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El hotel Commodore, un remanso de seguridad en medio de la guerra civil libanesa

Un periodista junto al loro del hotel en 1984.
Un periodista junto al loro del hotel en 1984.Eli Reed (Magnum Photos)
Guillermo Altares

Aquel delirante lugar fue un extraño remanso de seguridad en medio de la carnicería de la guerra civil libanesa. Allí los reporteros podían conseguir de todo, y había un pájaro que imitaba el silbido de un mortero.

ROBERT FISK resumió en una frase toda la brutalidad de la guerra de Líbano: “Tras haber visto 100 cuerpos dejamos de contar”. La escribió en septiembre de 1982 en su reportaje Terroristas, cuando llegó a los campos de refugiados de Sabra y Chatila, no muy lejos del aeropuerto de Beirut, y descubrió cómo las milicias falangistas habían asesinado a cientos de civiles palestinos —niños, mujeres, ancianos—. Fisk, que entonces trabajaba para The Independent; Tomás Alcoverro, de La Vanguardia; Enrique Ibáñez, de Efe; Ignacio Cembrero o Javier Valenzuela, ambos de EL PAÍS, formaban parte del pequeño grupo de periodistas que resistieron largos periodos en el Beirut de la guerra civil, alguno de ellos incluso todo el conflicto. Curiosamente ninguno se alojaba en el hotel Commodore (aunque vivían y trabajaban en el edificio de apartamentos de al lado), una excepción entre la tribu de enviados especiales y corresponsales que encontraron allí un refugio que aportaba una relativa seguridad, y un télex que casi siempre funcionaba, sin el que la prensa internacional no hubiese podido cubrir aquel conflicto.

En la larga guerra civil libanesa (1975-1990) había demasiados bandos y demasiados muertos y todos se concentraban en Beirut, una ciudad partida por la Línea Verde, el frente que dividía a los cristianos de los musulmanes. Aunque nada resultaba tan sencillo porque estaban los falangistas, los chiíes, los suníes, los drusos, los palestinos, los israelíes, los sirios, en muchos casos divididos a su vez en diferentes grupos enfrentados (como Amal y Hezbolá dentro de los chiíes). Todo ello sin contar a las tropas internacionales bajo el paraguas de la ONU, también objeto de ataques.

El recibidor del hotel Commodore durante la guerra libanesa en 1984.
El recibidor del hotel Commodore durante la guerra libanesa en 1984.Eli Reed (Magnum Photos)

Pese a estar dividido por credos y religiones, antes de estallar en mil pedazos Líbano era conocido como la Suiza de Oriente Próximo por su prosperidad (y sus bancos y su facilidad fenicia para los negocios). Por eso Beirut contaba con muchísimos hoteles de lujo, pero, al estar situados en el centro, cerca de la línea divisoria, se encontraron en pleno frente desde el mismo momento en que estalló la guerra. De hecho, los primeros meses del conflicto en Beirut se conocieron como “la batalla de los hoteles” porque en ellos se parapetaron las milicias y concentraron los combates. El esqueleto agujereado por los disparos y la artillería del Holiday Inn se convirtió en un símbolo del conflicto: fue el escenario de salvajes enfrentamientos y también de atrocidades —tiraron a prisioneros vivos desde la azotea de este rascacielos—.

El Commodore, sin embargo, estaba encajonado entre los edificios de Hamra, el barrio de negocios, y era mucho más complicado que resultase alcanzado por impactos directos de artillería. Su dueño, el empresario hotelero Yousef Nazzal, logró convertirlo en un extraño oasis de seguridad en medio de la locura de la guerra civil libanesa, donde sacar el carnet equivocado en el control equivocado podía costarte la vida, por no hablar de los secuestros que se multiplicaron entre 1984 y 1986 —Terry Anderson fue capturado en enero de 1985 cuando iba camino del Commodore, pero no se produjeron raptos en el propio hotel—.

Con una mezcla de habilidad y sobornos, su propietario consiguió que las milicias respetasen el hotel como ocurría con las catedrales en la Edad Media y el Commodore se convirtió así en una máquina de hacer dinero porque había muy pocos otros sitios en los que pudiesen recalar los enviados especiales en Beirut Oeste sin jugarse la vida constantemente. La clave de un hotel para periodistas en una zona de conflicto es que se puedan conseguir todo tipo de cosas, de comida a transporte, pero, sobre todo, comunicaciones y la mínima seguridad que se pueda garantizar en una guerra: no ser barrido por la artillería es una cuestión de emplazamiento y de suerte, pero también depende de cómo un empresario sepa jugar sus cartas.

Entrada del establecimiento en 1996, tras su reconstrucción.
Entrada del establecimiento en 1996, tras su reconstrucción.S. Rifai (AP photo)

El periodista estadounidense Thomas L. Friedman, entonces reportero de guerra y ahora influyente columnista de The New York Times, resumió así en su libro clásico From Beirut to Jerusalem las ventajas que ofrecía este hotel: “El servicio era malo, la comida peor, el sitio era cutre…, pero siempre que tuvieses dinero, podías comprar cualquier cosa”. Friedman prosigue: “El lugar donde se encontraban los buenos fixers —por no mencionar a los mejores reporteros y a los taxistas estafadores— era el hotel Commodore. Cada guerra tiene su hotel y las guerras libanesas tuvieron el Commodore. Era una isla de locura en mitad del delirio de la guerra: no era solo el loro del bar, perfectamente capaz de imitar el sonido de un mortero, lo que lo convertía en un lugar tan extraño; ni tampoco que el recepcionista ofreciese habitaciones que diesen a la parte bombardeada, que daba a Beirut Este, o a la pacífica, que daba al mar; ni la forma en que blanqueaban las facturas del hotel convirtiendo los gastos de bar en lavandería. Era toda la atmósfera enloquecida que captó perfectamente el dibujante Garry Trudeau en toda una serie de Doonesbury que publicó en 1982. En una de las viñetas, el personaje llegaba a la recepción y preguntaba: ‘¿Algún mensaje para mí?’. A lo que respondían: ‘Nada, solo dos amenazas de muerte más”.

Con el final de la guerra civil se terminaron los días gloriosos del Commodore y acabó cerrando. Pero el viejo hotel de la Rue Baalbek reabrió unos años más tarde, cuando Beirut volvió a ser un centro de negocios y de diversión en Oriente Próximo. Con una piscina, un restaurante japonés y habitaciones de hotel de cinco estrellas con camas gigantes, dejó atrás su leyenda canalla para convertirse en un establecimiento estándar, lujoso pero un poco anodino. Sin embargo, todavía le quedaba una guerra: en 2006, después de que la milicia Hezbolá realizase una incursión en su territorio, Israel desató una guerra contra Líbano, que se centró en el sur del país y en los barrios de Beirut de mayoría chií, que fueron bombardeados hasta convertirlos en montañas de escombros. Desde Hamra se escuchaban las explosiones y retumbaban las paredes y las ventanas del hotel, aunque los huéspedes sabían que este barrio no era el objetivo y que allí no iba a caer ningún misil. Además, ya no había ningún loro que imitase el sonido de los bombazos. 

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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