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Jia Tolentino: “La autosatisfacción debería hacer sonar las alarmas en el feminismo”

La escritora Jia Tolentino, retratada en las inmediaciones de la New York Public Library, en Nueva York.
La escritora Jia Tolentino, retratada en las inmediaciones de la New York Public Library, en Nueva York.Vicent Tullo

Es un icono milenial y auténtico fenómeno editorial en Estados Unidos gracias a su agudo análisis de los dilemas y autoengaños de su generación. Escritora de 31 años y redactora de The New Yorker, reclama más crítica sana a las mujeres y mayor consciencia de la mercantilización de la sociedad. En su libro Falso espejo, que acaba de publicarse en español, desgrana asuntos como la adicción a las redes sociales y el ansia de fama. Aunque escribe en primera persona, le gustaría ser menos visible para el algoritmo en la Red.

Margaret Atwood podrá sonar cada año para el Nobel, tener un Príncipe de Asturias, dos premios Booker y una carrera literaria de cinco décadas, pero en el episodio que contamos a continuación la octogenaria escritora canadiense está destinada a ejercer un papel secundario, el de groupie de otra autora 50 años más joven, Jia Tolentino.

—Eres la chica del momento —le asegura la veterana, con su característico 40% de sonrisa—. He leído tu libro.

Ambas coincidieron en una salita de la Biblioteca Pública de Nueva York, en la Quinta Avenida, esperando para salir al escenario, donde Tolentino presentó un acto de homenaje a Atwood por su 80º cumpleaños. Minutos antes de aparecer ante el púbico, Atwood hizo algo que al parecer es habitual en ella: leerle la mano a Tolentino. Lo que le dijo no lo podemos reproducir porque la escritora, con envidiables reflejos, nos descubre tomando notas y advierte, esta vez con un 0% de sonrisa: “Esto no forma parte de tu entrevista”.

De todas formas, no hace falta ser vidente aficionada para elucubrar qué le espera a Jia Tolentino, que con solo 31 años se ha convertido en superventas con un libro de ensayos que ahora se publica en España, Falso espejo. Reflexiones sobre el autoengaño (Temas de Hoy), y se está revelando como una de las pensadoras capaces de procesar a tiempo real todo lo raro y alarmante que arroja la vida contemporánea. Lo hace casi siempre desde la experiencia personal, asumiendo que la primera persona marca el estilo literario de su generación, la que puede trazar toda su biografía en Internet.

“Por el camino no solo me he vendido, sino que he alimentado esos sistemas malignos. Pienso en eso todo el tiempo”

Nacida en Canadá en 1988 de padres migrantes filipinos y criada en Texas, en el seno de una iglesia evangélica ultraconservadora —literalmente en la iglesia: su casa y su escuela estaban dentro de un enorme recinto llamado Repentagon—, Tolentino iba dos años avanzada en el colegio, de manera que llegó a la universidad con 16, tras participar brevemente en un reality show que tuvo poco alcance. Más tarde vivió un tiempo en Kirguistán como voluntaria de los Peace Corps, el cuerpo humanitario creado por Kennedy, y volvió de allí con principio de tuberculosis y una dosis importante culpa del primer mundo. Empezó a escribir de cultura pop y feminismo en medios como Jezebel y The Hairpin, y desde hace tres años ejerce de milenial residente en la redacción del augusto The New Yorker. Sus análisis de TikTok, las apps de rejuvenecimiento facial o el último docurreality de Netflix sobre animadoras (lo fue en su adolescencia) y sus ponderadas reseñas literarias contienen casi siempre retazos de su vida privada: su perro, su novio arquitecto, su afición a las drogas recreativas y a los microshorts texanos “asquerosos” salpican unos certeros y muy seguidos análisis sociológicos de urgencia. Quizá por eso, o porque sigue siendo poco habitual que una ensayista sea una mujer, joven y racializada, ella misma ha adquirido una notoriedad insólita, que la convierte en una especie de icono generacional. Le han aplicado las obligatorias comparaciones con Susan Sontag y Joan Didion que reciben, si tienen suerte, las mujeres que observan y escriben, pero en realidad su método tiene más que ver con el de autoras coetáneas como Maggie Nelson o Leslie Jamison: lo personal es político.

