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Las élites no van a esta universidad

Estatua de George Mason en el campus de la George Mason University en Farifax, Virginia (Estados Unidos).
Estatua de George Mason en el campus de la George Mason University en Farifax, Virginia (Estados Unidos).Manuel Balce (Associated Press)
Antonio Caño

Esfuerzo, ética y discreción: la George Mason University de Virginia gana enteros en EE UU bajo el impulso de un español

El escándalo reciente en las principales universidades de Estados Unidos ha servido para sacar a la luz algunos de los mayores problemas que sufre este país, similares a los de otras muchas democracias avanzadas: desaforada competencia, abuso de privilegios y, sobre todo, una gravísima pérdida de valores por parte de una élite que, en una sociedad sana, debería ser referencia y vanguardia. Muchas de las dificultades a las que hoy hacemos frente tienen que ver con el fracaso de las élites, la ruptura entre la élite urbana refugiada en su propia burbuja moral y el resto de los ciudadanos, luchando a diario a pecho descubierto por la supervivencia.

Por eso es adecuado mencionar aquí el ejemplo de la Universidad George Mason, presidida desde hace casi seis años por un español, Ángel Cabrera, que la ha convertido en un éxito académico y social. Cerca de 35.000 estudiantes de 130 países del mundo y los 50 estados de Estados Unidos acuden anualmente a este centro, la mayor universidad pública de Virginia, situada muy cerca de la ciudad de Washington.

El éxito que se atribuye a la George Mason no está únicamente relacionado con la reputación de sus cursos o la cantidad de premios Nobel salidos de sus aulas. Tiene más que ver con la búsqueda de la excelencia y la valoración del esfuerzo, lejos del elitismo intelectual y económico que caracteriza a otras entidades académicas.

El nombre de George Mason no aparece, por tanto, en esa lista de universidades en las que los padres sobornaban y firmaban cheques millonarios para asegurarse el acceso de sus hijos, lo que les garantizaría en el futuro su inclusión en la casta dirigente. Lista en la que sí aparecen Yale, Stanford, Georgetown o UCLA, grandes universidades por lo demás, pero atrapadas en esta absurda carrera de las élites hacia su autodestrucción.

George Mason hace su trabajo de forma más modesta. Cobra una matrícula de unos 11.000 dólares anuales a los estudiantes del área —no existe límite para los de otros Estados—, que es alrededor de una quinta parte del precio de las universidades de más renombre. Y no compite por la búsqueda de apellidos relumbrantes entre sus estudiantes, sino de jóvenes que quieran verdaderamente aprender y que den después brillo a la universidad con su trabajo y su contribución a la sociedad. Cabrera, un ingeniero de la Universidad Politécnica de Madrid, ha impuesto una filosofía sencilla: aquí se viene a estudiar, no a intrigar o medrar.

“Una universidad de luchadores, no de conspiradores”. Así la define en The Washington Post Petula Dvorak en un artículo en el que afirma: “Nadie con dinero se pelea para meter a su hijo en Mason. Sin embargo, es un escaparate del sueño americano, un paraíso para las familias de clase media que aspiran a que sus hijos puedan tener un título universitario sin tener que hipotecarse o sin cargar sobre sus hijos una deuda desproporcionada”.

Eso es Mason, la universidad a la que da nombre uno de los menos conocidos y peor comprendidos padres de la patria americana, que hoy, de la mano de un español, igualmente poco reconocido en su propio país, abre un futuro hacia un nuevo elitismo ético. 

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