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Columna
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Descansada

Me pongo nerviosa cuando oigo lo de “Haz algo que te quite el sueño”. Ya me lo quitan la lucha de clases, la reforma laboral, los feminicidios, el racismo...

Marta Sanz
Entre el 10% y el 20% de la población sufre de insomnio.
Entre el 10% y el 20% de la población sufre de insomnio. Getty Images

Como no soy buena dormidora, algunos mensajes hieren mi sensibilidad: “Haz algo que te quite el sueño”, recomienda en inteligente retruécano una marca de colchones. Yo que he tomado valeriana con olor a heces y melatonina; que he hecho gimnasia sueca y yoga a 40 grados; que camino contando pasos como abracadabra para invocar el sueño; que me acuesto y me levanto a la misma hora, y mastico lechuga y otros nutrientes adormecedores; que cuento ovejas hacia delante y hacia atrás, y que una vez, en un acto de venganza cochina, levanté a mi marido de la cama a los cinco minutos de haberse acostado porque no podía soportar su facilidad para conciliar el sueño: “Levántate que ya son las seis…”, le dije. Entonces, él se levantó y, cuando estaba a punto de meterse en la ducha, me entró la mala conciencia y confesé mi maldad. Mi marido se volvió a la cama tan contento: “¡Si todavía me quedan seis horas!”. Esa mala mujer, que soy yo y lee a Lipovetsky anunciando que la nuestra es la sociedad de la ansiedad, se pone nerviosa cuando oye que alguien dice: “Haz algo que te quite el sueño”. Ya me lo quitan: reforma laboral, feminicidios, racismo, descascarillado de lo público, consumo de heroína —que brillantemente relata Nuria Barrios en Todo arde—, coronavirus y otras enfermedades pavorosas, extinción de los osos polares y cambio climático, mala memoria y memoria mala, declaraciones de Trump sobre los Oscar, la paz mundial…

Además, estos mensajes publicitarios van dirigidos a mujeres y supuestamente dibujan modelos no estereotipados de feminidad que casi me hacen sentir nostalgia de antiguas bellas imágenes con pamela Dior perfectamente encasquetada. Mientras un padre le da a su bebé, marchoso y macarrota, un gluglutazo —ojo al sufijo viril— a ritmo de rock para demostrar que los pañales también son cosa de hombres, las mujeres amamantan a sus criaturas y a la vez teclean en el ordenador, anotan, muerden un lápiz y consultan documentos sobre la mesa de la cocina. Es de noche. Mientras el padre observa la tranquilidad de su hijo que duerme a pierna suelta —no va a necesitar orfidales— sin que le molesten las humedades de su orina nocturna, una aspirante a delantera centro lanza balones por la escuadra. Es muy tarde y le han apagado las luces del estadio. Tampoco quiero ser esa mamá que no se puede poner mala: su hija la necesita y las madres no se cogen nunca la baja. Ratificamos la superioridad de estos esfuerzos de mujeres a las que se les exige el doble —no para triunfar, sino para vivir— mientras llenamos las consultas médicas a fin de que nos expidan recetas de alprazolam porque el sobreesfuerzo se transforma en sustancia que no nos deja dormir y nos produce calambres. Este sobreesfuerzo no se puede relatar épicamente para vender colchones. La realidad que describe el anuncio no es un sueño: es una pesadilla. Yo no escribo para construir este modelo de superheroína neoliberal, mujer que simultáneamente cuida, imagina, trabaja y lanza balones por la escuadra, con gesto soñador y sonrisa en los labios. Me vais a disculpar, pero casi prefiero el glamur a secas y un vermú con aceituna. Feliz 8 de marzo.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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