Margaret Atwood acaba de declararle su admiración, y antes lo hicieron Zadie Smith y Rebecca Solnit. Su libro pasó semanas en la lista de los más vendidos ¿Cómo lo está llevando?

Por lo general es alucinante ver que gente en otros países, con contextos políticos distintos, conectan con lo que trato de decir en el libro. Pero, a la vez, la atención sobre mí en particular… Gran parte del libro va sobre cómo el capitalismo afecta al yo, lo que pasa cuando nos mercantilizamos. Y promocionando el libro me he sentido muy mercantilizada.

¿Cree que se está autoexplotando?

Claro. Una de las condiciones de estar vivo ahora mismo es que tus deseos y la explotación van a estar irrevocablemente unidos. Me preocupa que la cosa que me da más entidad, que es escribir, me arrastre aún más cerca de las cosas que detesto. ¿Qué hago entonces? ¿Hay una manera de publicar un libro y no autoexplotarse?

Bueno, está el método Elena Ferrante.

Solo está disponible para un genio de alcance mundial como ella. Y mucho de lo que escribo es en primera persona, así que he invocado toda esta atención.

Para escribir el libro se investigó a sí misma y buscó sus trazas en Internet. Recuperó una web primitiva que mantenía a los 10 años, visionó los capítulos de un reality show en el que participó a los 16… ¿Cómo fue ese proceso de documentación?

En realidad, resultó muy natural. Me sentí como si estuviera entretejiendo las narrativas que tenía en mi cabeza, y la verdad es que tampoco eran tan distintas, pero al escribirlas en forma de reportaje se alinearon. No me fío de mi memoria y no me fío de mi propia versión, porque soy muy persuasiva y me puedo convencer a mí misma de lo que quiera, así que estuvo bien investigar y descubrir hasta qué punto me he engañado a mí misma sobre mi propia vida. ¡Y descubrí que no era tanto! Eso me tranquilizó.

En el libro habla de la constante optimización, del instinto que tiene su generación por aprovecharlo todo, por hacer de cada segundo algo monetizable o productivo.

Ahora estoy intentando desoptimizar lentamente. Tratando de trabajar menos, dejar que los pensamientos me pasen de largo sin retenerlos, leer cosas que no tienen que ver con mi trabajo, estar ahí para la gente de mi alrededor. Quiero encontrar un compromiso de voluntariado estable que pueda cumplir a pesar de mi horario irregular. Y en términos de la economía de la atención, estoy intentando ser menos visible para el algoritmo, desengancharme un poco más. Desafortunadamente, no tengo otra manera de mantenerme alejada de las redes sociales que las apps que te bloquean el uso, pero funcionan bastante bien.

Fotografía de Vicent Tullo

De eso también escribe, dice en un momento del libro que después de siete años de “venderse en Internet” ha podido dejar de usar Amazon. Y es consciente de que ahora puede permitirse, de alguna manera, no autopromocionarse en Twitter porque ya tiene uno de los trabajos más codiciados del periodismo.

Todo eso es verdad y además por el camino no solo me he vendido, sino que he alimentado esos sistemas malignos. Ahora estoy un poco más liberada de esas cosas y a la vez no lo estoy. Pienso en eso todo el tiempo, en el hecho de que es una preocupación generacional. Nos decimos: “Vale, participaré en todo lo malo, me autoexplotaré o permitiré que me exploten con la esperanza de llegar a estar por encima de todo esto y entonces seré libre”. O: “No puedo tomar el tren al aeropuerto, pediré un Lyft [similar a Uber] porque tengo que entregar este artículo, no puedo perder esos 15 minutos de más”. Igual algún día habré trabajado tanto que solo tendré tiempo libre y por fin podré coger el autobús. Tenemos la creencia de que puedes manipular el capitalismo para construirte un puente que te saque de él, pero es evidente que eso es imposible. A la vez, creo que vale la pena reevaluar tu vida para pensar en libertades específicas que puedes permitirte y quizás antes no podías.

