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Columna
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Las guerras culturales de Vox

Asistimos a un nuevo desgarro de lo que pensábamos que eran conquistas asentadas

Fernando Vallespín
El líder de Vox, Santiago Abascal en Almería, el pasado 19 de noviembre.
El líder de Vox, Santiago Abascal en Almería, el pasado 19 de noviembre. Carlos Barba (EFE)

Con su rechazo a las declaraciones institucionales en algunos parlamentos regionales o ayuntamientos, Vox se presenta cada vez más como el pepito grillo que impugna muchos de los consensos normativos de nuestra democracia. Ya los conocemos, cuestiones tales como la persecución de la violencia machista, las iniciativas LGTB o la necesidad de proteger los derechos básicos de los inmigrantes, por mencionar solo los más conspicuos. Dicen que es para evitar el “rodillo progre”, la uniformidad de pensamiento sobre cuestiones que tienen un contenido moral y todos los grupos habían acordado defender. Lo de “progre” sobra, desde luego, porque si había algo que caracterizaba a esas iniciativas era el que, por su misma naturaleza moral, podían aspirar a un consenso transpartidista. Ser “conservador” no está reñido, por ejemplo, con combatir la violencia de género o dotar a los inmigrantes, por muy ilegales que sean, de atención sanitaria.

O eso pensábamos, porque con Vox y, en general, los nuevos nacional-populismos este convencimiento es lo que se está poniendo en cuestión. Algunos politólogos contemporáneos, lo han denominado la “reversión cultural”. La tesis es sencilla. Como consecuencia de la “revolución silenciosa” que comenzara en los años setentas, poco a poco empezaron a expandirse valores favorables al matrimonio homosexual, la necesidad de respetar las diferentes identidades sexuales, o la afirmación de una mentalidad secular, cosmopolita y abierta hacia la libre elección de estilos de vida y la diversidad. Por las razones que fueren, este supuesto consenso de fondo fue puesto en cuestión por el populismo en nombre de los supuestamente “auténticos”, los de siempre. Como sabemos por las consignas de teóricos de la reacción como S. Bannon, el gurú inicial de Trump, o A. Dugin, el de Putin, esta nueva cultura inducida por una nueva élite intelectual, urbana y cosmopolita debía de ser combatida en nombre de una ética que reflejara mejor las “esencias” de cada pueblo. Y ahí es donde está también Vox.

Por si no tuviéramos ya suficientes motivos de división, ahora hemos que vérnoslas también con estas guerras culturales, que amenazan con introducir aún más ruido en un escenario ya de por sí rasgado por todo tipo de conflictos. Porque hasta ahora no hemos visto más que la espuma, pequeñas escaramuzas con tintes de misoginia y xenofobia, frente a los cuales, y este es el peligro, la derecha tradicional del PP no está actuando con la contundencia debida por su dependencia de los votos de Vox allí donde gobierna. Una de las pruebas de fuego será la búsqueda del imprescindible consenso en materia educativa, el espacio más idóneo para librar este nuevo Kulturkampf. En este ámbito, hipersensible también para nuestra otra guerra cultural, la de las diferentes sensibilidades nacionales, será donde se dará la gran batalla. Y lo más probable es que nos perdamos en retóricos choques de valores en vez de atender a los problemas que de verdad importan, como el fracaso escolar.

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Asistimos, pues, a un nuevo desgarro de lo que pensábamos que eran conquistas asentadas. La roca ha caído de nuevo al pie de la montaña. Lo malo es que nos falta la suficiente unión de fuerzas para impulsarla de nuevo hacia arriba. Si no empujamos todos nos acabará aplastando.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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