El dúplex de André Mellone en Nueva York debería estar en los libros
Es prácticamente perfecto, rico pero sobrio, brillante pero discreto, un espacio que es una obra completa, tal y como busca trasladar a sus proyectos de interiorismo
"Antes teníamos vistas", suspira André Mellone mirando por la ventana las obras del edificio al otro lado de la calle. Su barrio, Chelsea, ha sido uno de los últimos de Nueva York en sucumbir a la piqueta, y en particular a las promociones de apartamentos de lujo que están convirtiendo Manhattan en una de las ciudades más excitantes arquitectónicamente y, paradójicamente, más despobladas del mundo. Pero todavía no se ha vaciado del todo.
Mellone forma parte de su nueva generación de creativos del diseño y la decoración: una pequeña escena que incluye carpinteros/editores de mobiliario como Green River Projects o jóvenes marchantes de antigüedades como Michael Bargo. Un grupo de colaboradores y amigos que tienen en común su gusto por el aspecto más sobrio de los estilos decorativos del siglo XX y una fluida relación con el mundo de la moda. Arquitecto de formación, Mellone ha firmado espacios para Jason Wu, el impecable minimalismo retro de los locales de Thom Browne y el otoño pasado inauguró la reforma de la gran tienda de Carolina Herrera en Madison Avenue: un grandioso edificio de 1925 en el que ha instalado una no menos grandiosa escalera curvilínea.
Es un frío día de invierno y entra luz blanca por los ventanales del dúplex de Mellone, un espacio de dos alturas que, en realidad, son dos apartamentos juntos. Se mudó hace ocho años, aunque en la primera reforma el ambiente era más tropical: "Estaba lleno de palmeras. Pero en la segunda obra incluso pinté de gris la butaca de bambú para que dejara de parecer un jardín". La casa, hoy, resume todas sus filias: mullida moqueta gris y cortinas color crema, acentos de plata y madera y sofás cómodos, pero proporcionados (¿acaso no es el sofá gigantesco uno de los peores vicios de la decoración contemporánea?).
Un par de sillas plegables de Hans Wegner por allí, otras de Joaquim Tenreiro por allá. "Soy un enamorado del estilo mid-century, por lo inteligentes que se volvieron los muebles más simples", explica. Es un movimiento que conoce bien: su padre, Oswaldo, pertenece a la gran generación de arquitectos y diseñadores brasileños de mediados del siglo pasado. "Sus amigos eran todos los grandes: Jorge Zalszupin, Mendes da Rocha... Un grupo de hombres que adaptaron los principios de la modernidad al temperamento de América Latina".
Mellone aprendió de ellos que uno puede hacer las cosas a su manera, y adapta los espacios a su propio temperamento. Que es bastante tranquilo. En un mundo en el que un proyecto de interiorismo tiene que quedar bien en el cuadradito de Instagram primero y ser agradable para el ser humano después, sus proyectos son cálidos, contenidos y personales. Abundan las paredes cubiertas por paneles de madera y la sobria riqueza del art-déco. "No hace falta sentido del humor, ni estampados, ni colorido, ni cosas divertidas", sentencia. Incluso cuando hablamos de obras de arte. "Un espacio es una obra completa, no un lienzo en blanco para llenar de piezas de museo. A mí me gustan las casas vividas. Los objetos que duran", dice.
Hasta la mesa de centro de su sala de estar, una pieza de Willy Rizzo que estamos acostumbrados a ver en metal lacado, es de un prototipo en aluminio cepillado, parecido al de los muebles industriales. Tal vez sea por eso que lo que hace no solo seduce a diseñadores, sino también a gente que necesita una casa donde vivir: el 50 por ciento de sus clientes son "parejas con niños, pero que aman el diseño". Con estas credenciales, ¿no deberíamos estar ante el hombre más deseado de la profesión? "Todavía no me ha llegado el momento de que un cliente me dé carta blanca. Y no sé si lo quiero. Se trata de una relación. Hay que enamorarse, un cliente te tiene que seducir".
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