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Horneamos por encima de nuestras posibilidades

El frenesí repostero de la cuarentena se explica por la necesidad de llenar horas muertas, las ansias de aplausos en las redes sociales y la búsqueda de un ansiolítico natural.
El frenesí repostero de la cuarentena se explica por la necesidad de llenar horas muertas, las ansias de aplausos en las redes sociales y la búsqueda de un ansiolítico natural.Ilustración de María Hergueta

El frenesí repostero de la cuarentena se explica por la necesidad de llenar horas muertas, las ansias de aplausos en las redes sociales y la búsqueda de un ansiolítico natural

Un miércoles cualquiera del confinamiento (o quizás era martes, o sábado) salí a aplau­dir al balcón a las ocho de la tarde y mantuve la habitual conversación con mi vecina. Descubrimos que ese día am­bas habíamos hecho exacta­mente el mismo pastel, un biz­cocho marmolado con molde de bundt cake, o sea, con agujero en medio, ese estilo un poco amanerado y mitteleuropeo que da mucho el pego.

Que mi vecina, una pensionista y abuela de setenta y tantos de misa televisada diaria —ahora lo sé porque los ritos se filtran entre nuestras paredes compartidas a las once de cada mañana desde que empezó esto—, y yo, que tenemos coordenadas vitales muy distintas, tu­viéramos antojo del mismo pastel el mismo día quizás responde a la transversalidad de la repostería clásica. O quizás es que las dos estamos horneando por encima de nuestras posibilidades y en algún momento teníamos que coincidir.

Ella le dejó en la puerta la mitad del pastel a su hijo, que ese día vino a recogerle las mascarillas que cose para el personal sanitario; yo compartí varios planos del mío —uno cenital, para que se apreciara bien el aguje­ro, y otro nada casual de la rebanada atigrada sobre un plato de flores— en cinco o seis grupos de WhatsApp. El filósofo irlandés George Berkeley se preguntó en 1710: “Si un árbol cae en el bosque y nadie lo oye, ¿ha hecho un ruido de verdad?”. Y lo mismo puede decirse hoy: si alguien hornea un postre y no lo comparte en sus redes, ¿existió de verdad?

Cuando nos encerraron en casa, encendimos el hor­no. Y convertimos la levadura Royal en el segundo pro­ducto en alcanzar categoría de meme. “Es el nuevo pa­pel higiénico”, tituló La Voz de Galicia. “Está agotada en Ciudad Real”, informó Lanza, el diario de La Mancha. Y en ForoCoches, termómetro social de la España yo-no-soy-tonto, alguien empezó un hilo a las 5.30 de un jueves preguntando: “¿Dónde estáis comprando la levadura fresca durante el confinamiento?”. El más listo de todos respondió: “Yo hoy he pillado seis paquetes de rebote en el Mercadona”.

“El confinamiento es un repliegue hacia la domes­ticidad: casa y compañía. Las etimologías las carga el diablo, pero compañía no deja de venir de aquellos con los que partimos el pan. Y la casa es el lugar donde se do­mestica el fuego, el fuego que cuece el pan que partimos con los nuestros”, teoriza el escritor Ignacio Peyró, autor de Comimos y bebimos (Libros del Asteroide). Aunque llegados a este punto hay que distinguir entre los que aprovechan la cuarentena para hacer pan, que serían los apolíneos del horneado, y los que hacen postres, tirán­dose a lo dionisiaco sin mirar atrás.

“El perfil del panarra y el del bizcochero no son exac­tamente iguales. El pan exige más técnica; el bizcocho es la primera clase de primero de primaria de la repos­tería. Cualquiera puede hacer un bizcocho más o me­nos comestible siguiendo una receta, no necesitas ser especialmente hábil”, explica Mikel López Iturriaga. En su casa, El Comidista, tratan de no abusar de lo dulce por servicio público, pero también han visto cómo se disparaban las visitas a recetas como la tarta de que­so o la tarta de chocolate sin harina. Google Trends lo confirma: en la segunda quincena de marzo, la búsque­da de “bizcocho” se multiplicó por cuatro en España y términos como “brownie receta” experimentaron una subida del 600%.

La actividad repostera está siendo intensiva y mul­tigeneracional, aunque se dice que los milénicos son especialmente dados al anxiety baking, la práctica de preparar pasteles para calmar la angustia. Cualquiera que haya hecho incluso unas sencillas magdalenas sabe que tamizar la harina, esperar a que la mantequilla se ablande hasta el punto de pomada y medir el azúcar son acciones que obligan a estar en el aquí y ahora, justo lo que recomiendan las terapias antiestrés.

En el frenesí horneador de la cuarentena interviene la necesidad de llenar las horas —“hornear nos ayuda a volver a habitar el tiempo, y a hacerlo placentero”, señala Peyró— y la pulsión por compartir en redes un conteni­do doméstico que aporte algo de rédito. Prueben a col­gar en Instagram o a enviar al grupo Familia un hervido de patata y judía verde, a ver qué pasa. Pero también entra en juego otro neologismo: el procrastibaking, es decir, hacer repostería como manera de escapar de las obligaciones más urgentes, que no han desaparecido du­rante el confinamiento. Ya sea cumplir con el teletrabajo, adentrarse por fin en la web de la Agencia Tributaria o cocinar algo nutricionalmente virtuoso para la cena. Antes de que se acuñara el término, que como hashtag tiene unas 40.000 publicaciones en Instagram, ya lo an­ticipó la autora Grace Paley en un poema publicado en el año 2000 que empieza así: “Iba a escribir un poema / pero horneé un pastel en su lugar”.

 

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