Siempre se dice que usted no ofrece soluciones en sus ensayos, que solo diagnostica. Pero sí hay una sugerencia que se repite, que la respuesta está más en lo colectivo que en lo individual.

No creo en soluciones individuales, creo en la responsabilidad individual de evaluar qué hay que hacer. Yo no le voy a decir a la gente lo que tiene que hacer, pero obviamente hay una solución política para arreglar muchas de las cosas de las que hablo. ¿No lo ven? El socialismo es la respuesta.

El libro está escrito en plena resaca pos-Trump. ¿Cómo afronta este nuevo ciclo electoral?

Odio el periodismo tipo “carrera de caballos”, así que no suelo prestar atención a las elecciones hasta más tarde. Todavía estoy luchando con la sensación de desesperanza, porque me temo que Trump puede volver a ganar. Intento no cometer el mismo error que en 2016, que fue pensar que la moralidad ganaría. Me desagrada Joe Biden como candidato, pero entiendo el argumento de la electabilidad. Obviamente, preferiría a Bernie Sanders o a Elizabeth Warren. La cuestión es si hay que conseguir movilizar a los moderados o a los abstencionistas, y no sé la respuesta.

¿En qué ha cambiado el estado de ánimo colectivo en Internet desde 2016, desde las anteriores elecciones presidenciales?

El ciclo mediático va aún más deprisa y nuestra capacidad de atención es todavía peor. En general, el discurso parece mucho más distraído, insustancial. Parece ruido blanco, las historias no perduran y no tengo ni idea de lo que va a pasar.

Viene de un entorno conservador. ¿Eso le permite entender mejor a los votantes de Trump?

Sí; si hubiese crecido en Nueva York, quizá no habría discutido tanto con gente de derechas. Hasta que fui a la universidad, todas las personas que compartieron habitación conmigo pensaban diferente que yo, y no es que yo tuviera una conciencia política muy definida ni ejerciera un gran activismo. Pero no me importaba la confrontación. Y ahora tampoco. Es un buen entrenamiento para una vida vivida en Internet.

También dice que su infancia religiosa la hizo izquierdista.

Sí, creo que la Biblia es un texto muy de izquierdas. De ahí saqué lo de que la riqueza corrompe moralmente.

¿Sus padres aún van a la iglesia?

Bendicen la mesa, son creyentes, pero nunca fueron muy dogmáticos. Mis padres siempre respetaron mi individualidad. Les gustaría que fuese algo más tradicional, les haría sentir más seguros si me casase con mi pareja, etcétera. Ahora solo quieren que tenga un bebé. Pero se fueron dando cuenta gradualmente de que cada vez que iba a casa estaba un poco más lejos de todo eso. Seguramente, mis padres se unieron a esa iglesia en los noventa para prosperar. Asistir a esa escuela me dio la movilidad ascendente que ellos buscaban. Ahora soy económicamente más libre que ellos, lo que me genera una sensación muy extraña.

Fotografía de Vicent Tullo

¿Saber que vive de manera más holgada que sus padres?

Sí, a mi pareja también le pasa. Vivimos mejor que nuestros padres a nuestra edad.

No es lo habitual en su generación.

Pero sí lo es para inmigrantes. No tenemos la trayectoria descendiente que tienen el resto de estadounidenses.

Muchos hijos de migrantes de primera generación hablan de la vulnerabilidad de sus padres, los ven como niños porque a menudo ellos descubren aspectos sobre el nuevo país antes que los padres. No sé si a usted le sucede.

Totalmente, y eso que mis padres están muy americanizados, en Filipinas hay esa cultura. Ellos ya crecieron hablando inglés y ni mi hermano ni yo hablamos tagalo. Lo que he perdido del todo es la sensación de familia. Vivo a cinco horas en avión de donde viven ellos, solo voy a casa dos veces al año. Para vivir la clase de vida que ellos soñaron para mí, que me paguen por escribir, he tenido que cortar amarras con mi familia. Volví a Filipinas hace poco y todas las mujeres de la edad de mi madre visitaban a sus madres en la residencia; ella no puede y a mí me sucederá lo mismo.

