Fiestas hasta el amanecer en el hotel Al Rashid para aplacar la ansiedad de la guerra
En el hotel Al Rashid de Bagdad se mezclaban periodistas, personal de la ONU y espías del régimen de Sadam Husein. Era 2003. La tensión se aplacaba con música y fiestas en las habitaciones. Estaba a punto de comenzar la invasión de Irak.
EN LAS semanas previas a la invasión de Irak en 2003, el hotel Al Rashid de Bagdad era un hervidero de periodistas, espías y funcionarios del régimen mezclados con traductores y conductores que venían a ofrecernos sus servicios. Desplazarse por las instalaciones del hotel requería tiempo: sus grandes salones de lámparas gigantes, sus interminables pasillos, sus 18 pisos, las tiendas de souvenirs cerradas porque la guerra se acercaba, el bar con un siempre sonriente Osama al mando y los amplios jardines hacían de aquel lugar un escenario casi surrealista ante lo que se avecinaba. En las zonas comunes sonaba de forma ininterrumpida un hilo musical con composiciones árabes y temas occidentales como Copabacana, Penélope o canciones de Maná y Julio Iglesias. A medida que el edificio fue quedándose vacío, el sonido de aquellas melodías, con la guerra como telón de fondo, resultaba un tanto inquietante.
El hotel, conocido por tener un mosaico con el rostro de George Bush padre en el suelo de su entrada para que fuera pisado diariamente por los clientes, era propiedad del régimen de Sadam Husein. Por eso, entre la comunidad de periodistas tomaron peso las especulaciones sobre la existencia de cámaras en los televisores de las habitaciones. Si bien eso nunca se pudo demostrar, no resultaba difícil localizar las cámaras colocadas en los pasillos de cada piso ni a los funcionarios encargados de vigilarnos. Estos últimos solían situarse frente a la recepción, pertrechados con enormes periódicos que usaban a modo de burda coartada o aferrados a los teléfonos negros de disco redondo, unos aparatos que solo conectaban con las habitaciones del hotel, pero con los que, sin embargo, mantenían aparentes conversaciones que duraban horas mientras nos observaban por el rabillo del ojo. Todos ellos llevaban trajes impecablemente planchados de combinaciones cromáticas propias de los años setenta, todos fumaban compulsivamente, todos lucían bigote.
Varias habitaciones de periodistas españoles se convirtieron en sede de frecuentes fiestas donde reporteros de todas las nacionalidades acudían a aliviar tensiones tras intensas jornadas de trabajo. A medida que el sonido de los tambores de guerra crecía, los encuentros festivos se hicieron más populares y prolongados. Las dos semanas antes del inicio de los bombardeos quedarán para siempre en los anales de la historia íntima de quienes protagonizaron bailes hasta el amanecer, inmersiones en la piscina del hotel a altas horas de la madrugada, sonados romances, incursiones clandestinas en la cocina en busca de comida e incluso peleas sin sentido, como la que se produjo entre algunos periodistas y escudos humanos europeos cuando estos últimos, procedentes de otro hotel, aparecieron de madrugada en una fiesta en la que ya corría excesivo alcohol por las venas. Cuentan que al amanecer de ese día, un reportero, todavía visiblemente borracho, entró en directo para su canal de televisión con una pronunciación claramente deficiente.
En uno de aquellos encuentros lúdicos, un cámara diseñó en una mesa de madera, con cinta adhesiva de diversos colores, un parchís gigante para hacer frente a las horas muertas, y otro versionó una canción de Maná, adaptándola al contexto. El estribillo fue variando a medida que aumentaban los obstáculos. Del original “No hay nada más difícil que vivir sin ti” se pasó al “No hay nada más difícil que trabajar aquí”; luego, cuando llegaron los bombardeos, derivó en “No hay nada más difícil que dormir aquí”, y finalmente fue “No hay nada más difícil que salir de aquí”. Muchos la cantaron a menudo a pleno pulmón e hicieron de ella una especie de himno.
La evacuación de los inspectores de Naciones Unidas marcó el aumento de las alarmas. El hotel empezó a vaciarse y las conversaciones giraban inexorablemente en torno a una pregunta: “¿Nos vamos o nos quedamos? Y si nos quedamos, ¿dónde nos alojamos?”. Más de 100 periodistas abandonaron el país. Algunos colegas nos dejaban notas de despedida: “Estaremos en el hotel Intercontinental de Amán, Jordania. Todavía estáis a tiempo de cambiar de opinión. Cuidaros”.
En aquellos días, varios enviados especiales anglosajones, convencidos de que Irak tenía armas de destrucción masiva, recibieron de sus empresas trajes protectores NBQ, antídotos que deberían inyectarse en caso de exposición a agentes químicos e instrucciones para ponerse los trajes en menos de un minuto. Aún no sabían que nunca les harían falta. Durante días ensayaron una y otra vez en el hall del hotel, ante las miradas escépticas de los recepcionistas, sin lograr bajar de los dos minutos.
En la que fue posiblemente la última fiesta en el Al Rashid, varios periodistas expresaron sus ganas de que comenzara “de una vez la acción”. Querían un escenario bélico, y contarlo. Sus deseos contrastaban con los de quienes, a pesar de ser conscientes de que la guerra era ya inevitable, creían que la mayor noticia jamás contada allí habría sido la del triunfo de la vía diplomática. Muchos terminamos brindando aquella noche por poder ser algún día corresponsales de paz.
Dos días después abandonamos el hotel a toda prisa. Quedaban unas horas para el inicio de los bombardeos y el Pentágono había advertido a la CNN de que el Al Rashid podría ser objetivo de los ataques por estar muy cerca de edificios gubernamentales. El destino más seguro era, según los compañeros estadounidenses, aconsejados por su propio Gobierno, el hotel Palestine. Lo ocurrido posteriormente en este último demostraría que no estaban en lo cierto (fue alcanzado por un proyectil estadounidense, matando a dos periodistas, entre ellos al español José Couso).
Ocho días después del inicio de la invasión, cinco periodistas regresamos por una noche al Al Rashid, para contemplar el bombardeo desde otro punto de la ciudad. El edificio, en penumbra, estaba prácticamente vacío. Cargados con generadores eléctricos y botellas de agua —la ciudad llevaba días sin luz ni agua—, y acompañados por un par de funcionarios llamados eufemísticamente guías, nos instalamos en una de las habitaciones más altas. Durante toda la madrugada, los proyectiles estadounidenses cayeron a pocos metros de nosotros, desplazando sillas e incluso mesas y camas. Fue una noche en la que los que no creían en Dios rezaron y los que solían cumplir las normas del buen musulmán se las saltaron, bebiendo cantidades de alcohol suficientes para atolondrar los sentidos y difuminar las sacudidas. Al amanecer, cuando los ataques cesaron, recogimos rápidamente nuestros bártulos y corrimos de nuevo al hotel Palestine, desde donde cubriríamos los ataques contra la población civil, contra los propios periodistas occidentales, la ocupación de Bagdad, la división de Irak, la apertura de las puertas del infierno en la región. Pero esa es ya otra historia.
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