La comisión Arns
Esta asociación de personas inquietas es la respuesta a la posibilidad de un retroceso en el avance que vino registrando en Brasil, desde hace décadas, la agenda de los Derechos Humanos
El ascenso de Jair Bolsonaro al poder es la expresión de un nuevo clima ideológico en Brasil. Los grandes escándalos de corrupción propiciaron un discurso moralizante que fue extendiendo y modificando sus significados. La necesidad de limpiar al país de los delitos contra el patrimonio público se desplazó, con el avance del populismo de derecha, a otro tipo de “limpiezas”. Las políticas de seguridad propusieron soluciones cada vez más represivas, mientras Bolsonaro sugería otras “normalizaciones”. Distintos modos de discriminar a la comunidad LGTB, los indígenas y los afrodescendientes. Esta ola conceptual y política despertó la preocupación de organizaciones y líderes dedicados a la defensa de los derechos humanos. La respuesta más reciente y novedosa a esa atmósfera pesada fue la creación, el 9 de febrero de este año, de la Comisión Arns.
Esta asociación de personas inquietas por las propensiones autoritarias que se advierten en el Gobierno brasileño, adoptó el nombre del cardenal Paulo Evaristo Arns. Este franciscano, que falleció en 2016 y fue por años arzobispo de São Paulo, lideró desde esa posición una incansable defensa de los Derechos Humanos ante los atropellos de la dictadura militar. La comisión está presidida por José Carlos Días, quien fue ministro de Justicia durante el Gobierno de Fernando Henrique Cardoso. La presidenta honoraria es Margarida Genevois, una figura legendaria en la militancia por las libertades civiles. Entre sus integrantes hay personalidades como Paulo Sergio Pinheiro, Laura Greenhalgh, Paulo Vannuchi, Manuela Ligeti Carneiro da Cunha, Antonio Claudio Mariz de Oliveira, entre otros. La organización es prescindente en materia partidaria, aunque participen de ella simpatizantes de diversas corrientes, que van desde el PT al PSDB, el PSOL y el PMDB.
La Comisión es la respuesta a la posibilidad de un retroceso en el avance que vino registrando en Brasil, desde hace décadas, la agenda de los Derechos Humanos. No sólo se han advertido incorrecciones procesales en el juzgamiento de casos de corrupción. Las manifestaciones racistas de Bolsonaro han sido escandalosas. Llegó a decir que “los afrodescendientes no hacen nada, ni para procrear sirven”. Y se cansó de exhibir su homofobia, como aquella vez que se ufanó de que sus hijos no eran gays porque los había educado como corresponde.
El retroceso de los derechos y garantías durante la gestión de Bolsonaro ya es evidente. Creó un Ministerio de Mujer, Familia y Derechos Humanos bajo la dirección de Damares Alves, una pastora evangélica y militante antiaborto para quien el movimiento LGTB instauró en el país una dictadura gay. Alves propuso un Gobierno de la Iglesia e intentó contrarrestar lo que denominó “ideología de género” defendiendo “que los niños vistan de azul y las niñas de rosa”.
La Comisión Arns se ha ido convirtiendo, a lo largo del año, en receptora del estado de desasosiego que se advierte en muchos brasileños que se ven amenazados por las políticas oficiales. Van desde los organizadores de paradas LGTB hasta pequeños pueblos indígenas del Cerrado y la Amazonia, cuya supervivencia peligra por la gestión oficial del negocio agrario.
La preocupación más recurrente tiene que ver con el enfoque oficial de la seguridad pública. Bolsonaro insiste en liberalizar el uso de armas. Acaba de enviar un proyecto de ley al Congreso, luego de que la resistencia de la mayoría de los legisladores le obligara a derogar dos decretos. En Brasil se están volviendo borrosos los límites de lo público y lo privado en materia de lucha contra el delito. En los barrios más humildes prosperan las milicias. Son agrupaciones privadas que ofrecen protección a los vecinos, casi siempre a cambio de dinero, frente a la violencia del narco. Por culpa de este sistema, que cuenta con la pasable tolerancia del Estado, muchos de esos barrios se han convertido en el campo de una batalla entre parapoliciales y traficantes de droga.
Desde lo más alto del gobierno se ofrece una concepción de mano dura que ampara prácticas aberrantes por parte de las fuerzas de seguridad. Este año sobresalieron dos episodios escandalosos. El 8 de febrero, en Morro do Fallet, una favela de Río de Janeiro, el Batallón de Operaciones Policiales Especiales, una fuerza de élite creada para actuar en esos barrios, ejecutó a 13 individuos que, se presumió, pertenecían a una red narco. Varios tenían tiros en la espalda. La explicación policial es que se trató de un enfrentamiento armado con una banda de 20 personas. Pero ningún policía salió siguiera herido.
A comienzos de este mes, en São Paulo, la Policía Militar realizó un mega operativo en la favela Paraisópolis, vecina a Morumbí, uno de los barrios más ricos de la ciudad. Allí los fines de semana se congregan miles de jóvenes al ritmo del funk, un género que surgió en los barrios populares de Brasil. Concurren vecinos del lugar y de otras zonas de la ciudad. La fiesta moviliza la economía del lugar, pero enloquece también a buena parte de la población. La intervención de la policía fue despiadada. Cerraron las calles principales de salida y atacaron con gases lacrimógenos. La estampida que se provocó, con gente huyendo a través de un laberinto de pequeños corredores, costó la vida de 9 personas y dejó 12 heridos. Estos procedimientos se van volviendo más frecuentes. De cada tres muertes violentas que se producen en São Paulo, una se debe a la acción de la policía.
Desbordada por las denuncias de personas y grupos que se sienten afectados en la nueva atmósfera política, la Comisión Arns comenzó a coordinarse con otras organizaciones de Derechos Humanos como Conectas y el Foro de Brasileño de Seguridad Pública. También con instituciones más tradicionales, como la Orden de los Abogados Brasileños y la Conferencia Nacional de Obispos de Brasil.
La actividad de estas agrupaciones apunta a un objetivo: despertar el asombro de los brasileños frente a prácticas y estilos que insinúan una involución. Es decir, el regreso a fronteras que ya habían sido superadas por una sociedad que vivió durante siglos bajo el signo de la desigualdad.
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