En uno de sus ensayos, El culto a la mujer difícil, critica que quizá se haya bajado demasiado el listón del feminismo y reclama el derecho a criticar a otras mujeres sin que estas se escuden en eso para decir que sufren un ataque misógino.

A veces, en los medios, lo único que se está aplaudiendo de una mujer es el hecho de que sea rica. Cuando escribía en Jezebel nos decían mucho: “Deja de criticar a las mujeres”. Pero es lo contrario. Si respetaras a las mujeres lo suficiente, las criticarías más a menudo. Soy lo suficientemente joven como para haber crecido con las Spice Girls y con unos padres que me decían que podía hacer lo que quisiera. Me dieron oportunidades relativamente igualitarias, y todo lo que he logrado ha sido gracias al trabajo de feministas de generaciones anteriores. Pero para mí es importante instigar el desacuerdo como una condición fundamental para un discurso sano, sobre todo en el feminismo. También siento que yo merezco respeto y, si hago algo horrible, tengo que afrontar las consecuencias.

En España sucede algo curioso desde hace dos años. La huelga feminista del 8 de marzo tiene un éxito notable, con manifestaciones masivas. Resulta emocionante, pero también se critica el hecho de que eso se interprete a veces de manera triunfalista, como si lo importante fuera sacar gente a la calle y no los motivos por los que salen.

Eso es muy interesante. La autosatisfacción siempre debería hacer sonar las alarmas en el feminismo, genera una involución. Este tipo de protestas, como las Women’s Marches en Estados Unidos, pueden tener una doble función contradictoria. Para alguna gente son enormemente motivadoras. Gran parte del activismo lo están liderando mujeres del extrarradio que se han politizado desde la elección de Trump. Para otra gente, estas protestas son en sí mismas satisfactorias. Se han convertido en un fin en lugar de un medio, y eso siempre es decepcionante y vacío. Hay una idea seductora en el feminismo corporativo que cree que el feminismo “empodera” —odio esa palabra— a una mujer individual, en lugar de ser una ideología que necesita de cambios políticos.

Usted sigue muy de cerca la evolución, bastante vertiginosa, del lenguaje en la industria de la moda y la cosmética. En ese campo ya no se habla de dietas, sino de “autocuidado”. Y se subraya que hay muchos tipos de belleza, pero a la vez se refuerza la idea de que la belleza sigue siendo muy importante. ¿Cambia el ideal de mujer, pero se sigue imponiendo un ideal?

Creo que es una práctica culturalmente magnética: poner a una mujer en un pedestal, cuánto más alto mejor, para que sea más interesante derribarlo. El feminismo a menudo intercepta ese mecanismo: algo parece feminista, como el éxito en sí mismo, y eso propulsa a una mujer a tener gran prominencia, y entonces las mismas cosas que la hicieron exitosa se juzgan insuficientes o equivocadas. Todo parece un poco circular e insostenible. Como esa cosa absurda de ver a las modelos en Instagram intentando proyectar autenticidad, feminismo y honestidad sobre su salud mental. Idealmente, no debería haber mujeres ideales. Muchas mujeres deberían ser más valoradas por lo que hacen. Deberíamos poner más en valor el trabajo de las profesoras, las profesionales de la salud, las activistas, el de cualquiera que trabaja por mejorar su comunidad.

A usted también se le considera un ideal y genera una especie de fenómeno fan. Las críticas a su trabajo, para bien y para mal, son muy personales.

Recientemente recibí una malísima, larguísima y seguramente bien merecida crítica en London Review of Books que cubría muchos de los aspectos más débiles de mi trabajo y de mi perspectiva, pero a la vez parecía de alguna manera motivada por un rechazo personal a mí y a todo lo que represento. Es justo: debo gran parte del éxito del libro a otra gente a la que le encanta mi rollo, así que es algo que presumiblemente se puede criticar. No doy importancia a los elogios sobre el libro o sobre mí, así que tampoco se la doy a las malas críticas. En general, estoy intentando mantener mi cabeza gacha en este momento. Soy una persona segura, feliz, bastante básica, pero no lo suficientemente estúpida como para creerme todo este fenómeno. 

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